jueves, 26 de enero de 2012

La trova del pájaro de ébano


Por Cherman Sanz "aka" Velvet Revolver.



I

¿Qué le queda a un hombre que ha renunciado a sus sueños? ¿Qué le queda? Cuando la ética y la moral han pasado a formar ya un punto distante en el horizonte irreconocible. Cuando tan solo subsiste la mala pericia de caminar arduamente la memoria impalpable en busca de recuerdos tan perdidos que casi parecen inexistentes, que casi se podría decir que pertenecieron a otro cuerpo, a otra incompatible unidad.
Para un hombre, para un simple mortal queda entonces una única salida; aferrarse a un imposible.
Cuando la soledad del alma se ve retenida de pronto por la pasión de una idealización, surge en consecuencia un ensueño emergente de lo recóndito de las criptas ahogadas de tristezas del ser, es ahí cuando la cavidad que pertenece a aquel lúgubre sistema, amo y señor de las emociones rinde ardientemente homenaje en cada soplo de vida, a la razón de su desvelo. Maravillosos sentimientos salen a flote entonces del misterioso y hondo mar negro del alma. La perpetua oscuridad de las tinieblas de pronto se vuelve cálida y tan habitable de vida, como la más hermosa de las primaveras del edén. Los sueños van adquiriendo una realidad tan vívida, que lo inalcanzable se pone a merced en un suspiro. Las penas que colman ese profundo mar se vuelcan en un rincón del pensamiento inerte, ajeno, como la negra tinta lo hace con el novelista apasionado, deseoso de inspeccionar otra hoja en blanco, ansioso por tatuar de quimeras el dejo de su obra magna.
El corazón; magnifica concepción que da cuerda a las sensaciones más triviales y bellas de la mortalidad, refulge con inhóspito ímpetu ahora que el presente dejo de ser inalcanzable, ahora que hay una razón por la que vivir.

II

La tormenta que asomaba en las proximidades era para todos aquella tarde razón suficiente para mantenerse a cubierto en sus apacibles moradas. El terror a la sobrenatural soberbia de la madre naturaleza provoca entre los habitantes de la Ciénaga un inconmensurable pavor y álgido respeto hacia las fuerzas incomprensibles que se imponen y dominan los vastos territorios que el hombre cree ciegamente suyos.
Para el durmiente, aquello no era más que  una parte de su corazón desprendido y desparramado en el cosmos magno del mundo, un espejo de sus emociones solemnes y dogmaticas, una adquisición bella que le proveía el universo para ahogarse aún más en aquel sueño primitivo, hermoso y enfermo; que era alimentarse del amor.
Ahora que lo navegaba, podía vivir de eso que le martirizaba cuando sus ojos cedían del velo y se abrían nuevamente al mundo maldito, a ése mismo que le recordaba que sus inútiles e invalidas piernas solo servían para engendrar lastima y su delgadísima figura para reforzar esa idea. Pero ahora, ahora nada de eso estaba sucediendo, porque en su sueño Quijotesco cabalgaba su poderoso Rocinante y combatía contra gigantes en inmensos parajes nórdicos en busca de su propia Dulcinea, en busca de la eternidad de su destino y, aunque no le correspondiera preferiría morir en el intento de alcanzar a aquel corazón inalcanzable a tener que renunciar a su razón y predicar por siempre en la desdicha.
Fue en ese preciso instante, cuando alcanzo ese sueño que su pecho comenzó a inflarse y a retraerse coléricamente, que su corazón comenzó a quemarle. La noche se había precipitado en sus pupilas de un golpe y el veneno corroído termino arrastrando su alma hacia un rincón escogido, ya premeditado de antemano. Aquella oscuridad abrupta que lo cubrió, lo extendió rápidamente hacia el olvido e hiso que tocara un sueño, que lo alcanzara por completo, a la vez que despertaba de otro.
Esa tarde gris el durmiente había cedido a su placer y una vez más, en sus brazos se dejaban leer los estigmas del dolor, el narcótico había usurpado su cuerpo y ahora lo poseía, arrebataba de su ente el recuerdo doliente y lo descubría prisionero en su jaula; que bajo el perturbado juicio de aquél, era percibido como algo semejante a un sueño de perpetuidad. La heroína finalmente lo había sepultado.
El cielo acogido por la pena lloró ese gélido junio sobre su lecho, y la tormenta arremetió con furia vibrando conjuntamente con el cuerpo moribundo, acompañando los últimos compases de su vida. Fue cuando la criatura entró, que penetró el umbral y se poso en la plataforma sobresaliente en el dintel del ventanal despejado, quedó plantada mirando sagaz al durmiente en su lecho de muerte, precipitando su sombra negra sobre el aposento y cantando sobre ese elevado busto versos en olvidadas lenguas aprendidas de algún sabio señor, mientras su espectador rezagado oía aquella melodía extendida bajo la tempestad, hasta aplastar sus sentidos contra el inconsciente. La trova del cuervo había comenzado.

