lunes, 27 de octubre de 2014

Los tres chiflados

Por Robe Ferrer.

       Larry Fine nace en Filadelfia en 1902. Hijo de dos equilibristas de circo, es el menor de cuatro hermanos.
Desde bien pequeño le atrajo la profesión de cómico, debido a que se crió en el circo. Con solo dos años ya participaba en los espectáculos en el número de los payasos. Salía paseando a un pequeño caniche, al cual enredaba su cuerda alrededor de los pies de sus compañeros para hacerlos caer y así arrancar las carcajadas del público.
Siempre lo tuvo muy claro, su vida iba a estar ligada al circo y a hacer reír a la gente.
Con el paso de los años se le iban ocurriendo bromas graciosas que mejoraran el número y que le dieran otro aire distinto. Repetir las mismas gracias año tras año en las mismas ciudades hacía que el público se aburriera y dejase de ir a sus funciones. Suya fue la idea de rociar a sus compañeros con agua cuando olían una falsa flor que portaba en su solapa o estampar un pastel en la cara de otro payaso. Ideas que posteriormente sus compañeros trasladaron a otros circos cuando el suyo se vio obligado al cierre.
En agosto de 1921 una desgracia cayó sobre el joven Fine. Comenzaba la feria de la cosecha de Maine y el circo había preparado un nuevo espectáculo. Los payasos se iban a enfrentar a un león, al que previamente le habían administrado sedantes y no se movía de su sitio. Los payasos salían con látigos y aros para que el león pasara a través de él. Como el león no hacía otra cosa que dormitar, los payasos hacían de leones y saltaban por el aro, se subían a banquetas e imitaban el comportamiento del animal. El número fue un gran éxito durante la primera semana de la feria.
El día de descanso, el león atacó a su cuidador cuando iba a limpiarle la jaula y escapó, sembrando el pánico en el recinto. Tras matar al cuidador de un zarpazo en el cuello, se lanzó sobre los ponis que tenían los payasos para su número de Buffalo Bill. Larry, al igual que el resto de sus compañeros de espectáculo, acudió a auxiliar a los equinos. Sin saber cómo había sucedido, Larry Fine se encontró arrinconado por el león.
La intervención de su familia acróbata (The Flying Fines) evitó la muerte del muchacho, aunque el precio fue demasiado alto. La mayor de sus hermanas recibió un zarpazo en la cara que le arrancó la mejilla izquierda y le hizo perder la visión de aquel ojo. Su padre murió cuando el león se lanzó sobre él y le aplastó la caja torácica con su peso antes de destrozarle el cuello y el hombro derechos a dentelladas.
El presentador del espectáculo llegó unos instantes después y descargo su escopeta contra el animal, que cayó mortalmente herido.
La tragedia acabó con dos fallecidos, seis heridos leves y tres graves. Las autoridades le retiraron al propietario la licencia circense y le impusieron una fuerte multa por el uso de animales salvajes sin autorización, lo que provocó la quiebra del empresario y el forzoso cierre.
Los meses siguientes la familia Fine intentó buscarse la vida realizando trabajos de ayuda a granjeros del lugar a cambio de comida y techo, pero las cosechas se estaban acabando y la proximidad del invierno hacía que los campesinos no pudieran emplearlos.
En 1925, tras varios años de aceptar pequeños papeles en comedias locales, se une a los hermanos Howard en lo que se convierte en el trío de humor más conocido de los siguientes veinte años.
Corría el año 1939 cuando en Europa se desencadenaba otra gran guerra. El Tercer Reich alemán invadía Polonia. Aquello produjo la declaración de guerra por parte de Francia y el Imperio Británico.

7 de diciembre de 1941. Las tropas japonesas atacan la base de Pearl Harbor. Al día siguiente los Estados Unidos de América declaraban la guerra al Imperio del Japón y la vida de Larry Fine cambiaba por segunda vez.
Su hijo Larry Fine Jr. moría en aquel ataque. Al igual que su país, Larry Fine le declaró la guerra a los japoneses. Sin pensárselo dos veces, y en contra de la opinión de su esposa, se alistó como voluntario junto con sus dos amigos Moe y Curly.
Tras varios años gloriosos de batalla, los tres cómicos se licenciaron con honores habiendo cumplido con su patria.
Más de cien cortos y veinte largometrajes avalan la carrera de Fine.
En 1975 fallece en California, pocos meses antes que su amigo Moe.

