viernes, 19 de julio de 2013

Theresa

Por Claudia Medina Castro.

Adoro ciertas rutinas. Me sostienen en un estado familiar. Las sigo con el placer de saberme distraído, silencioso, despierto.
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Los pájaros de la ciudad, hay que decirlo, son cada vez más.
Me atraen con sus miradas ágiles y furtivas.
Un día seguí a uno por largas cuadras durante unas cuantas horas, hasta que se perdió en una enramada fulera. Di media vuelta y me fui. No daba para más.
A ése mismo (lo reconocí por el leve desvío de su ojo izquierdo), lo vi en la plaza que cruzaba casi a diario, diario en mano, para luego estacionarme en la veredita del bar de la esquina, asoleada y tranquila como todo en esa zona.
Ése, con sus botitas rojas y su pico morado. Ese que me hizo caminar hasta perderme en las callejuelas hasta bien entrada la tarde, cuando ya solo veía un destello azulado.
Volviendo a la parte del bar, inmediatamente después de que pedí lo de siempre, el quía aterrizó enfrente de mí y se sentó con total descaro en la silla desocupada. Estaba como simpática y sonriente, la picarona. Porque noté ahí nomás, debo decirlo también, que era una nena, una fémina, una pajarita. Y que además sabía, tanto como yo, que iba a caer en mis garras (o yo en las suyas… esa parte no ha quedado muy clara).
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Nos miramos mucho, largo y tendido. Le convidé una masita de las que venían con el café y la aceptó, tímida y sensual.
Yo no tenía muchas ganas de hablar. Afortunadamente la comunicación fluyó por canales diferentes. Nos sabíamos presentes y empáticos.
Antes de cada bocado abría sus alas para coquetearme. Y eso me encantaba. Tanto color en un ser tan pequeño me llevaba a lugares inhóspitos de mi débil psiquis, borrando todo vestigio de realidad.
Esas curvas rodeadas por líneas azuladas en un fondo dorado eran exquisitas. Y la visión de sus aterciopeladas axilas me transportaba al edén y al infierno a la vez.
Ella invadía mis sentidos, ahogándome en el deseo de poseerla para siempre en un solo instante. Automáticamente, todo lo demás desaparecía en una nube sin importancia.
Sin tocarnos siquiera, algo en mí empezaba a crecer. Era el efecto del amor por esos ojos pequeños y brillantes. Por esas plumas suaves que enmarcaban deliciosamente el final de su espalda.
Me la llevé. Y la llamé Theresa.
La metí en mi cama y se quedó quieta, muy quieta.
Sentí fundirme en sus colores, perteneciéndonos. Mis latidos se aceleraban a la par de los de ella, que resonaban en mis labios. Sus caricias eran cosquillas que me erizaban entero. Y ni hablar del perfume de su cuello. Era poderosamente embriagador.
Ya no se distinguían los soles de las lunas. Y las agujas de los relojes se derritieron con nuestra pasión.
En alguno de esos instantes eternos me sentí volar con sus alas. El cielo era tan mío como sus entrañas tibias, y el fuego de su lengüita me borraba la visión.
Casi por explotar, sentí sacudones en el pecho que me empujaban a lo que parecía un abismo infinito. Y acabé saltando, sin redes que amortiguaran el porrazo final.
Cuando desperté, después de varios días de inconsciencia, ya no estaba. Y sabía que no iba a volver.
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Si algo me quedó claro en todos estos años atrapado en este loquero es que nunca más podré ir a burdel alguno. Dicen que mi frágil corazón no lo resistiría (aunque a veces me cabe la duda).
En cada sesión psiquiátrica me hacen repetir una y otra vez que aquel impactante abismo del que hablo resultó no ser tan infinito, y que terminé estropeado contra una dura vereda.
Aún así, deambulo por el parque con la esperanza de encontrarla en cada sombra, en cada rama. Tengo todo el tiempo que queda de mi enferma vida para buscarla.
Los enfermeros ya no me dejan subir a la terraza, ésa, la de más arriba. No entienden lo feliz que me hace recordar esas alas doradas… Dicen que mi cuerpo ya no resiste un golpe más.
Yo creo que sigo vivo gracias a sentir, de vez en cuando, aquellos golpes de nuestros corazones latiendo juntos… y a las suaves alas de mi Theresa rodeándome las caderas, queriéndome ver una y otra vez deshecho a sus pies.
Los bochólogos de acá insisten en que note que lo que llamo «pies» eran garras, y que tenían la natural decisión de sacarme de mi complaciente rutina solo para desquiciarme, cosa de féminas nomás.
Sin duda y a pesar de todo, prefiero quedarme con mi versión de la historia. (Como les conté de entrada, adoro ciertas rutinas…)
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13.7.13

El desafío a cumplir era un relato erótico, no pornográfico. Para el protagonista de mi historia lo es. ¿será? J. ¡Gracias por invitarme a pensar!

1 comentario:

  1. Este lo leí ayer pero no lo pude comentar: Realmente genial, alucinante y romàntico, tal vez. Me recordó un poco a metamorfosis en el cielo, también me hizo pensar en los zoófitos y la manera de describir a la pajarota me hizo sentir su atracción o amor? Me gustó.

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