viernes, 28 de diciembre de 2012

La segunda venida

Los campanilleros

En los cielos cuajados de estrellas,
que ya es nochebuena vamos a cantar,
todos juntos con los pastorcillos llevando jazmines al niño Jesús, 
al niño Jesús, al niño Jesús, 
que ha nacido a mitad de la noche los animalitos le han dado calor.
Van siguiendo un cometa plateado,
que se ha detenido sobre un olivar,
hay luciérnagas revoloteando la escarcha y la luna le van a adorar, 
le van a adorar, le van a adorar,
hay fragancia de los limoneros aunque es pleno invierno florecieron ya.
Se respira un aire distinto en todo la tierra se siente un rumor,
va endulzando a los corazones, 
no saben que lejos ha nacido ya,
ha nacido ya, ha nacido ya, 
por Belén en un pobre establo adoran a un niño, al niño de Dios.

Por Pepe Martinez.


El sonido de la última campanada se aleja en la noche. Otro ciclo y otro mundo.  El polvo se acumula en mi raído manto y mis blancos cabellos luchan por irse con el viento, rebeldes, secos.  Sé que esta no es mi llamada, esta no es mi oportunidad y vuelvo en envolverme en mi piel de cabra para protegerme del intenso vacío del desierto.


Jonah entra feliz, radiante y una ráfaga de arena y guijarros se cuela detrás de él. Me mira con emoción y bendice al aire.


—Abba ¡Lo he sentido! —exclama dando saltitos— Eso que decías; la piel erizada, los ojos a punto del llanto. ¡Creo que lo he conseguido! ¡Soy el campanillero del pueblo!


Y se pone frente al fuego estirando sus manazas para calentarlas. A pesar de lo mucho que lo quiero, guardo un impasible silencio mientras Jonah masculla algunas palabras emocionadas. Él ha sido el mejor hasta ahora. Escucha con paciencia, tiene un alma sencilla, le gusta la leche tibia y guarda silencio cuando me ve dormitar. 

¿Cómo puedo explicarle que no ha sentido nada? ¿Qué eso que sintió no es más que la sonora respuesta a la vibración de la campana?


—Abba, cuéntame esa historia de nuevo —pide Jonah con los ojos en rojo por las llamas del hogar.

Me señalo la seca garganta para hacerle notar que estoy afónico. Se disculpa y me acerca un poco de agua. Sus enormes ojos negros me miran piadosos y yo no puedo hablar, ¡estoy tan cansado!

Le digo que no con un movimiento de cabeza y cierro los ojos, últimamente duermo mucho durante el día y en las noches ando como alma en pena tomando leche y procurando no hacer ruido para no despertar a Jonah, pero esta noche estoy agotado.


Jonah hace un mohín y se retira al fuego tratando de concentrarse, debería dormir. Mañana deberá tocar a las seis de la mañana y ya es tarde. Nuestra insípida cena navideña se ha enfriado y es probable que ahora esté llena de polvo pero al parecer no está hambriento, ¡Ah, la juventud! Él se parece tanto a mí cuando…cuando… no quiero recordar, pero el cúmulo de imágenes y sonidos viene a mi mente como un latigazo.


“Ahí voy, corriendo por las calles atestadas de gente, con la emoción de mi nombramiento y la arena colándose en mis gastadas sandalias y mi túnica enredándose entre mis piernas. Mi madre me había enviado pan y vino para la merienda y el sonido de la gente a mi alrededor me ilumina. Me transforma.  Voy a las afueras del pueblo y tomo mi posición en la atalaya principal, donde todos puedan escucharme y verme estrenar mi puesto, tengo permiso del Maestro así que tendremos una sesión de melodías para festejarlo.


Desde ahí la veo, resplandece como ninguna otra lo ha hecho y me llama, me hipnotiza su candor, y su calor es tan fuerte que pienso que se ha caído. Me quedo embelesado admirando su hermosa luz, cuando caigo en cuenta de que debo dar la alarma ¡Ese es mi trabajo! ¡Esto puede ser un desastre como los de las escrituras y yo aquí parado viendo como las estrellas se caen!”


