miércoles, 11 de abril de 2012

Matilde


Por Pablo Guzmán Palma.


I

Hágase la luz,  pensé.
Miles de fotones atravesaron mis párpados  permitiéndome, aún con los ojos cerrados, distinguir algunas figuras y extraños contornos no definidos.
Mi mente se encontraba sumida en una vaga oscuridad, difusa, que se extendía apoteósicamente en todas las direcciones en las que proyectaba mi mirada. Aquello, más cercano que a la realidad, lo clasificaría como onírico. Tenía aquella sensación, de estar soñando; sin embargo algo en mi me indicaba que las cosas no marchaban bien. Un extraño y súbito terror comenzó a apoderarse de mi cuerpo, tensando mis tendones, y aumentando la alerta de mi mente.
Pensé, por un momento, que me había desmayado. Sin embargo una dulce sensación se extendía por mí ser, y no tardé en identificarla como la marea de tranquilidad causada por una equilibrada dosis de codeína y ansiolítico. Tal vez parezca extraño que sepa de esas cosas, no obstante no estoy ajeno a ellas. Fui profesor de secundaria y en más de alguna ocasión recurrí a algún relajante, de otra forma habría ahorcado a más de un crío.
¿Y si estaba en un hospital? Era poco probable, pero se comenzaron a filtrar más imágenes por mis párpados y vislumbré paulatinamente el color blanco. Era brillante, exagerado, y me causó cierto dolor en los globos oculares.
No deseaba despertar, aquel terror sordo seguía apoderándose poco a poco de mi cordura y comprendí que, en algún momento, se haría con el control de mi cuerpo.
Sonidos llegaron a mí. Al principio eran murmullos inconexos, extraños, reales ruidos. Ahora que lo pienso mejor, llamarlo sonido fue una aberración completa; puesto que, como no eran definidos, no ingresaban en esa categoría. Aquellos detalles no se le escapan a buenos profesores de secundaria.
El miedo seguía apoderándose de mí y pensé que si no me dominaba pronto, este se haría con el control de mi cuerpo. Aunque, pensándolo mejor, aquello era un precio justo: mi mente, por aquella paz irrevocable que experimentaba.

Pero todo lo bueno en algún momento acaba. Y para mí, aquella paz terminó cuando percibí una vibración en mi mano derecha y, como un reflejo instantáneo, abrí los ojos para ver de qué se trataba.
Me asombré.
Por un momento todo lo que había experimentado quedó reducido a nada. El miedo, la paz, mi cordura, todo me importaba un rábano. Las imágenes se aglutinaron en mi mente y mi asombro fue tal que creí desfallecer.
Mi hija se encontraba a mi izquierda, llorando, mientras que un doctor y dos enfermeras conversaban con disimulo a mi derecha. Pude constatar que mis sospechas eran ciertas: me encontraba en un hospital.

II

Despertar de un sueño farmacológicamente inducido provoca un impacto agudo en la persona. Los recuerdos comienzan a aglutinarse en el cerebro formando lentamente extrañas imágenes. El terror que me azotó prefiero no explicarlo. Fue algo extraño, repentino, y por sobre todo violento. Creo que bastará con decir que me levanté de un salto de la camilla y, entre lágrimas mortales que me nublaban la vista comencé a correr hacia su habitación.
Creo que el miedo a lo desconocido es el peor de todos. El no saber qué puede suceder es capaz de paralizar personas, mejor que espectros del pasado o criaturas monstruosas. Aquellas banalidades fantásticas no actúan en el mundo real. Aquellos miedos atroces sacados de la vida diaria son los peores. ¿Acaso un padre puede decir que teme más a un vampiro a que le comuniquen que su hijo ha sido violado y asesinado? Y, precisamente, me enfrentaba a eso.
La incertidumbre calaba mis huesos y sentía el intenso dolor que provocaba. Pensé que podría encontrar cualquier cosa, y lo mejor sería estar preparado. Seguía llorando.

Y entonces la vi. Tan delgada, tan desprotegida, acostada, sumida a la peor infamia de la naturaleza. Sentí cómo mis piernas me temblaban y  me arrojaban al suelo. La vida se desmoronó bajo mis pies y perdió todo sentido. ¿Y cómo hallarle el sentido a la vida cuando el ser querido, el ser más amado, te ha abandonado para siempre?

