Helena tiene
un mal presentimiento que se hace realidad cuando entra al dormitorio. Sabe que
nunca más podrá borrarse esa imagen de su cabeza. Su adorado Sergio está
acostado en la cama, rodeado de un charco de sangre. Ana permanece sentada a su
lado gimiendo y en una postura rígida, una de sus manos sostiene el revólver.
Cuando nota que Helena está parada al lado de la puerta, le dice: “Llegaste
tarde, queridita. Ya es tarde para todo”. Y empieza a levantar el arma como en
cámara lenta.
Un cálido
día de otoño Ana recibió la noticia. Sus dos únicos hijos estaban en las islas
del sur, donde se había izado la bandera argentina.
Acostumbrada a estar sola desde que enviudó, sus dos hijos no estaban casi nunca en casa; habían elegido la carrera militar. Tony (como el abuelo Antonio) y Sergio parecían mellizos a pesar de la diferencia de dos años de edad. Desde chicos fueron muy unidos. Siempre la misma escuela, los mismos amigos, los deportes y hasta la misma carrera, por supuesto.
Acostumbrada a estar sola desde que enviudó, sus dos hijos no estaban casi nunca en casa; habían elegido la carrera militar. Tony (como el abuelo Antonio) y Sergio parecían mellizos a pesar de la diferencia de dos años de edad. Desde chicos fueron muy unidos. Siempre la misma escuela, los mismos amigos, los deportes y hasta la misma carrera, por supuesto.
Ana
recordaba que cuando eran chicos, Tony se había agarrado la varicela y lo
mantuvo aislado para no contagiar al hermano. Pero Sergio lloraba tanto por no
poder ver a Tony que Ana tuvo que acceder a que lo espiara desde la puerta de
la habitación.
Sergio se zafó y corrió hasta la cama de su hermano y empezó a toquetearle las ampollas. Luego se limpió las lágrimas con las manos y miró a la madre que presenciaba atónita la escena diciéndole: “Si él falta a la escuela, yo también”. Y claro que se pescó la varicela y no fue al colegio, se quedó junto a su hermano.
Sergio se zafó y corrió hasta la cama de su hermano y empezó a toquetearle las ampollas. Luego se limpió las lágrimas con las manos y miró a la madre que presenciaba atónita la escena diciéndole: “Si él falta a la escuela, yo también”. Y claro que se pescó la varicela y no fue al colegio, se quedó junto a su hermano.
Cuando
llegaron a la adolescencia no hubo discrepancias a pesar de que los dos se
enamoraron de Helena, la joven más bonita y dulce del barrio. Helena eligió a
Sergio y así quedó la cosa. Se pusieron de novios.
Una vez,
Sergio habló seriamente con su hermano sobre el asunto. Tony le dijo que no se
preocupara, que lo de él era solo una infatuación estival, que siguiera
tranquilo su relación con Helena porque él tendría que ver qué pasaba con
Alicia, que ya le había tirado varias indirectas y le parecía bastante
atractiva.
El viento ruge implacable en las islas. Los
jóvenes-hombres-soldados no están acostumbrados a las adversidades climáticas,
tampoco están preparados, su ropa no es la adecuada. Pero menos adecuadas son
sus almas. Muchos de ellos no han visto ni tan siquiera una película sobre la
guerra. Otros, sí. Y por eso le temen. Alguien simplemente dio la órden y allí están ellos, con poco o nulo
entrenamiento.
A veces el ruido de los misiles y las balas
es atroz y taladra sus cabezas. Pero por lo menos lo escuchan, señal de que
están vivos.
Los cabos Antonio y Sergio Andrade forman
parte del batallón de infantería Nº 601 y están juntos en la misma misión por
la recuperación de las islas del Atlántico Sur.
Son muy jóvenes y saben poco y nada de
tácticas, el entrenamiento fue casi inexistente.
Sienten mucho frío, al igual que todos los
soldados argentinos, llevan puesto un uniforme delgado. Los más afortunados
llevan un sweater debajo del uniforme. Ya hace más de un mes que están
combatiendo, asesinaron a algunos
enemigos (que vuelven a visitarlos cada vez que duermen) y vieron caer a muchos
colegas.
Sus psiquis son muy frágiles, no están
preparadas para matar y morir, no todavía.
Tienen muchos momentos de debilidad.
—Hermanito, si salimos de esta, me caso con
Helena y nos vamos a vivir con mamá para que no esté sola.
—Yo quiero ser el padrino de la boda —dice
Tony, y luego agrega con la mirada perdida:
—Si me muero, prometéme que vas a cuidar a
mami.
—Te lo prometo. Vos también cuidá a la vieja
si me muero yo.
—¡Por supuesto!
Sus obsoletos FAL no les sirven para
protegerse. En un enfrentamiento, Tony cae herido de muerte. Sergio lo ve desde
donde está atrincherado y corre hacia él por última vez en su vida. Pisa un sector
minado y sus piernas vuelan por el aire desintegrándose.
Sergio despierta en un hospital y cuando
toma conciencia de que su hermano ha muerto y él ya no tiene piernas, sale de
sus entrañas un grito de animal herido que perfora el aire como un misil.