Me remuevo en mi rincón  al recordar el dolor en el tobillo mientras subía las escaleras de la atalaya, el tirón en mi túnica al pisarla y mi cara dando contra el piso. Mejor evito el recuerdo de la caída y paso a lo asombroso.


“El yo joven trata de levantarse pero la túnica se ha enredado más y la luz me ciega. Tengo que avisar al pueblo, tengo que advertirles, pero mi cuerpo no responde mi tobillo se ha inflamado tanto que no puedo apoyarme. Y entonces lo siento. Ha llegado el Mesías, el salvador, el redentor del mundo. Mi piel se eriza al momento y me siento feliz y tranquilo. La luz pasa y puedo moverme al fin. Subo las escaleras con cuidado y adolorido.


Doy la alarma acompañando cada campanada con gritos de alegría, en un momento tengo al pueblo reunido en la Atalaya, preocupados temerosos.


—No teman —les digo a gritos—. El Mesías ha nacido ¡Ha nacido ya! Y debemos ir a adorarle, allá donde las estrellas se caen, allá donde su madre le acuna. ¡Ha venido a cuidarnos!

Abro las puertas de la fortaleza y los insto a salir y adorarle. ¡Qué felices estábamos todos! ¡Qué esperanzas habían nacido en nuestros corazones!”


El siguiente recuerdo me duele en cada hueso y me ha dolido cada día de mi vida, de mi larga vida.


“Entro a la ciudad en medio de la muchedumbre, sé que han soltado a Barrabás y temo por la seguridad de mi pueblo, no puedo creer lo que mis ojos están viendo, gente que corre, llora, grita y mis entrañas luchan por sostener todo dentro y no vomitar. ¿Cómo es posible? ¡Si hace unos años estábamos felices!


Me tiemblan las manos y tengo una enorme necesidad de apoderarme del campanario del palacio y llamar a la gente hacia mi y pedirles que se detengan y escuchen sus corazones. Pero aquí no tengo el nombramiento y soy un hombre mayor, ya no puedo correr, ya no puedo subir las escaleras como antes y me siento atrapado. Corro dentro de mis fuerzas a la atestada calle principal y veo la pared de seres humanos remolineando alrededor de él, a pesar de los soldados. Mis callosas manos agarran mantos, túnicas y cabellos y aparto a la gente hasta quedar frente a él. Y me suelto en lagrimas y me desgarro las ropas. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué?”


Una rebelde lágrima se escurre por mis arrugadas mejillas y trato de contener un sollozo, no quiero asustar a Jonah, quien devora su porción de cena, el chico está emocionado y no quiero arruinar su glorioso día. Quiero pasar de este penoso recuerdo, pero estoy condenado a repetirlo cada noche.


“Ahí está, frente a mí, malherido y con su frágil cuerpo destrozado a punto de derrumbarse, aparto a uno de los soldados que lo custodian y me acerco a sostenerlo, justo antes de que se desplome en mis brazos, deja caer el madero y alcanza a poner las manos para amortizar el peso. Saco mi zurrón y le ofrezco algo de agua fría. Me agradece con ti tibia mirada.


—Regresaré —me dice en un susurro.

—Te esperaré —contesto ahogando un gemido—. Te lo juro, hasta que vuelvas.

Me mira con intensidad y sonríe un segundo antes de que un latigazo le obligue a levantarse.”


Y aquí estoy esperando. Tantos años esperando, buscando las señales, rogando para que este ciclo termine. He recorrido el mundo tocando campanas aquí y allá, buscando alguien que se quede con mi promesa, alguien que sienta lo que es ser el mensajero. Pero no ha pasado, no ha regresado. Quizás es que la humanidad no es buena ni mala, es simplemente tonta.    

Quiero dormir y no soñar. No quiero volver despertar en otro lado, en otro pueblo, con otro Jonah, en otro 
siglo. Veintiún siglos ya han sido suficientes. 


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