miércoles, 9 de mayo de 2012

Miedo

Por Alejandra López.

Basado en «La miel silvestre» de Horacio Quiroga.

 
                                                      Siempre el miedo te hace huir hacia el lugar
                                                       equivocado.
                                                                                   Bernardo Stamateas



Aquel día de febrero Gabriel partió desde  Buenos Aires, acompañado por su novia y su futuro suegro para estar presente en el funeral de su padrino.
Una vecina del viejo le avisó que había muerto porque el difunto no tenía parientes. Y Gabriel, que hacía varios meses ya ni pensaba en él, lloró amargamente recordando la bondad del anciano durante su niñez, cuando ambos vivían en Salto Oriental con sus familias.
El padrino era un primo de su padre que lo cuidó con su esposa cuando la madre abandonó a Gabriel. Junto al padre se repartieron el cuidado del pequeño hasta que Gabriel cumplió los diez años y con su progenitor se instalaron en Buenos Aires. Por otro lado, cuando el padrino enviudó, se fue a vivir a Misiones.
El muchacho lloraba mientras recordaba la dulzura de este hombre envuelta en una máscara de fortaleza. Él le había transmitido la pasión por Julio Verne y el encanto de la selva misionera.
El día del funeral era caluroso y húmedo. Caminaron un buen trecho hasta llegar a lo que sería el último aposento del padrino. Pasaron entre tumbas maltrechas, con las cruces caídas y donde eran casi imperceptibles las inscripciones de las lápidas. Otras relucían pulcras, blancas inmaculadas y rebosantes de flores naturales y artificiales. El ruido del pedregullo al aplastarlo con las pisadas y algunos pájaros que atravesaban el aire, eran lo único que rompía el silencio de la tarde en el camposanto.
Gabriel fue uno de los portadores del ataúd y se regocijó en contemplar las decenas de personas que concurrieron al sepelio. Esto era una muestra de la bondad de su padrino que hasta último momento estuvo rodeado de amigos.
Mientras el sepulturero tapaba con tierra el cajón, Gabriel tenía la cabeza baja y con la mirada perdida cuando algo que se movía llamó su atención. Una prolija hilera de hormigas negras que devoraban una abeja, cerca de la fosa. Distraído, empezó a contarlas y sin saber bien por qué su corazón empezó a latirle con fuerza. Tanta fuerza, que los latidos los podía sentir en las sienes. Las manos estaban frías y sudadas. Un mareo lo hizo tambalear levemente. Pero Roberto, su futuro suegro, lo notó y sosteniéndolo del brazo le dijo:
—¿Qué te pasa?
—Nada… No sé, estoy un poco mareado.
—El viaje fue largo y te afectó mucho su muerte —intervino Ana, su novia.
—Yo creo que Ana tiene razón. Vamos al auto. No hay más nada que hacer aquí —concluyó Roberto.
De soslayo, Gabriel echó una última mirada a la tumba de su padrino y a…las hormigas. Las palpitaciones y las náuseas lo envolvieron en oleadas.
El viaje en auto fue bastante tranquilo. Gabriel se fue calmando de a poco. Y al atardecer, cuando llegaron a la finca de su padrino, se había recuperado por completo.
Cuatro años atrás, cuando Gabriel fue a visitarlo, éste aprovechó para ir a la escribanía y legarle la finca con todos sus objetos, fue ahí cuando le dio las llaves y le dijo que ya podía morir tranquilo.
Masticando recuerdos el joven preparó los dos dormitorios de la casa para Roberto y Ana, mientras ella disponía una ensalada con las latas que había encontrado en la alacena.
Durante la cena Gabriel les comentó:
—No sé cuántos días me voy a quedar. Supongo que los necesarios para poner en orden todo el asunto con el escribano y tal vez encontrar alguien que pueda venir de vez en cuando a limpiar.
—No te hagas problema —dijo Roberto— Yo estoy de vacaciones y no hay apuro. Una semana o diez días me puedo quedar.
—Yo empiezo las clases en la universidad recién el mes que viene. Además traje algunos libros para ir estudiando. —dijo Ana.
—Gracias, no sé cómo retribuirles tanta amabilidad. Son ustedes tan buenos conmigo…
—No —levantó su mano Roberto— Nada que agradecer. Para mi ya sos de la familia.
Ana sonrió, le tomó la mano a Gabriel y se la besó suavemente diciendo:
—Si no estoy con vos en este momento, después de todo lo que nos ayudaste cuando mamá estuvo enferma…
Luego de la cena Gabriel les indicó las habitaciones a cada uno y él se tendió sobre el sofá, en el living.