Moe Howard nace en Nueva York en 1897. Crece junto a su hermano Shemp, con el que más tarde formaría el germen de lo que serían los Tres Chiflados.
Debido a las calamidades económicas que atravesó su familia, Moe tuvo que ayudar con las labores del campo a sus padres, al igual que ya hacían sus hermanos mayores.
En 1915, la Gran Guerra o Primera Guerra Mundial, como posteriormente fue conocida, se llevó la vida de dos sus hermanos mayores y dejó parcialmente ciego del ojo derecho a su hermano Shemp. Al cumplir 21 años y con ellos alcanzar la mayoría de edad, se alistó en el ejercito para combatir, sin embargo, pocos días después la guerra finalizó y no entró en batalla.
Cuando se licenció, se dedicó a la electricidad durante algunos años, hasta que en 1921, su hermano Shemp le propuso formar un dúo cómico y actuar por las ferias locales. Al principio a Moe no le pareció una buena idea, pero su hermano le convenció con el argumento de que en la guerra había visto sufrir tanto a la gente que habían perdido hasta la sonrisa y que él intentaba arrancársela a los niños con algún truco. Que ni los niños ni los adultos deberían olvidarse de reír ya que la risa era el motor del mundo.
Así fue como pasados los años, y de casualidad conocieron a Larry Fine en un espectáculo en la Feria de la Cosecha de Oklahoma. Tanto Fine como los hermanos Howard participaban con un número cómico. Tan prendados se quedaron de las respectivas actuaciones, que finalizada la jornada se reunieron en una taberna de la ciudad. Bebieron cerveza, charlaron y no dejaron de comentar las bromas del espectáculo.
Shemp escuchó que alguien que había en la taberna le preguntaba al tabernero “¿De qué ríen?” a lo que el mesero respondió “No lo sé. Están los tres chiflados”. De ahí le vino la idea de ponerse aquel nombre artístico que arrastraron toda su vida.
Fue en 1934 cuando Shemp dejó la formación para dedicarse al jazz y Moe Howard propuso la entrada de su hermano pequeño Curly, quedando así la formación definitiva con la que llegaron los éxitos televisivos.
Moe se casó con Hanna Sherman en 1925 y fue padre de tres niñas, las cuales nunca quisieron seguir los pasos de su padre. En 1942, cuando él se encontraba luchando por su país en la Segunda Guerra Mundial, su esposa fallecía de una embolia cerebral. Sus tres hijas nunca le perdonaron que él no estuviera a su lado y rompieron toda relación con Moe.
A finales de la década de los 40, contrajo matrimonio con la también actriz Carla Wayne con la que tuvo un hijo.
Retirado de los escenarios, Moe encontró entretenimiento en la papiroflexia y en las emisoras de radioaficionado con las que se comunicaba con su amigo Larry.
Desde la muerte de Fine, comienza a mezclar medicamentos con alcohol hasta que en Mayo de ese año fallece por sobredosis de ansiolíticos.

Curly Howard nació en Brooklyn en 1903. El pequeño de los Howard sobrevivió a una dura enfermedad que lo mantuvo en cama desde que apenas era un bebé hasta los cuatro años de edad, por lo que tuvo un importante retraso en sus funciones motoras. Tras ser infructuosas todas las técnicas conocidas hasta el momento, el Dr. Chang decidió probar con una novedosa técnica basada en la aplicación de radio al paciente.
Gracias a la idea del doctor, Curly sobrevivió a la enfermedad y adquirió las habilidades motoras que tenía que tener y con seis años era como cualquier otro niño de su edad.
Las sesiones con radio le habían dañado algunas funciones de su cuerpo, como el crecimiento del pelo y de las uñas, que le crecían mucho más lento que a cualquier otra persona. Por el contrario, le habían conferido un gran poder de regeneración de las heridas. Lo que para un hombre normal era una herida que tardaría una semana en cicatrizar, a él se le curaba en apenas un día.
Fascinado por la ciencia que le había salvado la vida, decidió estudiar química en la universidad de Nueva York, en la que se licenció con matrícula de honor.
Durante su juventud trabajó en algunos laboratorios de una gran compañía, pero nunca pudo realizar sus propios proyectos de investigación con radio. Siempre obtenía la misma respuesta: la partida presupuestaria era escasa para destinarla a experimentos que no habían sido aprobados por la junta directiva.
Harto de escuchar una negativa tras otra, con treinta años abandonó su trabajo para montar su propio laboratorio. Sin embargo, no consiguió los permisos gubernamentales necesarios para las investigaciones con isótopos de radio.
Un año después, su hermano Moe le propone ocupar el puesto que deja en el grupo cómico su hermano mayor Shemp. Sin pensárselo dos veces, Curly acepta la proposición y empieza la etapa más gloriosa de su vida.
Durante los diez primeros años los éxitos se van sucediendo en todos los campos; en el laborar con numerosos cortos y varios largometrajes, en la financiera con un incremento considerable de su patrimonio y en la sentimental con numerosos romances, aunque nunca pasó por el altar.
Con la oscarizada Katharine Hepburn mantuvo una relación amorosa de tres años que finalizó cuando en el rodaje de “Sueños de juventud” la actriz se fuga con el director de la película.
Posteriormente, conoció a Vivien Leigh durante el rodaje de “Lo que el viento se llevó”, película en la que Curly tenía un papel secundario, que nunca llegó a interpretar por decisión del productor. Con Leigh entabló algo más que amistad, que finalizó cuando Curly Howard se alistó para combatir en la Segunda Guerra Mundial.
De regreso a los Estados Unidos, se dejó ver con Ava Gardner y nuevamente con Vivien Leigh, pero esta última relación no duró más de dos meses, después de la cual se le relacionó con una desconocida joven llamada Norma Jeane Mortenson.
La relación con Norma Morteson duró cerca dos años, cuando la joven dio el salto a la gran pantalla con el sobrenombre de Marilyn Monroe. Entonces Curly no pudo soportar que aquella, hasta entonces, desconocida tuviera más éxito que él y rompió su romance.
Desde ese momento, y con el gusanillo que la Segunda Guerra Mundial había despertado en su interior, se dedicó plenamente a la carrera militar, participando en diversas misiones de espionaje en la Guerra Fría y en asaltos a varios establecimientos del ejército ruso en la Guerra de Corea.
Fue en dicha guerra donde comenzó a sufrir brotes esquizofrénicos, que le obligaron a trasladarse de nuevo a los Estados Unidos. Allí, los doctores del North Hollywood Hospital and Sanatorium avisaron a sus familiares que Curly había comenzado a causar problemas y que lo conveniente sería internarlo en una institución mental, a lo que Moe se opuso.
Durante el rodaje de “He coocked his goose”, Moe recibió el aviso de que su hermano había sido internado en el hospital Valdy View Sanitarium, donde fallecería algunos días después por una hemorragia cerebral masiva.