La amaba, solo puedo decir eso, y más que a mi propia vida. Pensar si quiera en vivir sin ella me producía un asco mortal, además de la angustia generalizada marcada por aquel condenado apretón en el pecho y el shock mental. Las lágrimas dejaron de brotar de mis ojos y sentí que se deslizaban, como bolas de arena, por mi garganta.
Por favor Dios, haz algo
Llevé mis manos a la cabeza y me jalé el pelo. Algunos cabellos salieron y cayeron al suelo con parsimonia de bailarina. A mis espaldas escuché el sonido producido por los zapatos de mi hija y el medico al correr tras de mí.
Catherine se arrojó a mi lado y me abrazó con fuerza. Después de eso, solo recuerdo que percibí que sus lágrimas mojaban  mi nuca, que a continuación la apartaba con brusquedad e intentaba entrar en la habitación donde Matilde, mi Matilde
Por Dios, cómo la extraño ya
reposaba sin conciencia en una camilla blanca; y por último, percibí un pinchazo, y la dulce sensación de los fármacos al entrar en acción.

III

Era el paroxismo del dolor. Una sensación única y extrema, como si miles de agujas se clavaran en sus nervios. El misterio de la vida se vio aclarado como una epifanía; surgió como un susurro delicado entre el viento (si lo que sentía era viento) e ingresó en sus oídos. Su nombre era Matilde, o al menos eso pensaba, puesto que ya nada tenía importancia. Una luz surgía desde un punto indefinido en el lugar en el que se encontraba. La inmensidad de lo que ella asimiló como un valle era maravillosa, teñida de un blanco delicado con pinceladas color crema. Deseaba no despertar jamás.
Sin embargo un sonido rompió la tranquilidad del lugar. Era un grito, un grito de hombre. Dentro de su cerebro, sus neuronas se aceleraron provocando miles de reacciones sinápticas. Algo familiar había en aquel sonido.
Buscó en su mente.
Se desesperó.
Y por fin supo de quién era o de qué provenía, aunque solo había encontrado el nombre; no lograba, aun, asimilarlo con su vida.
Algo sintió, y gracias a eso supo que aquella voz la había acompañado desde siempre. O al menos desde que comenzó a desear vivir la vida que le correspondía.
Junto con el nombre, aquella sensación, aquel sentimiento, la inundó y supo que quería despertar.

IV

Supe lo que debía hacer antes de llegar a casa.
Mi hija me había acostado en el asiento trasero de su Volvo color plata y comenzó a manejar con despreocupación. Con los ojos entreabiertos me di cuenta de que iba a exceso de velocidad, lo cual, en mi situación, constituía un miedo innecesario.
¡Cálmate!, me dije, e intenté acelerar mi respiración. Dicen que el aumento repentino de los niveles de oxígeno en el cuerpo produce un efecto relajante.

¡Dios, cómo quería tener una pastilla!
Pero comencé a recordar todo lo que me había dicho el doctor antes de desmayarme; y tal vez ya tenía la idea formada en mi cabeza desde aquel momento.
Es algo que nunca sabré, sin embargo ahora se me antojaba carente de importancia. ¡De qué me servía preocuparme por nimiedades!


Y al cabo de diez minutos sentí cómo Catherine me acariciaba los cabellos; su piel era suave y el aroma que expelía su cuerpo me recordó a su madre. La añoranza pasó a ser desesperación y decidí no intentar llegar más allá. Habría terminado llorando desconsoladamente. Le repito que, además, la decisión que ya había tomado probablemente había influido para incrementar mi desamparo. Abrí los ojos súbitamente y me topé con sus cálidos ojos color azabache.
El viento soplaba con indiferencia y alborotaba las hojas de los árboles; era otoño, un tiempo nostálgico, probablemente la época que más me agradaba del año. Despertaba mis sentimientos novelistas, y me daba por sentarme encima de una máquina de escribir y componía poemas. Recuerdo que, hace algunos meses, cuando vi que mi Matilde había llegado confusa del médico, le compuse un poema con el que ella lloró desconsoladamente.
  —¿Qué ocurre, mi amor? ¿Qué te ha pasado?
  —No quiero hablar; te amo, y eso es lo único que importa.
Ahora, aquella situación adquiría un nuevo significado al llegar a mi casa después de enterarme de que mi amada Matilde había tenido una falla al miocardio y era imperioso encontrar un corazón nuevo, puesto que, si no ocurría, moriría en cosa de días.
Mi hija me había intentado infundir energías, sin embargo yo no me hacía ilusiones; esto, claro está, hasta que surgió mi idea, y la vida adquirió color de nuevo. Después de eso me desmayé.


