martes, 6 de noviembre de 2012

EL ANILLO

Por Luis Seijas.

Basado en Venganza de Paris Legaz

                                                               Los sesos esparcidos en el suelo le hicieron cagarse. 
                                                               Olor a humo y sangre. Su última visión, 
                                                               un hombre llorando antes de jalar del gatillo.


La puerta del cuarto estaba abierta. Y al oír el primero disparo, la niña abrió los ojos y vio como un segundo disparo, le desaparecía las orejas a su perrito “poky”. Se acurrucó en su cama  y abrazó la almohada.
El hombre que se paseaba por el salón, a la vista de la niña, no hacía más que resoplar  y manchar de rojo todo el piso. Sus manos temblaban y cuando se pasaba la manga de la chaqueta por la boca —que no era su boca, aunque tenía tanto tiempo con esa máscara que la sentía como una segunda piel— el sonido del roce del hule hacía que un escalofrió lo estremeciera.
La niña lo veía desde el cuarto embojotada en su cobija, con los ojos abiertos en par en par. El temblor le empezó desde los pies, el sudor y las lágrimas le irritaban los ojos y con la boca seca gritó: ¡mami, corre, el hombre malo está afuera!. Cuando el reloj dio una campanada, el hombre de la máscara volteó y ladeando un poco la cabeza, se interesó por lo que estaba debajo de esa cobija. Se acercó poco a poco, empuñando la escopeta  con la mano derecha, apartando de una patada el cuerpo de “poky”. Se detuvo en medio del pasillo, resopló por enésima vez y volvió para tomar por los cabellos a la mujer que estaba tirada en el piso junto al sofá y que sollozaba sin parar, la colocó para que, ese par de ojos verdes que eran idénticos a los suyos, los observara. Levantó el arma con lentitud  y disparó… los sesos y la sangre salieron volando por todo el pasillo, dejando tras si una pintura surrealista en las paredes.
La niña —al ver la escena— se le relajaron los esfínteres y una mancha oscura se abrió paso en su pijama. Arrugó su nariz y se quitó la cobija; al notar lo mucho que estaba mojada tanto ella como la cama, se empezó a desvestir. Al alzar de nuevo la cabeza vio al “hombre malo” en la entrada de su cuarto, apuntándola con la escopeta. Su atención se centró en el anillo ostentoso, que éste tenía en el dedo anular de la mano izquierda.
— ¡Papito, papito!, te juro que no me vuelvo a orinar—. Dijo la niña, cerrando los ojos y abriendo los brazos.
            —No, princesa, ya sé que no lo harás más.

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