A pesar de haber tenido vidas tan dispares y desgracias de todo tipo, Moe, Curly y Larry supieron hacer reír a todo Estados Unidos y a países de América Latina como México, Venezuela, Paraguay o Argentina (donde tienen dedicado el museo más grande en Iberoamérica).
En 1983, por fin tuvieron el reconocimiento que se merecían y se consagró en su honor una estrella en el Paseo de la Fama.


– FIN –


Consigna: escribir una biografía ficticia sobre la vida de los actores de «Los tres chiflados».


El atleta

Por Vanesa Ian.

Ramiro se consideraba un chico normal, del montón, uno más en la gran urbe que era la escuela. Claro, que los demás, no lo veían de ese modo; para los demás era Skeletor, Fideo, Radiografía, Patas de tero, Alambre, y cuanto sobrenombre imaginen. Siempre fue muy buen alumno, destacaba en materias como literatura, le encantaba leer y, en los recreos, podía vérselo en el rincón más alejado siempre con un libro en la mano. No tenía amigos, sus únicos amigos eran los libros. Era un buen muchacho, un poco retraído, nunca se metía con nadie, pero bueno… después de tanto tiempo de bromas pesadas, golpes y bullying continuos, la palabra “bueno” resulta bastante efímera.
Jamás disfrutó de ninguna clase de educación física, si bien él era bastante atlético y corría como si se lo llevara el mismo demonio, los deportes de equipo no eran lo suyo. Odiaba con toda su alma los días en que había fútbol; él podría ser muy veloz, pero era pésimo en ese deporte, por lo que siempre terminaba en el arco, y no por buen arquero, todo lo contrario, pero en algún puesto tenían que ubicarlo, aunque el mismo entrenador se riera de él a sus espaldas. En ese momento de la clase, era llamado Clemente*. Detestaba ese apodo, cada vez que era llamado así, se veía gritándoles en la cara a sus verdugos: ¡Dejá que te ponga una mano encima, hijo de puta! ¡A ver si me podés seguir diciendo Clemente! Claro, eso solo ocurría en sus fantasías más secretas, pero como lo disfrutaba…
El día que se jugó el torneo intercolegial, su equipo competía con un curso del turno tarde. Ese día fue histórico y también lo hubiera sido el castigo recibido de manos de sus compañeros, si la suerte no lo hubiera acompañado. Perdieron vergonzosamente, el marcador indicaba la derrota diciendo: 9-1. El pobre de Ramiro sabía lo que le esperaba, por eso, cuando terminó el partido, no fue directamente al vestuario. Rodeó el campo de deportes de la escuela y se quedó un rato bajo las gradas del lado oeste. Se tiró sobre un montículo de hojas secas y pensó: Si me agarran ahora me matan, si logro ocultarme hasta la noche, quizás mañana se olviden o se les pase un poco, no tienen mucho cerebro que digamos y para lo único que sirven es para correr como simios tras un objeto esférico o para alentar a otros once monos que hacen lo mismo que ellos, pero que juntan el dinero con palas. Si logro quedarme aquí sin que me descubran, por la noche saltaré la reja y me iré a casa.
Al rato, empezó a dormitar y soñó. Era un sueño de observación, en él se veía a si mismo corriendo como un rayo en la pista de atletismo, sus verdugos iban tras él, pero nunca podían alcanzarlo. Hasta a Alexis, que era el mejor de todos y siempre se llevaba los elogios del entrenador, le sacaba diez metros como mínimo. Cuando estaba por cruzar la línea de llegada, un sacudón fuerte lo despertó y lo primero que vio, fue la horrible cara de Marcelo, el peor de todos.
—¡Acá está Clemente, chicos! —gritó— Y ahora vas a ver lo que es bueno, manco de mierda.
Lo tenía agarrado por los brazos, cuando Ramiro giró su cabeza, vio que venían siete u ocho de sus compañeros hacia donde él estaba. Venían como buitres. Sintió miedo, entonces hizo lo único que se le ocurrió.
—¡Entrenador, aquí! —gritó mintiendo.
—¿Pero dónde…?
Aprovechó la confusión de su agresor, soltó sus manos y lo golpeó en la cara. Era un golpe mal dado, un golpe de nenita, pero sirvió. Se zafó y empezó a correr.

*Clemente es un personaje de historieta argentino que carece de brazos.
 