A pesar del cansancio no podía conciliar el sueño. Un poco por el dolor de la pérdida y otro poco por encontrarse en una casa que no era la suya. Entonces se levantó, encendió la luz y tratando de no hacer ruido se puso a buscar un libro. Tomó uno de Julio Verne pero hubo otro que llamó su atención por lo viejo y el mal estado en que se encontraba. Le faltaba la tapa pero pudo ver que era un libro que hablaba sobre la selva misionera. Buscó una página al azar y un escalofrío recorrió su espalda cuando vio que trataba sobre las hormigas. No sabía por qué ese terror irracional había vuelto y lo envolvía otra vez con solo ver la palabra “hormiga”. Febrilmente leyó y se quedó pasmado ante la frase “…es un ser increíble, capaz de comerse un cerdo, una serpiente o hasta una persona por completo si lo hacen en conjunto.”. Cerró los ojos, dejó el libro y volvió a él la imagen del cementerio: las hormigas devorando a la abeja. Nuevamente mareado, se recostó en el sillón esperando que se normalizara su corazón. Luego se encaminó hacia el cuarto donde su padrino guardaba herramientas, abonos y venenos. Leyó las etiquetas y encontró varios venenos para hormigas. El solo hecho de ver la figura de ese bicho en el rótulo del envase hizo que le corriera un escalofrío por el cuerpo. Regresó al living llevando un frasco consigo. Se recostó en el sillón y comenzó a hojear el libro de Julio Verne. Era imposible concentrarse aunque le apasionaba el autor. En algún momento se quedó dormido. Al despertar, tuvo la certeza de que había soñado con esos seres inmundos aunque su mente había bloqueado el sueño impidiéndole recordar.
Por la mañana, luego de desayunar, Gabriel llamó a la escribanía. Concertaron una cita para las cinco de la tarde.
Durante el día estuvo acomodando objetos de su padrino. Algunos los separó para donarlos a la iglesia, otros para llevárselos.
Muy temprano Roberto había ido al pueblo para comprar carne. Cuando regresó, preparó un asado en la parrilla de afuera. Luego del almuerzo, cuando Ana ya había limpiado la vajilla  y Roberto estaba durmiendo la siesta, la pareja salió al patio y se sentaron en unas reposeras de lona debajo de un árbol para leer. Gabriel, su libro de Verne y Ana, sus apuntes de la facultad.
A Gabriel le faltaban dos materias para recibirse de contador y hacía dos años que trabajaba en un estudio contable. Últimamente se había sentido presionado por el estudio. Quería recibirse de una vez para luego empezar con los preparativos de la boda. Si por él hubiera sido, ya estarían conviviendo. Pero Ana soñaba con el vestido blanco y entrar a la iglesia del brazo de su padre. Además estaba el problema de pagar la cuota del geriátrico donde estaba su padre con un avanzado Alzheimer. El sueldo de Gabriel mejoraría un poco al obtener el título.
Estaban sentados afuera, leyendo, cuando el zumbido de una abeja lo distrajo. Espantó al insecto con el libro y miró a Ana que estaba compenetrada en sus apuntes. La vio hermosa con su cabello rojizo y el dedo pulgar sensualmente introducido apenas en su boca. Miró sus piernas cubiertas con ese pantalón blanco que a él tanto le gustaba, cuando algo llamó su atención. Dos hormigas caminaban por la pierna derecha de Ana. Parecían desorientadas porque se movían en círculo.
Solo al verlas, Gabriel comenzó a sentir taquicardia, la lengua seca y una sensación de irrealidad que lo mantenían paralizado.
Cuando reaccionó, tiró el libro y atropelladamente entró corriendo a la casa. Ana quedó estupefacta, y estaba incorporándose cuando Gabriel ya estaba a su lado rociándola con veneno.
— Pero… ¿qué haces?
— Las hormigas…
— ¿Estás loco? ¡Me llenaste de veneno a mí!
— Disculpa —dijo Gabriel en un murmullo imperceptible.
— ¡No lo puedo creer! Me intoxicas a mí por unas hormigas.
— Es que son peligrosas.
— ¿Peligrosas? ¿Peligrosas las hormigas? Y el veneno en mi cuerpo ¿no es peligroso?
Gabriel no contestó. Ana, furiosa, entró en la casa y fue al cuarto de baño para lavarse y cambiarse de ropa.
 Quince minutos más tarde salió del baño más calmada, pensando que la muerte del padrino había alterado a su novio.
Roberto se había levantado de su siesta y estaba preparándose con Gabriel para ir a la oficina del escribano.
Cuando los tres llegaron, éste los hizo pasar de inmediato y le dijo a su cliente que todos los documentos estaban en orden, que el trámite no tardaría demasiado y le extendió a Gabriel unos papeles para que los firmara.
Pero Gabriel estaba absorto, mirando hacia el marco inferior de la ventana que estaba detrás del escribano. Luego de un incómodo silencio, el joven balbuceó:
— Tiene hormigas en la ventana.
—¡Oh sí, sí! Realmente son una plaga imposible de combatir aquí en Misiones. Ni los venenos más modernos pueden con ellas. —dijo el escribano— Las sacan de un lado pero a los pocos días aparecen en otro.
—Son… ¿son peligrosas?
Ana y Roberto lo miraron asombrados y el escribano lanzó una carcajada.