Un mes más
tarde lo llevaron de vuelta a la casa de su madre. Se negó rotundamente a
recibir a su novia cuando lo fue a visitar. Le dijo a Ana que le diera a Helena
una nota que había escrito en un trozo de papel. La misma era muy escueta:
“Nosotros terminamos. Olvidate de mí y rehacé tu vida”.
Helena se marchó acongojada de la casa, pero antes de irse, le dijo a Ana:
Helena se marchó acongojada de la casa, pero antes de irse, le dijo a Ana:
—Lo voy a
esperar igual. Vos avisáme que yo vuelvo cuando él esté mejor.
La mejoría
no llegó nunca, Sergio quedó sumido en una profunda depresión. No quería
sentarse en la silla de ruedas. Pasaba todo el tiempo acostado, vegetando.
Pero aún así
podía ver el sufrimiento de su madre que había perdido un hijo y medio. Quería
terminar con su dolor, con las pesadillas que lo atormentaban todas las noches
sobre la guerra y cómo no pudo auxiliar a su hermano, cómo había terminado convirtiéndose en un inválido. Sobre todo, quería dejar de
ser una carga para su madre.
Habló con
ella una tarde en que le llevó el café con leche a la cama. Le dijo que se
quedara, que le tenía que decir algo muy importante. Ana se sentó en la silla
verde, muy cerca de la cama y miró cómo su hijo revolvía el café con la
cuchara.
— Ma, ¿te
acordás de Tiki?
—Tiki… —dijo
Ana con una sonrisa— ¿cómo olvidarlo? Era mi regalón.
—Sí, fue un
perro increíble. Era puro amor con todos nosotros.
—Prácticamente
ustedes crecieron con él, jugaban y hasta dormía un rato con tu hermano, un
rato con vos. Todavía lo extraño.
—Sí, mamá.
Yo también lo extraño. Pero, ¿a cuál extrañás? ¿Al Tiki que jugaba, que nos
demostraba su cariño, al que nos dio trece años de alegría y compartió nuestros
momentos difíciles; o al Tiki de los dos últimos años que estaba sordo, ciego y
que con las articulaciones atrofiadas lloraba de dolor? ¿A cuál extrañás?
—Es el mismo
perro, pero claro que lo recuerdo cuando estaba bien, era muy duro verlo tan
mal. —Cuando dijo estas últimas palabras se dio cuenta de que se metía en un
terreno peligroso.
—Ma, es una
gran cosa la eutanasia.
Los ojos de
Ana brillaron. La noche anterior había llamado a Helena que vivía ahora a unos
cien kilómetros de distancia. Su hijo estaba cada vez más deprimido y pensaba
que tal vez ella pudiera sacarlo de esa apatía. La joven prometió ir enseguida,
pero hasta el momento, no había llegado.
—Sergio, ¿a
dónde querés llegar con esta conversación?
—¿A dónde
quiero llegar? A no sufrir más, mamá. A no hacerte sufrir más a vos. Mamá:
estoy acabado, tengo veinticuatro años y estoy acabado. A la larga o a la corta
me voy a morir, ¿para qué prolongar más esta agonía? Agonizo yo, agonizás vos,
mamá. Tiki agonizaba e hicimos una obra de bien llevándolo a sacrificar. No era
justo que un perro tan noble y bueno padeciera de esa manera. Mamá… esto sería
lo mismo, una obra de bien, un acto de amor, me estarías evitando más
sufrimientos. Solo te pido que me des el revólver, yo lo voy a hacer. Sé que va
a ser traumático para vos por un tiempo, pero creéme que es la decisión
correcta y lo que yo deseo.
Sin decir
nada, Ana salió violentamente de la habitación de su hijo y se encerró en su
cuarto. Empezó a arañarse las manos. Ya no había lágrimas, las había gastado
todas.
Pasó un par
de horas así, sentada, pensando. Tomó el arma que estaba en el cajón de su mesa
de luz. En ese momento, el micro que traía a Helena estaba arribando a la
terminal. No había conseguido pasaje para los dos que salieron antes.
Pero Ana ya
no se acordaba de ella. Entró en la habitación de su hijo, cada paso le costaba
como si tuviera los pies de plomo.
Cuando
Sergio la vio con el arma en la mano, se le iluminó la mirada y le dijo:
—Gracias,
gracias mamá. Sé que esto te cuesta una enormidad, pero estás haciendo lo
correcto. Es lo mejor que podrías hacer por mí. Sos una excelente madre, mamá.
Siempre lo fuiste. Te amo.
Ana se tiró
sobre la cama y abrazó a su hijo, él tomó el revólver de entre sus manos y besó
su rostro con suavidad.
“Llegaste
tarde queridita, ya es tarde para todo” —dijo Ana a la conmocionada Helena. que
miraba con horror el cadáver de su novio; luego levantó el arma y apretó el
gatillo.
Increíblemente bueno!!!
ResponderEliminarExpone los frutos de la guerra. Traficantes de armas y drogas comercian con la sangre de inocentes. La guerra debería ser tan ilegal como los duelos.
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