Bordeó las gradas y atravesó el campo de deportes como un animal desbocado. Corrió como alma que lleva el diablo, mientras la poca gente que quedaba lo miraba extrañada, entre ellos, estaba el entrenador.
El entrenador, que no era ningún tonto, sabía lo que pasaba. Según él, había cosas que había que dejarlas tal cual estaban, eran el balance perfecto dentro de una institución. Hasta los animales tenían la misma conducta, siempre el más fuerte, se aprovechaba del más débil. Claro, que cuando las cosas pasaban de castaño claro a castaño oscuro, ahí es cuando dejaba de hacer la vista gorda y una luz de alarma se encendía en su interior. No iba a permitir que pasaran de las habituales bromas a los golpes físicos, los golpes que contaban, para él, solo eran los psicológicos y hasta creía, en lo más profundo de ser, que eran beneficiosos; a la larga endurecían el carácter y formaban a las personas, en particular, ese tipo de personas, con tan poca actitud y que vivían encerrados entre las páginas de un libro. Pero no iba a dejar que pusieran en duda su condición de entrenador, si querían lastimarlo, que lo hicieran afuera, no adentro de la escuela. Hasta acá habían llegado, ver a un chico correr de esa forma anta la vista del rector, no se podía permitir.
Al otro día Ramiro puso el despertador más temprano, quería llegar a la escuela antes que sus agresores, menuda sorpresa se llevó, cuando en los escalones de la entrada, estaba el entrenador y con cara de pocos amigos.
—Buen día, entrenador —saludó.
—Hola Ramiro, te estaba esperando a vos —contestó.
—¿A mí?
—Sí, hijo. Vamos a mí oficina.
Los peores presentimientos rondaban por la cabeza de Ramiro, jamás en su vida esperó lo que a continuación le dijo el entrenador.
—Te vi ayer como corrías, me sorprendiste —dijo.
—Lo que pasa entrenador, es que ayer ehh —titubeó Ramiro.
—Nada de eso, Ramiro —se apresuró a decir el entrenador, moviendo sus manos en un gesto de darle poca importancia—. Lo que quiero decirte, es que el año que viene, esta escuela incorporará el atletismo en su currícula y me interesaría mucho incluirte. Podría prepararte lo que resta de este año y podrías estar compitiendo el año que viene ¿qué te parece?
Ramiro estaba estupefacto, por fin se sacaría de encima a esos malditos, era un sueño hecho realidad. Recordó vagamente el sueño que había tenido la tarde anterior, mientras se escondía.
—Puedo esperar a que lo pienses, hijo. Pero permitime decirte que sería la mejor decisión que podrías tomar —concluyó ansioso.
—Sí, ehh entrenador, me gustaría mucho, lo único ehhh, es que nunca me preparé, yo siempre corrí rápido.
—No te preocupes por eso, yo te prepararía con mucho gusto Ramiro, ¿qué hago, entonces? ¿te anoto para el año que viene?
—Sí, gracias entrenador, en esta, no lo defraudaré…espero —contestó con una sonrisa.
—No lo harás, hijo.
Se sentía feliz, nunca pensó que él entrenador podría llegar a pensar en él como un deportista, sabía que era veloz, pero jamás pensó que serviría para un deporte; el único deporte que había practicado en su vida, era huir para que no lo maten ¿y qué había hecho él para merecer eso? No lo sabía. Era el loser de toda la escuela y siempre lo había sido, como si nacer con cara de rata ahogada y cuerpo de lombriz, hubiese sido su elección. En las únicas competencias que había asistido y ganado siempre, eran las de ortografía, gramática y literatura. Lo raro era esto, muy raro.
Estuvo toda la mañana queriendo hacer correr al reloj, no veía la hora de llegar a su casa para contárselo a sus padres. En cada recreo se iba a la biblioteca, ahí pasaba sus ratos más mágicos, pero esta vez solo lo hizo para ocultarse de sus compañeros; igual, no se podía concentrar en la lectura, en su cabeza solo había una palabra, ATLETISMO, y así la veía, en mayúsculas; eso también era algo nuevo para él. Cuando sonó el timbre de salida fue el primero en salir. Corrió hasta su casa, que quedaba a unas diez cuadras y se tomó el tiempo, nada mal, pensó. Cuando lo contó a su familia y vio la cara de felicidad de su padre, supo que había hecho lo correcto. Nunca en su vida había tomado una decisión, sin antes consultarla con sus padres, esta era la primera. Libre albedrío, pensó saboreando cada letra, hermosas palabras.
El tiempo siguió su curso y Ramiro comenzó con el entrenamiento. Eran unos pocos, solo unos cinco chicos de cursos mezclados, a nadie le gustaba la idea del sacrificio en sí mismo y eso era el atletismo, sacrificio. No había un equipo ganador, solo dependías de vos mismo, no había tampoco a quien culpar, todo dependía de uno. Para el solitario y freak de Ramiro, eso era lo ideal. El entrenador le enseñó como alimentarse y como respirar; su cuerpo comenzó a cambiar y descubrió músculos que no creía que existieran dentro de él.
Terminó el año escolar y Ramiro siguió entrenando. Nada podía hacer que pare, ni siquiera su madre, cuando le preguntó si no creía que había bajado un poco sus notas por dedicarle demasiado tiempo al deporte. Él, realmente disfrutaba de esto. Pero de lo que más disfrutaba, era ver la cara de odio de sus compañeros cuando corrió la primera competencia, y ganó. Cuando empezara el siguiente año correría para las nacionales y se había propuesto ser el mejor, no de su escuela, sino del país. En los pasillos ya nadie lo molestaba ni usaba alias infames para él, pasó de ser Clemente a ser llamado “Bolt”, como el mejor atleta olímpico.