Entramos a la casa en medio de un cruel silencio. Catherine no quería iniciar una conversación, y yo tampoco; no obstante me creía capaz de leer su mente.
Cerró la puerta tras de sí y sentí su melódica voz a mi espalda.
  —Voy a ir a la farmacia a comprar los remedios que te recetó el médico, papá. Llegaré en treinta minutos, si no ocurre nada.
Me limité a asentir, en ese momento mi idea ya se había acoplado a mi cerebro; del mismo modo en el que un tumor se incrusta en un tejido sano. Pensé en el cáncer, pero cambié de ideas rápidamente.
Algo dentro de mí intentaba detenerme, produciendo un verdadero conflicto de intereses. Sin embargo el amor, para mí, es lo más importante. Y no imaginaba mi vida sin mi querida amada. Era vivir con ella, o morir sin ella. No había vuelta atrás.
Detuve mi proceso analítico y comprendí que, aunque quisiera revertirlo, no sería capaz. Sentía que todo estaba predestinado a suceder.

Así que, de esta forma, me acerqué con somnolencia a mi hija y la abracé con fuerza. Permanecimos así por algunos minutos, una parte de mi deseó que aquel momento no se acabara nunca. Me obligué a soltarla; le susurré algo al oído.
  —Te quiero mucho, hija; no lo olvides. Perdóname.
Ella no comprendió; pienso que ella creía que mis palabras no eran reales, que estaban originadas por los ansiolíticos que circulaban por mi torrente sanguíneo.
Se desprendió de mis brazos y luego se marchó de la casa. Sentí que las lágrimas brotaban de mis ojos y se deslizaban por mis mejillas.
Supe que no la volvería a ver…

V

La voz había cesado y volvió a quedar sumida en la luz. Sentía un relajo supremo, las preocupaciones habían cesado. Sin embargo una remota región de su cerebro permanecía pensando.
Debería haberlo preparado para esto, pensó, y lloró.

VI

Creerán que las cosas no resultarían bien, puesto que continuaba con el efecto de los fármacos actuando con sigilo en mi organismo. Pero no ocurrió así; por una razón probablemente divina las cosas se dieron a la perfección.
Amo a mi esposa, y creo que esa es una razón suficiente para justificar lo que hice. En toda mi vida amé a dos personas. En mi juventud, la mujer que era la dueña de mi corazón se llamaba Vida. Fue la mujer más insensible y caprichosa que conocí, sin embargo es la a la que más amé. Porque gracias a ella conocí a mí otro amor: Matilde.
Pronto estaremos juntos, mi amor
Esperar nunca fue algo fácil para mí, y mucho menos en mi situación actual. Intentaba recordarme que no había vuelta atrás, que ya me había despedido de mi hija. Yo la quería, pero amaba a Matilde, y haría cualquier cosa por volver a reunirme con ella, no importaba dónde ocurriera…
Fui a la cocina y busqué entre los cajones el objeto perfecto. Reparé en un cuchillo carnicero, gracias a él las cosas ocurrirían rápidamente, sin dolor, y luego volveríamos a vernos…
La idea en si era me provocaba un efecto más placentero que el éxtasis.

Luego volví al pasillo principal, que desembocaba en la puerta de entrada. Esperaba que todo terminara ahí, pero para mí no era un final, sino un nuevo, y majestuoso, comienzo.

VII

Ella está esperando, se siente sola. Aquella tranquilidad que había experimentado se desvaneció como el amor de adolescencia. Pensó en las personas que había amado en ese tiempo; no había vuelto a ver a ninguno…
Algo dentro de ella le decía que volvería a juntarse con su hombre. Algo profundo, fuerte, esperanzador. Poco a poco su llanto de desesperación pasó a ser de alivio y esperanza.
Resiste —se dijo— Resiste, pronto volverás a verlo

