miércoles, 2 de mayo de 2012

La visita

Por George Valencia.



Eran casi las tres de la mañana cuando decidí hacerlo de una vez por todas. Era eso, o seguir dando vueltas en mi cama con un calor de campeonato.
Me levanté, me vestí rápida y silenciosamente, cogí los prismáticos y acto seguido me dirigí a la cocina. No tenía armas conmigo, nunca las había necesitado, pero no fue difícil improvisar una: mi mamá había comprado un estuche de cuchillos Ginsu hacía menos de un mes y su filo, si lo que decía el comercial era cierto, duraría hasta el juicio final.
Sólo necesitaba uno. Lo cogí de donde estaba colgado, y los demás tintinearon con un sonido que se esparció por la cocina en una suave cadencia. Lo guardé en la parte de atrás del pantalón, procurando no realizarme una segunda cortada en mi trasero, y me dispuse a atravesar el pasillo en dirección a la salida.
La parte buena era que sólo había una persona a la que corría el riesgo de despertar, mi madre. La parte mala era que debía pasar prácticamente a su lado para salir.
Corrí la cortina, única división que me separaba de su habitación, y pasé por su lado en puntas de pies. A mitad del recorrido me detuve, la miré y ella emitió un ronquido a modo de saludo.
Estaba dormida. Eso era bueno.
Continué unos pasos más y llegué a la puerta que daba al salón. La abrí y ésta emitió un leve chasquido. Fue entonces cuando me habló:
—¡Esteban! ¿Adónde crees que vas? —dijo, y eso era malo.
Palidecí, petrificado. Todo se había ido al traste nada más comenzando.
—Tú no vas a ningún lado hasta que no peles las patatas. Tu papá no tardará en llegar…
Respiré aliviado. No sabía que mi mamá hablaba dormida, pero al parecer la vida siempre te tenía reservada una sorpresa hasta en los momentos más inesperados.
Cerré la puerta tras de mí, doblé a la derecha y bajé los escalones en dirección a la salida.


Una vez fuera, miré calle abajo.
Allí estaban. A unos cien metros de distancia, un resplandor salía de uno de los garajes ubicados al final de la calle.
—Hijos de puta —susurré, y me encaminé en dirección contraria.
A pesar de la hora, debía dar un amplio rodeo para no levantar sospechas en caso de que hubiese algún trasnochador observando por la ventana. La ropa me favorecía. La mayor parte de la que uso es negra, así que la indumentaria no representó ningún problema. Me hubiera gustado tener un pasamontañas, pero qué le íbamos a hacer. Era lo que había y debía agradecer a Dios por ello, como solía decir mi madre.
Me sorprendió lo calmado que estaba. Lo que iba a hacer no era nada bueno, pero qué más daba, ellos se lo habían buscado.


Treinta minutos más tarde me hallaba sobre un saliente de un prado ubicado a unos doscientos metros del garaje en cuestión, mirando a través de los prismáticos.
Sonreí.
Sería fácil. Había sólo cinco personas reunidas alrededor de una mesa cubierta de botellas de licor y colillas de cigarrillo… seis, si contábamos al bebé que, a juzgar por su rostro congestionado y su boquita abierta hasta su máxima expresión, lloraba en su cuna. Eran cuatro hombres y una mujer, todos entre los dieciocho y los veintidós años de edad. Cuatro greñudos y una greñuda, todos con cortes de cabello que recordaban al Pájaro Loco de los dibujos animados. Dos de ellos estaban tirados en el suelo, aparentemente dormidos, y los otros dos estaban bailando, cada uno con una botella de cerveza en la mano, alrededor de la última, que cantaba a voz en cuello, ajena a los llantos del bebé.
—Hijos de puta —repetí.
Guardé los prismáticos y me dispuse a dar un nuevo rodeo.