Como todo perdedor nato, Ramiro menospreció a sus enemigos. Creyó que ahora, que ya no les estorbaba en sus partidos de fútbol, no le tendrían tanta bronca y hasta esperó que lo felicitaran, después de todo, él era igual que ellos, un deportista. Nunca siquiera supuso, que se estaban reuniendo, en ese mismo momento, en el galpón del padre de Marcelo. Ahí había grandes cantidades de fibra de vidrio, que Don Arrnaldo usaba como material aislante en su trabajo.
El grupo nefasto, con Marcelo a la cabeza, fueron a las dos de la tarde, cuando Don Arnaldo dormía la siesta. Marcelo se calzó los guantes y robó una buena cantidad de fibra de vidrio, la que colocó en una caja con sumo cuidado.
De ahí se fueron hasta la casa de Alexis a ver videos tutoriales de internet. La idea se le ocurrió a Marcelo viendo pavadas por la web.
—¿Vieron? Esto no puede fallar —dijo Marcelo, mientras miraban absortos el video.
—¿No te parece que será demasiado? ¿y si en vez de hacerlo nosotros lo compramos en la tienda de chascos? —preguntó Martín, ya no le estaba gustando nada lo que veía, ya pasaba de la simple broma para él.
—No —dijo rotundamente Marcelo—, el de la tienda de chascos es para nenitos, no le hará nada.
—¿Y si lo lastima? Ahí dice que ese material es peligroso.
—¿Y si lo lastima? —se burló Marcelo con voz de falsete— si lo lastima mejor, Martín.
Y se pusieron manos a la obra.
La maravillosa idea de Marcelo, consistía en ponerle polvos picapica en las zapatillas de Ramiro, el día que corriera para las nacionales. No el de la tienda de chascos, que era para nenitos y solo picaba un poco; el del tutorial de internet era mejor, ese prometía escozor, dermatitis y gran irritación; con ese, abandonaría la carrera.
Llegó el día de las competencias nacionales, y Ramiro, que se había preparado durante meses, sentía una gran tranquilidad. Sabía que su promedio de tiempo era el mejor de todos los demás competidores, sabía que ganaría. Un gran abanico de posibilidades se abría ante él, su meta, ahora, eran las olimpíadas. Soñaba en grande, ¿y quién podía juzgarlo?, pasó de ser el nerd y el perdedor, a ser la promesa de la escuela y todos lo respetaban, hasta algunas chicas querían estar con él, y eso ya era lo máximo.
Llegaron al circuito, su padre, su madre y él. Después de muchos besos de su madre y de deseos de suerte de su padre, Ramiro, con su bolso deportivo, fue a cambiarse al vestuario, mientras sus padres ocupaban el primer lugar en las gradas. El vestuario era un caos, sacó toda su ropa y las zapatillas y empezó a vestirse. En eso, entraron Marcelo y su grupo. Lo rodearon todos y fue Alexis el encargado de hablar.
—Vinimos a desearte suerte Ramiro, ¿sin rencores?, ahora nos representas a todos, seamos amigos.
—Gracias chicos no los voy a defraudar, ya van a ver —contestó Ramiro en un éxtasis de felicidad.
            Le dieron todos la mano y se fueron a ocupar un lugar en las gradas. Nadie vio, que mientras rodeaban a Ramiro y hablaban con él, Marcelo se agachó y puso los polvos picapica dentro de las zapatillas. Llegó el entrenador y les dijo a todos que se apuraran, solo tenían cinco minutos.
Cuando se acomodó en su carril de largada, Ramiro saludó a sus padres y a sus amigos de la escuela que habían ido a verlo. Sintió un a ligera picazón en sus pies, pero no le dio importancia, solo nervios, pensó. Y largaron…
Ramiro sacó rápidamente una gran ventaja, su ritmo era muy bueno, daba gusto verlo correr. Pero algo andaba mal, sus pies, que habían empezado picándole solo un poco, ahora le estaban ardiendo mucho, no lo dejaban concentrarse en la carrera. Después comenzaron a quemarle, casi podía imaginar volutas de humo saliendo de sus zapatillas. En ese momento, trastabilló un poco y casi cae, perdió algo de ventaja pero continuó. Su mente era un torbellino, quería parar pero no se lo permitió, ahí fue cuando creyó entender lo que había pasado. Un odio profundo se apoderó de él, y cuando sintió que más adrenalina era segregada por su cuerpo, le dio la bienvenida y la usó para seguir. Ahora era una máquina sin sentimientos, llegaría a la meta y ganaría aunque tenga que hacerlo con dos muñones. Recordó vagamente un libro que había leído hacía unos años, “La larga marcha”, al lado de eso, pensó, esto no es nada. Y siguió a pesar que ya sentía los pies mojados y no creía que fuese sudor. Estaba seguro de que era sangre y él estaba chapoteando en ella. Quedaban los últimos cien metros y aunque Ramiro sintió que eran mil, siguió... Ya sentía el aliento de su competidor tras él, no estaba cansado, solo eran sus pies lo que lo estaban matando, trató de no pensar en ellos. El libre albedrío es una puta trampa, pensó. Cuando vio que la meta se acercaba, un segundo aire llegó a él y corrió desbocado, como lo había hecho el año anterior, para escapar de sus verdugos. Cruzó la meta, como alma que lleva el diablo… y ganó.
Al día siguiente salió en todos los diarios de país, no solo por haber ganado las nacionales, sino también, por su gran hazaña. En uno de ellos decía: Atleta gana la competencia a pesar de cruel broma jugada por sus compañeros, los ocho bromistas terminaron expulsados.
Ahora Ramiro sigue entrenando, su próximo objetivo son las olimpíadas y sus libros siguen con él; cuando relee uno, es como reencontrarse con viejos amigos. A veces, solo a veces, el mundo gira y da una vuelta en favor de chicos como Ramiro. A veces, los astros se alinean, le guiñan un ojo al universo y una buena estrella acompaña el camino de un perdedor, solo a veces.