—No, no son peligrosas. Solo son una plaga. Por lo general atacan a las plantas aunque hay algunas que son carnívoras. Verá. —dijo poniéndose más serio— Hace un par de años yo tenía un cerdo que se enfermó. Lo vio el veterinario y le estaba dando un tratamiento. Una mañana lo fui a ver y de él solo quedaban el esqueleto y algunas vísceras. Fue impresionante ver la cantidad de hormigas que rodeaban sus restos. En realidad, todavía tengo dudas. No sé si las hormigas se lo comieron porque lo encontraron muerto o si lo mataron ellas. Porque el cerdo estaba mejorando con la medicación. En fin, sí ¡las hormigas son terribles!
Gabriel no pudo disimular los temblores de su cuerpo pensando en ese bicho inmundo devorando el cerdo, devorando la abeja, tratando de devorar a Ana y luego devorándolo a él mismo.
Roberto desvió la conversación hacia el trámite de la escritura y Gabriel apartó la mirada de la ventana. Con esfuerzo descomunal se levantó de la silla y tendió su mano para saludar al escribano. Le parecía que estaba a años luz de esa habitación.
Al salir, inhaló bocanadas de aire fresco que lo fueron serenando.
Los tres subieron al auto y emprendieron el regreso. Ana hizo una acotación sarcástica:
—Pensándolo bien, después de todo, me salvaste la vida hoy.
Gabriel permaneció en silencio y Roberto frunció el ceño pensando que no debía entrometerse en los códigos de ellos.
Llegaron a la casa y el resto del día transcurrió tranquilo. Roberto y Ana se retiraron temprano a dormir luego de cenar las sobras del mediodía.
Gabriel no tenía sueño y permaneció en el comedor acomodando el estante donde se apilaban algunos libros.
No podía sacarse de la mente las palabras del escribano con respecto a las hormigas, no podía dejar de imaginar al cerdo devorado por un ejército de hormigas. Se sentía nervioso, torpe y varios libros cayeron al piso.
Gabriel era inteligente, sabía qué era lo que le estaba pasando. Había leído y escuchado programas de televisión al respecto. Pensaba que el próximo paso al llegar a Buenos Aires sería consultar a un psiquiatra. No quería contarle a su novia que se creía fóbico porque tenía la débil esperanza de que al retomar su vida normal en la ciudad, los síntomas desaparecieran.  Pensaba que su pánico irracional podía ser transitorio y no deseaba preocupar a Ana.
Cerró los ojos y respiró profundamente tratando de relajarse y apartar los pensamientos que tanto lo torturaban. Fue imposible, la imagen del cerdo y abeja, exánimes ante una multitud de esos bichos negros y asquerosos volvían una y otra vez. Podía sentir como si caminaran por sus piernas y aprisionaran su piel con sus tenazas, arrancando trozo a trozo su carne hasta desaparecer por completo.
El corazón le palpitaba como los redobles de un tambor. Su obsesión era tan poderosa que pensó en salir a dar una vuelta fuera de la casa para ver si había hormigas. Si no veía nada, bien y si veía… y si veía ¡que Dios le ayudase! Tomó el frasco de veneno que escondía debajo del sofá-cama, agarró su linterna y salió.
Afuera la noche era agradable, la temperatura había bajado unos cuantos grados pero el césped estaba mojado, señal de que la humedad permanecía alta. Los grillos cantaban indiferentes a la angustia de Gabriel. Podrían haber formado una buena orquesta, ellos con su canto y él acompañándolos con su tambor.
Gabriel iluminó cada parte del patio y cuando la luz dio contra el zócalo de la casa, las vio. Iban en una prolija peregrinación a… buscarlo a él.
Intentó tragar saliva pero fue en vano, su lengua estaba seca. Quedó paralizado durante unos segundos que a él le parecieron una eternidad  hasta que levantó el frasco de veneno e intentó abrirlo con rapidez haciendo malabares para que no cayera la linterna de sus manos frías y sudorosas hasta que una voz le dijo: “Ni los venenos más modernos pueden con ellas”. Entonces corrió hasta el galpón de su padrino cuidando de no toparse con ninguna hormiga.
Entró, y ayudado por la luz de la linterna, empezó a buscar. Vio el bidón y se cercioró de que su contenido fuera lo que indicaba la etiqueta: “kerosene”. Cuando estaba por salir del galpón se topó con una rata y la apartó de una patada.
Regresó corriendo al patio y se colocó a una distancia prudencial de la hilera de hormigas y desde allí comenzó a rociar con el combustible todo el perímetro de la casa. Luego entró y fue hasta la cocina en busca de fósforos. Se paró en el marco de la puerta y no le importó ver que algunas hormigas ya estaban muertas y otras tambaleándose. Encendió el fósforo y lo arrojó. Vio la llamarada y cerró la puerta. Se sentó en el sillón y esperó a que los latidos de su corazón se fueran normalizando.

 FIN

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