Fue fácil, tal como había supuesto, y rápido.
Al llegar a la esquina tras la cual estaba el garaje abierto, eché un nuevo vistazo subrepticio. Todo seguía igual.
Me deslicé por la pared como un felino, entré y me puse manos a la obra.
Agarré por el cabello al primero que se me atravesó, el Greñudo Despierto Nº 1, que estaba de espaldas, saqué mi Ginsu y lo degollé como a un pavo. La sangre manó profusamente, salpicando a la chica, la Greñuda Chillona, que se quedó mirándome ahogando un último de sus insoportables alaridos.
Solté al tipo y me encargué de ella. Era guapa, pero el deber era el deber. Una puñalada en la barriga fue suficiente. Cayó despatarrada.
El otro tipo, el Greñudo Despierto Nº 2, quiso pasarse de listo y hacerse el héroe, abalanzándose en mi dirección. Pisó una botella y cayó de bruces. Lo recibí con un corte sesgado en la garganta y poco faltó para decapitarlo. Miré el cuchillo, sorprendido, y tomé nota mental de enviarles una carta de agradecimiento y felicitación a los de Tele Ventas.
Sentí un vago sentimiento de culpabilidad: había discutido varias veces con mi mamá sobre la inutilidad de comprar esos cuchillos luego de que viera el comercial de Tele Ventas. Evidentemente, ella tenía razón: eran muy buenos.
Quedaban los Greñudos Dormidos Nº 1 y Nº 2. No se habían dado por enterados, así que en un alarde de buen corazón, los dejé en las manos de Morfeo.


El bebé seguía llorando.
Pobrecillo, pensé. Me dirigí hacia el detonante de mi espíritu justiciero, el que había terminado por derramar la copa de mi paciencia: el equipo de sonido. Corté todos los cables con una limpia cuchillada y el repetitivo, insoportable y estruendoso “chis-pum chis-pum” del reggaetón cesó con un último zumbido.
Se hizo el silencio, sólo quebrado por los llantos del pequeño.
Cerré los ojos, inspiré profundamente y sonreí agradecido.
No tardó mucho tiempo para que el bebé también se calmara y comenzara a gorgotear, complacido. Me acerqué a la cuna, le rasqué la barriga al bebé y éste me devolvió una dulce sonrisa sin dientes. Sonreí nuevamente. Lo abrigué bien y le guiñé un ojo diciendo:
—Que quede entre los dos, ¿eh?
—Ah-gú-gú —respondió el bebé, que comenzaba a notarse soñoliento.
—Así es, amiguito, así es.
Me encaminé hacia la salida, dispuesto a irme a mi casa a dormir plácidamente, libre del exasperante “chis-pum”, cuando en un arrebato de genialidad se me ocurrió una idea.
Miré a mi alrededor en busca de algo que me sirviera para tal fin, cogí una pantufla que se encontraba olvidada bajo la mesa, la humedecí en uno de los charcos de sangre y pinté en la pared:

¡NO MÁS RUIDO!

Observé la frase, pensativo.
Lucía bien. Con clase.
Sonreí una vez más (sin duda el silencio me ponía de buen humor) y me encaminé a casa, dando vuelta a la manzana, por si acaso. Eran más de las cuatro de la mañana.


Cuando llegué, mi mamá seguía roncando. Eso era bueno.
Estaba cruzando la habitación en dirección a la cocina cuando dijo:
—No vuelvas a hacer eso, Esteban —y eso era malo.
Pegué un salto y poco me faltó para soltar un grito. Sentí un nudo en la garganta.
—Sabes que no me gusta que uses gel. Tumba el cabello.
Hasta dormida me sermoneaba con lo mismo. Aun así, suspiré aliviado. Entré en la cocina y lavé diligentemente el cuchillo. Lo sequé, lo deposité en su lugar y seguí hacia mi habitación.
Cinco minutos más tarde estaba tirado a mis anchas en la cama, disfrutando del silencio que inundaba la casa. Ahora sí podría dormir tranquilamente. No sólo ese día, sino todos los fines de semana de ahí en adelante.
Puse algo de los Floyd a bajo volumen en el equipo de sonido, respiré profundamente y cerré los ojos, sonriendo.
Dormí diez horas.


Al día siguiente, un titular de un diario amarillista decía algo como esto:

“Insólito triple asesinato en el oriente de la ciudad. “NO MÁS RUIDO”, rezaba un grafiti sangriento en una de las paredes del lugar. Vecinos se muestran extrañamente agradecidos.”


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