– FIN –


Consigna: escribir un relato que transcurra en el ámbito deportivo, con el deporte elegido como base principal.


Mientras corríamos

Por Sergio Bonavida Ponce.

Comencé a correr a la edad de veinte años. Por aquel entonces mi forma corporal era más bien redonda y según palabras de mi doctor "debía adelgazar".  Dieta y deporte. Así fue como comencé a correr, o en nuestra jerga, a hacer running.
En seis meses había conseguido adelgazar doce kilos. Mi compromiso con este deporte era tan grande que incluso me inscribí en la federación de corredores. Y aprovechando aquel arrebatador ímpetu, ese año me apunté a la Carrera de San Cipriano, es esta una famosa carrera popular patrocinada por el ayuntamiento de mi ciudad.
Aquel evento deportivo me ilusionaba mucho. Me entrené a conciencia. Intercambiaba ejercicios de cardio y musculación entre semana y semana. Con mi recién adquirido pulsómetro , regalo de mis padres, regulaba con ardiente interés la intensidad de mi latido y revisaba con asiduidad el histograma y los históricos.
En la federación me asignaron un número de dorsal. El 1008. Con ese último paso ya estaba listo para correr.
El día de la carrera estaba muy nervioso. Una cantidad ingente de personas se agolpaba detrás de nosotros. Por suerte los federados nos situábamos quinientos metros más adelante de la salida oficial, bien separados de aquella turba humana. Entonces me fijé en ella. Una corredora guapísima. Llevaba unas mallas verdes ajustadas que realzaban su trasero. Su pelo largo lo llevaba recogido en una curiosa coleta trenzada en forma de zigzag. Y un rostro precioso, como la guinda en el pastel, finalizaba obra de arte de que era aquella mujer.
No pude recrearme mucho pues por los altavoces dieron paso a la emocionante cuenta atrás. 5...4...3...2...1...Listos. Salida. Salida. Chillaba el comentarista mientras seguía contando anécdotas sobre años anteriores. Pude escuchar el griterío humano a espaldas nuestras. Sin darme la vuelta comencé a correr a un buen ritmo pero sin esforzarme. Cuando consiguiera encontrar mi ritmo de carrera podría intentar acelerar un poco. La chica, la de la trenza en zigzag y mallas verdes, iba un poco más adelante que yo. ¡Oh! Entonces me  fijé en su dorsal. El 1007. Teníamos números consecutivos. Yo el 1008 y ella el 1007. Aquella especie de tonto azar me hizo sentir algo, y aunque intenté centrar todo mi esfuerzo muscular y mental en la carrera, mi vista no podía apartarse del bonito cuerpo que lucía aquel dorsal 1007. En un vano intento de hombría realicé un esfuerzo y la adelanté. Quería que viera mi dorsal. Si se sorprendió o se dio cuenta de aquella casualidad numérica yo no lo noté. Llegamos casi a la par a la meta. Aunque si debo ser sincero me ganó ella. Sin embargo, se desvaneció entre la muchedumbre, supongo que de vuelta a su casa, y yo hice lo propio, no sin una cierta amargura dentro de mí.
Al año siguiente me apunté por segunda vez a la misma carrera popular con unos conocidos de la universidad que poseían la misma afición que yo. Remoloneando por la exigua salida de corredores federados buscaba con desenfreno el dorsal 1007. Y allí estaba. Pero en aquel momento la voz en megafonía del asiduo comentarista dio paso a la salida. Mi grupo no se tomaba muy en serio la carrera, así que los dejé atrás. La chica del pelo en zigzag había mejorado, su ritmo era ligeramente mejor que el del año pasado. Marchaba sola. Aquella segunda vez estuvimos peleando por cada palmo de terreno. Evitando arcenes y las botellas de plástico que lanzaban los otros corredores. Un corredor sabe que cualquier mal paso puede dar al traste con una brillante actuación. Pero lo que me tenía realmente aturdido era el vaivén de aquellas caderas hipnotizadoras. Esa visión entorpecía mis pensamientos y no ayudaba para nada en mi concentración, e incluso en un leve momento de distracción tuve que reprimir el inicio de una erección. El dorsal 1007 volvió a ganarme la carrera. A una distancia prudencial pude observarla, anegando su sudor con su mano. Y en aquel instante, sorpresa, su mirada se clavó en mí. Estaba mirándome fijamente. El corazón me latió con fuerza acusando el esfuerzo. Deseaba iniciar una conversación con aquella chica. Levanté la mano y la saludé, ella hizo lo mismo señalándose su dorsal y después señalando el mío. Aquel gesto me dio a entender que ella también se había dado cuenta de la consecución de los números. Pero de repente aparecieron mis conocidos de la universidad y me zambullí en aquel clima de camadería. Desgraciadamente aquello ocasionó perderla nuevamente de vista.
Entre el segundo y tercer año comencé a salir con una chica de la universidad. Era muy bella y simpática. Pero no le gustaba el running. Y el tiempo pasó...