VIII

Y el tiempo pasó.
Catherine llegó y tardó unos minutos en bajar del auto para dirigirse a la puerta. Los nervios me carcomían, por alguna retorcida razón quería que estuviera consciente cuando todo sucediera. Sé que es algo repulsivo y morboso, pero sucedió así.
Sentí miedo. Un miedo profundo y desesperanzador, producto de la mezcla de todos los temores a los que nos enfrentamos en la infancia. Aquel armario oscuro que alberga algo, esa silla que se mece sola durante las noches, ese juguete que voltea la cabeza y te mira sonriendo… Todas esas cosas inusuales que nuestros padres nunca creyeron, y que yo tampoco creería, parecían haber resucitado en gloria y majestad.
En algún lugar había leído que cuando el cerebro se ve amenazado por el entorno hace esas “trampas” para asegurar su supervivencia. Siempre me sentí admirado por la magnificencia del organismo humano. No era momento para pensar en eso.

El sudor frío recorrió mi frente, me sentí protagonista de un relato retorcido de Poe. Como aquel hombre que sobrevive a la muerte del péndulo, yo esperaba sobrevivir, para llegar al lado de mi amada.
Frío, aquella sensación era la gobernaba mi mente. El frío era increíble, como si la sala estuviera a punto de ser el escenario de un portal entre mundos. El miedo era tal que volví a sentir esa sensación de desfallecimiento. Mis piernas amenazaban con flaquear, y para infundirme fuerzas me aferré al cuchillo carnicero que reposaba entre mi puño derecho. No conseguí el efecto deseado y me aterré aún más.
Lo hago por amor, me dije.
  —Pronto estaremos juntos, Matilde… dame un poco de tiempo. —murmuré, y sentí que los cuadros del pasillos se volteaban a mirarme.



La perilla de la puerta giró y me di cuenta de que estaba a punto de abrirse. Catherine atravesaría el umbral y me encontraría con ella.
Suspiré, el valor volvió a mí y me sentí fuerte.
Ayúdame, Dios, te lo pido por favor
Sé que matar es un pecado, no importa a quién sea. El suicidio, el homicidio y todo eso, son el boleto más directo al infierno que existía; sin embargo no me importaba, porque me parecía inverosímil que Dios se opusiera a mi encuentro con mi querida Matilde.
La amo, y es lo único que importa

IX

Te miré, y supe que eras mi vida.
Sentí tu corazón, y volvió a latir el mío.
Años busqué, y por fin te encontré.

Te amo, solo eso importa.
Me amas, y lo harás por siempre.
La vida quiere vernos juntos,
pero no lo haremos por ella;
sino por el amor que nos tenemos.

Mi vida, mi corazón, mi alma, mi ser.
Quiéreme, abrázame, siente.
Te amo, Matilde;
y solo eso importa.

—Para ti, mi amor —-dijo.
Y Matilde comenzó a llorar.

X

Las cosas ocurrieron rápido, y planeo contarlas de esa forma.
Me encontraba en un pequeño lugar ubicado a un costado de la puerta de entrada. Un escondite perfecto, la guarida de una comadreja asustada; quizás, ideal para mí.
Catherine entró y, al instante, yo surgí desde aquel recóndito lugar. La volteé con mis brazos, sujetando sus hombros con violencia; estábamos cara a cara. Nuestras miradas se cruzaron por un momento interminable; observé en sus ojos el temor a lo desconocido, y su peor variante: no saber de lo que es capaz de hacer un  ser humano.
Por amor, me recordé.
—Perdóname —le susurré nuevamente. Aunque desconozco si ella logró o no oírme.
Una única lágrima rodó por su rostro; evité mirarla más de lo necesario.

Y ahí ocurrió; arrojé el cuchillo carnicero directamente a su corazón. Sentí, por las vibraciones que se propagaron por el metal, cómo atravesaba cada una de las capas de ropa. Luego, penetraba por los tejidos de su cuerpo, óseo, sanguíneo, hasta llegar al musculo principal. La sangre brotó inmediatamente y manchó todo el pasillo. Escatimé que tardaría horas en limpiarlo. Comencé a rotar el cuchillo en su propio eje, por un momento miré su rostro y la expresión de mortal agonía me hizo girar la mirada. Se producía un sonido seco con cada movimiento de mi arma, además un arco de sangre surcó el cielo, desde su boca, y dio con la pared. Sentí nauseas, puesto que el color era diferente, mas café.
La cuestión que se presentaba a continuación era cómo hacerlo parecer un suicidio. La respuesta llegó como una carta; así, repentinamente, y cargada de información.