III

Al despertar ese mismo día de madrugada, Fiódor pudo advertir con incredulidad como sus piernas se regían al ritmo de sus demás extremidades con entera armonía, como si éstas jamás hubiesen estado dañadas y marchitas, e incluso respondían con tanta claridad y rapidez a sus mandamientos mentales que aquello no podía ser otra cosa que un vívido sueño. Se aferro con sus manos a la silla de ruedas que amparaba durmiente a un costado del lecho y mirando otra vez sus enérgicas piernas, como no dando crédito a lo que sus ojos dibujaban, hiso correr a un lado aquel artefacto mecánico que le atormentó los últimos siete años de su vida. «¡Mis piernas! ¡Que me lleve el diablo!» pensó con terror.
Luego, al posar las palmas de sus pies en la fría loza sintió como una maravillosa corriente le recorrió la espina, estaba hiperactivo, se apresuro a tomar sus ropas del pequeño armario pero grata fue la sorpresa al advertir que aquellas delgadas prendas no encajarían en sus nuevas y robustas extremidades. Su delgada silueta de fósforo se había convertido ahora en una fornida masa de músculos. Asustado corrió impaciente hacia el pequeño espejo del baño para inspeccionarse, pronto sus ojos grises dibujaron dos lunas llenas al descubrir que su taciturna cara se había transformado en una jovial expresión renacentista y se exalto al descubrir que incluso bellos rasgos sobresalían de ella. Al ver esto, sus ideas comenzaron a apretarse dentro de su cabeza y el aire comenzó a desfallecerle dentro del pecho. Se refrescó. Una vez aclarado a medias el panorama resolvió que lo mejor sería ir a verla; una decisión semejante requería al menos de cierta premeditación de su parte, pero en verdad temía despertar y advertir que todo esto solo era un ensueño, peor aún, temía encontrarse con el recuerdo de su último pasaje, con sus brazos ensangrentados tendidos en forma de cruz a un costado de la cama y sus piernas mortalmente estáticas, daría lo que fuese por mantenerse en este nuevo estado. Sin dejar correr más tiempo tomó las prendas más holgadas que tenía (no eran más que un par de trapos sucios y rasgados) y se dispuso a partir del cuartucho acartonado de tristezas al que antiguamente llamaba “hogar.”
Al salir corrió con todas sus fuerzas bajo la noche intensa los tres kilómetros que lo separaban de su destino, la tormenta ya había cesado y no pasó mucho tiempo antes de que su mente comenzara nuevamente a elevarse y a divagar con extraordinarias fantasías propias de su ser soñador. Se maravillaba al contemplar sus músculos contraídos violentamente ante aquella proeza de velocidad  y se ilusionaba con un futuro inmejorable, se sentía vivo, como en mucho tiempo (quizás demasiado) no lo hacía. El recuerdo de sus escuálidas manos arrastrando esas ruedas y éstas girando incansablemente lo abordó y de inmediato una placida mueca se proyectó en su rostro, estaba feliz del extraño y oportuno giro que había tomado su vida, confiaba en que se había desasido para siempre de su vieja compañera, la silla. Sin más preámbulos se volcó a seguir ciegamente a su corazón volcánico, quien se desesperaba en prominentes palpitaciones por alcanzar a la razón de su existencia.
Al llegar a su destino, arremetió unos minutos contra sí mismo y se permitió una última y extravagante visión. . «¿Por qué? ¿por qué yo? ¿qué es todo esto? ¿es tan solo un delirio de mi perturbado juicio o es quizás el más maravilloso de los milagros? ¡Cómo es posible! ¿cómo? ¿y si esto realmente no es un sueño? ¿y si finalmente hubiese yo despertado de mi prisión? si toda mi vida ¡Toda! hubiese sido una farsa, una cuenca oscura dentro de una ilusión ¡una pesadilla!  ¿a caso he despertado? he resucitado de un profundo y grotesco coma ¿cómo se explica si no? ¿un milagro? ¡Tiene que serlo dios mío! pero entonces por qué, porque me duele  tanto… el recuerdo, porque me duele aún, por que persiste ¿por qué? ella, ella es la respuesta, siempre lo fue ¡SIEMPRE!» Pensó Fiódor gélidamente frente al burdel, después de un letárgico suspiro entró.