La tercera carrera popular de San Cipriano estaba próxima. Sólo un par de días me separaban de aquel ansiado evento. Mi novia insistió en esperarme al final de la línea de meta. Yo no estaba del todo seguro de querer aquello. La noche anterior a la carrera un leve recuerdo de la chica del dorsal 1007 me desveló. Y aunque en aquel año debo reconocer que me había olvidado de ella, la cercanía de la carrera, reavivó los recuerdos de años anteriores. El día de la carrera vi aquel número tan conocido por mí en la salida de federados. 1007. Y nuevamente, como en el eterno retorno, la carrera comenzó. Como siempre, me volvió a ganar. En esta ocasión, al final de la carrera, se me acercó y me habló. "Hola número 1008. No lo haces mal, si mejoras la pisada quizás el próximo año me ganes." Su jactanciosa sonrisa era preciosa y por un momento me olvidé de mi novia. Estuvimos hablando con una cordialidad innata, como si nos conociéramos toda la vida, pero apenas fueron un par de minutos. De entre la gente apareció inoportunamente mi novia, y sin tiempo a reaccionar me abrazó y me propinó un beso. Yo estaba anonadado. Me despedí torpemente de la chica del dorsal 1007 a la que ni siquiera le pude preguntar por su nombre. Mi novia me realizó la casi obligatoria pregunta:"¿Quién es esa chica?". Apenas balbucí: "Una corredora que conozco".
A los pocos meses dejábamos la relación. No es que fuera mala chica, ni que nos lleváramos mal, pero no teníamos ninguna afición común, y mi tiempo dedicado al entrenamiento y a los estudios era cada vez mayor. Tampoco me quise engañar a mí mismo. No podía quitarme de la cabeza a la chica del dorsal número 1007.
En el cuarto año yo estaba empeñado en ir a por todas con la chica del dorsal 1007. Hice mis estudiados planes por adelantado. Las frases que debía decir, las que no, evalúe los pros y los contras de infinidad de variaciones de una misma conversación. El día de la carrera el cielo estaba nublado. Allí estaba ella, pero en aquella ocasión no corría sola. Iba acompañada de otro federado. Mi corazón tembló funestamente. Deseé que fuera un amigo, esperanza que se desvaneció en cuanto llegamos a la meta, el chico la agarró tiernamente de la mano. Después de eso la beso en el cuello. Tantos planes para nada. Antes de irme ella me vislumbró entre la masa de corredores y me dedicó un afectuoso saludo que le devolví. Aprovechando que su acompañante estaba ausente me acerqué y hablamos. Comentamos la carrera y con esa astucia propia de las mujeres en un momento de la conversación me preguntó por mi novia. Le conté que habíamos roto. Así estuvimos hablando un par de minutos más hasta que volvió el gorila de su "novio". Nos despedimos agradablemente. Y quizás fuera mi subconsciente pero por un instante, al girarme para irme, creí que me miraba con pesar. Posiblemente era lo que yo deseaba pensar. Volví a casa muy alicaído. Además, me había vuelto a ganar.
Durante todo el año pagué a un entrenador personal. Mejoré mi técnica. Hacíamos ejercicios a diario.
Era el quinto año que me presentaba a la carrera popular de San Cipriano. Estaba en mi mejor momento físico y ya había tenido muchas experiencias en otras pistas y carreras. A aquellas alturas San Cipriano no suponía ningún reto para mí. Pero seguía acudiendo por el placer de volver a verla. La chica del dorsal 1007 apareció otra vez con el mismo tipo del año anterior. En la salida nos saludamos y me invitaron a correr a su lado. En aquella ocasión pude hablar mucho más rato, y aunque su "novio" no era un mal tipo, no lo podía sufrir. En aquella ocasión yo llegué antes que ellos. Mientras realizaba los ejercicios de estiramiento, pasada la línea de meta, observé como discutía con su pareja. Ella limpió una lágrima de su rostro. Ese día, después de cinco años, conseguí ganarle por primera vez una carrera, pero eso no me hizo sentir mejor. 1007 estaba cabizbaja. Estaban teniendo claramente una discusión de pareja. No me acerqué a ella por respeto. Volví a casa pensando en el próximo año.
Pero la vida guarda sorpresas en cada esquina. Durante el año siguiente me sucedieron experiencias muy extremas y estúpidas. Me enamoré tontamente de una chica de mi clase y me casé en una ceremonia fugaz. Mi familia se enfadó mucho al enterarse. El tiempo les dio la razón. A los seis meses nos separábamos. Un año extraño. Abandoné un poco el deporte y mi forma física se resintió. Sin embargo acudí a la carrera popular de San Cipriano por la simple costumbre de querer volver a verla.
Aquel año, fuera como fuera, hablaría con ella. Pero ese año no apareció. Era mi sexto año compitiendo en la carrera de San Cipriano. Corrí totalmente apático y rodeado de la soledad de una multitud de personas. Al llegar a casa vomité y durante un par de días me sentí mal.