Agarré con valentía el cuerpo de mi hija muerta, provocando un charco de sangre oscura, que se esparció por donde pasaba el cuerpo.
Un aroma dulzón inundó el aire. Me recriminé disfrutarlo.
Lo hago por amor, lo hago por amor, lo hago por amor

XI

Deposité el cuerpo de mi hija en su Volvo color plata y lo rocié de gasolina. En un plástico escribí una breve nota suicida. Nuestras letras eran muy parecidas.
  —Lo hago por amor, lo hago por amor… ¡Aguarda Matilde!
Le recé a Dios para que todo resultara como quería y para que me perdonara por lo que acababa de hacer. Pero era necesario el corazón de mi hija para que Matilde volviera a la vida. Y yo la amaba. Oh, por Dios, cómo la amaba…
Limpié la sangre esparramada por el pasillo  y enterré toda la evidencia en un pozo séptico que había en el patio trasero de mi casa.
La adrenalina inundó mi cuerpo y sentí que era capaz de todo.
Una hora más tarde y todo estaba listo, solo bastaba acercarme al auto y prenderlo. Tenía presupuestado apagarlo yo mismo para el que organismo no se dañase totalmente.  Darme cuenta de la metodología que había empleado en el homicidio de mi hija me produjo remordimientos y un fuerte escalofrío generalizado por todo mi cuerpo. Me repetí que lo hacía por amor, sin embargo no me infundía fortaleza.
Otra hora después y ya estaba al lado de mi hija en el auto, sereno, tranquilo, con dos dosis de ansiolítico circulando por mi cuerpo.
Acaricié los fósforos que sostenía en mi mano, tenía una textura porosa. El olor producido por la chispa entró en mis narices y sentí un ligero deleite.
Arrojé la cerilla a uno de los charcos principales de gasolina y cerré los ojos; me dirigí al interior de mi casa y observé cómo el auto, y mi hija, se consumían en llamas endiabladas. Medio minuto después apreté tres números en el teléfono. 9 — 1 — 1.

  —911, emergencias. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó una dulce voz femenina a través de la línea.
  —Un auto se incendia en la calle.

XII

La esperanza comienza a desvanecerse a medida que el tiempo pasa. Aunque desearía esperar eternamente sabe que es imposible. Y no le importa, hizo todo lo que pudo.
  —Amor, te amo.-— Dijo Matilde, aunque sabía que su hombre no la oiría nunca. Temía que algo ocurriera, un presentimiento tétrico se había apoderado de ella.
Cerró los ojos en aquel mundo onírico e ideal que la rodeaba.
Se sobresaltó y sintió un dolor en el tórax, como si estuvieran abriéndole el pecho e introduciéndole algo dentro. La esperanza la embargó y cerró los ojos.
¿Despertaría y besaría a su hombre en la boca; o, por fin, descansaría en paz?

FINAL

Las horas pasaron, yo estaba sentado en la sala de espera de la clínica más importante del país. El corazón había llegado a tiempo y la alegría me mantenía sumido en una sensación de placer continuo; aunque debía fingir el dolor producido por el suicidio de mi hija. No me costaba hacerlo, como profesor sabía actuar.
Afuera llovía. Las hojas revoloteaban y se pegaban a la ventana húmeda de la sala. Ya no sentía frío, me sentía emocionado; el reencuentro con el amor de mi vida era inminente.
La culpa ya, prácticamente, no existía; solo me concentraba en que recuperaría el amor de mi mujer.

  —Resiste, Matilde, resiste…—murmuré, la gente se dio vuelta para mirarme. No me importaba.
Por fin, luego de horas, la luz que indicaba que la operación estaba en curso se apagó. El corazón estaba implantado y mañana la vería.
Haría todo por ti, mi amor
La puerta se abrió y salió un médico taciturno, con notorias ojeras y atuendo pedante. Me miró directamente a los ojos y me preparé para reaccionar. Sabía lo que haría: lo abrazaría, le daría las gracias y lo volvería a abrazar. Por fin las cosas se estaban arreglando.
Me persigne, complementando mi actuación.
El médico me miró a los ojos y logré ver en ellos una alegría escondida, que aguardaba salir a la superficie.
Vi como sus labios se separaban y la adrenalina volvió a aparecer. Entonces me dio la noticia.
  —Lo lamento —me dijo—, Matilde murió.


Fin.

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