IV

—En unos minutos cerramos señor —dijo la voz ronca del cantinero que Fiódor conocía muy bien.
Un puñado de billetes se apiño en la barra.
—Deme un trago, algo fuerte.
—Enseguida jefe —replicó aquél a la vez que tomaba una botella de Gin del estante cristalizado que se encontraba a sus espaldas.
—He llegado tarde he.
—Me temo que sí, hace rato que las chicas se fueron. Sólo quedó una, está con un cliente.
—Entiendo.
La mirada de Fiódor se meció en el lúgubre y desolado antro, como si buscara algo. Alguien. Pero había llegado demasiado tarde. Esto ya lo suponía, puesto que él mismo era un asiduo prisionero de este vagón recluido de pecadores y viciosos, pero aún así se esmeraba por aparentar, por enmascararse en lo ajeno de su figura, era como si una fe ciega lo dominase. De pronto fue como si una bala le atravesara el pecho.
Una joven y bella señorita de vocación declarada irrumpía en escena acomodándose su diminuta falda. Vestía unos harapos brillantes de cuero de fantasía típicos de lugares como éste e iba acompañada por un caballero mayor de ostentosa apariencia. Éste se despidió muy afectuosamente de la joven, apiñando un manojo de billetes verdes sobre su busto y mirando celosamente al desconocido que bebía copiosamente reclinado sobre la barra.
Fiódor bebió de un arrebato el trago y una vez advertida la partida del sujeto, arremetió contra la muchachita de los ojos cafés que se quedó mirándolo, como si ella también esperase algo. A pesar que había estado allí tantas veces, de que había puesto a disposición del azar y el destino su propia vida en más de una oportunidad en noches tumultuosas, jamás osó ofrecerle a aquella princesa del infierno alguna propuesta indecente para tenerla en su alcoba. No estaba dispuesto a obtener beneficio de tan humillante condición, si no que al contrario, añoraba profundamente su salvación. La amaba con cada trémula de su perturbado corazón desde los últimos cuatro años.

Él comprendía muy bien que la situación de ella no estaba ligada al placer, si no a los desafortunados hechos que el destino imprimió en su camino y que la llevaron inexorablemente a tan aberrantes circunstancias. Sabía muy bien de la muerte de su madre en manos de la tuberculosis y del abandono abrupto de su padre en su niñez. De los tres pequeños de edades ascendentes (de cinco a siete años) que quedaron a su cargo producto de aquel desenlace marital tan escabroso. Comprendía con agudeza palpitante y doliente el desamparo del espíritu que se resguardaba dentro de ese cuerpo tenaz y hermoso. Cómo no hacerlo, si él mismo fue un huérfano toda su vida. Pero qué resolución tomar ahora, si no tenía un futuro solvente que ofrecerle, si él mismo era un puñado de hojas rotas en la tempestad del otoño.

V

Sus pasos diligentes llamaron la atención del ángel terrenal, su mirada se poso en la suya y de pronto supo, él supo que no habría en esta tierra alguien capaz de llenar su eterno vacio, alguien capaz de restablecer su enferma mente y sanar su corazón quebrado. Nadie, excepto ella. Ella. ¡Y con qué resolución lo sabía, con que certera pena! pues bien entendido tenía que el complemento se logra con las divergencias de las almas, con los opuestos. Pero aquí solo había dolor. ¡Inmutable dolor, eterno y arraigado dolor! «Pero también es cierto, que solo a través de él, de la más penetrante y aguda pena un alma es capaz de crecer, de restablecerse y crecer, CRECER» se aferro con fuerza a este pensamiento.
Su pecho palpitaba con fuerza al acercársele, su mirada temblaba ante aquella extraordinaria belleza de la creación. Infinito era su cielo, su lugar en la tierra había sido siempre una desdicha ¡Pero qué lugar tenía ganado en los altares de las fuerzas superiores de dios! él cada vez comprendía más y más que estaba en presencia de una santa, su sacrificio en la tierra había sido tal, tal su amor por la familia, por las ganas de vivir, de pertenecer, que no podía ser otra cosa que eso, un mártir, y cómo la amaba, con que desesperación ansiaba sus besos, sus caricias, pertenecer por entero a ella, a ella y a nadie más. ¡Era una santa y él sin duda, el más fiel de sus devotos!
Finalmente al tenerla en frente Pronunció.
—Si me permite bella doncella, me gustaría tomarla de la mano y llevarla a mi glorioso castillo. Se alza en las montañas y esta regado de frondosos y bellos rosedales. Jamás he abierto sus puertas, pues esperaba esperanzadoramente toparme con una princesa como usted para que me acompañase a descubrirlo. Sabe, no he encontrado en ningún libro una línea que sea capaz de describir el doblego devoto y dogmatico que siente mi corazón al verla ¿lo siente usted palpitar dentro de esta urna de huesos y carne? Es en beneficio de él que le hablo y de nadie más. Sentiría un júbilo muy grande al ser benefactor de tan extraordinaria compañía, quizá si usted decidiera aceptar mi invitación podamos recomenzar una vida después de la vida ¿Qué le parece?  ¡En mi vida he visto princesa, un eximio temple como el que el usted posee, un espíritu tan digno, tan tenaz, con tanto amor para brindar! ¿Qué dice? —dijo extendiéndole la mano—. ¿Nos marchamos?

Ella tomó su mano y desde ese minuto, nunca dejo de aferrarla.
El pájaro del plumaje de ébano enmudeció entonces y despego en el momento preciso que despuntaba el alba. Quizás, a llevar su canto de esperanza hacia algún otro lejano rincón del mundo. Quizás, a tejer sobre algún desalmado ente una emoción, un sueño, un espejismo para sobrellevar ese último trance en este paraíso esbozado de tinieblas.
Qué importa ya, si todo esto es un milagro o un ensueño. Qué importa, si tan solo es la página desprendida de un cuento. Qué importa ahora, si el durmiente ya no fue capaz de despertar. Qué importa.

FIN
________________________________________________________


Consigna: RELATO ONÍRICO DE AMOR






No hay comentarios:

Publicar un comentario