Es curioso cómo cambia la vida. Me planteé tantos retos y objetivos durante todo ese tiempo. E incluso algunos los realicé. Acabé la universidad y conseguí mi primer trabajo decente por vez primera en mi vida. Mi familia, en unos pocos meses, perdonó mis estupideces pasadas y me volvió a hablar. La vida es un ying y un yang. Una época mala. Una época buena.
El equilibrio de los opuestos.
Y volví a entrenar como hacía tiempo no lo había hecho. Ya era mayor para destacar profesionalmente en el running pero seguía corriendo por afición. Las desgracias de la vida aún no habían destruido esta ilusión en mi vida.
Era el séptimo año que me presentaba a la carrera de San Cipriano. No tenía ninguna esperanza de volver a encontrarme con el dorsal número 1007 después de su ausencia del año pasado. Incluso sopesé si ir. Al final ganó mi lado nostálgico y acudí. Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir el número 1007 en una mujer completamente calva. No reconocí su rostro hasta que me sonrío. La reconocí por aquel gesto tan suyo, por su rápida sonrisa. Nos saludamos y hablamos un poco antes del inicio de la carrera pero sin entrar en detalles personales. La voz del comentarista que marcaba el inicio de la salida bramó como cada año. Salida. Salida. En aquella ocasión el ritmo de ella era más lento y yo me encontraba físicamente mejor. Pero la duda me corroía, ¿Donde estaba su larga melena? ¿Por qué estaba calva? ¿Quizás tuviera alguna enfermedad? ¿Cáncer tal vez? Una miríada funesta de posibilidades se generó en mi mente mientras nos debatíamos en nuestra particular lucha. Llegué a la conclusión que todo aquello daba igual. Ella estaba allí conmigo. Me prometí a mí mismo que aquel día hablaríamos mientras le invitaba a un café.
Acabé la carrera diez segundos por delante de ella. No tuve que esperarla mucho. Cuando me vio sonrío como quien sonríe a un viejo amigo. Por supuesto le invité a un café y se dejó invitar. Le pregunté por su nombre después de siete años de coincidir corriendo. Ella respondió y replicó realizándome la misma pregunta. Acabada la presentación, fuimos a una pequeña cafetería italiana y estuvimos hablando largo rato hasta que se hizo muy tarde. Apenas recuerdo las cosas que hablamos, solo me quedó la maravillosa sensación de esa mágica conexión mutua. Nos habíamos enfriado e íbamos a salir de aquel encuentro con un resfriado o algo peor. Antes he dicho que no recordaba apenas nada de aquel encuentro, no era exactamente cierto, si recuerdo mi última pregunta pues me costó mucho realizársela, "¿Estas enferma?", le pregunté con pena mientras señalaba su preciosa cabeza sin rastro de pelo alguno. Ella rió animadamente. “No bobo", contestó, “esto es por una apuesta con una amiga". La miré asombrado. "¿Qué clase de apuesta hace cortar a una mujer su bonito pelo largo?" le comenté realmente asombrado. Ella rió aún más. Yo seguía sin entender porque estaba tan contenta de no tener pelo. Entonces se calmó. “Verás", me dijo, “mi amiga se apostó conmigo que si me cortaba el pelo al cero y el tonto del dorsal 1008  me invitaba a un café, ella también se cortaría el pelo". El tonto del dorsal 1008 era yo. Me reí mucho con aquella apuesta y pensando, que por mi culpa, otra mujer a la que no conocía también se quedaría calva por una temporada. Aquella imagen me hizo reír con una risa contagiosa. Ella también empezó a reír como una loca. Nuestras mentes se rozaron por un breve lapso de tiempo y reímos como niños al compás de un antiguo juego. Nuestros ojos lloraban de la alegría.
Por desgracia el camarero muy amablemente nos señaló la salida. Era tarde.
Por suerte para mí ella cogió la iniciativa, al igual que en las carreras, siempre un paso por delante.

"Vente a mi casa", me sonrío, "nos duchamos, cenamos y seguimos hablando."
La verdad sea dicha aquella noche no hablamos mucho. Tampoco cenamos. Pero desde entonces ya hemos pasado doce años juntos. Un tiempo maravilloso que nos ha permitido hablar mucho de todo aquel periodo en nuestras vidas. Y en esos momentos de intimidad compartida siempre recordamos lo que cada uno pensaba del otro... mientras corríamos.


– FIN –


Consigna: escribir un relato que transcurra en el ámbito deportivo, con el deporte elegido como base principal.


RODOLFO Y EL RAPTO DE LA PRINCESA

Por Adrián Granatto.

Había llegado el momento.
Con la mayoría de edad —y para ser un dragón hecho y derecho y lograr la aceptación de los demás— había que raptar una princesa.
Rodolfo no estaba tan seguro de esto. La sola idea de salir de la cueva, bajar a la aldea, entrar al castillo y volverse con una adolescente insoportable, le daba nauseas. Eso sin contar que tendría que aguantarse los flechazos, los lanzazos y otros «azos» bastantes dolorosos.  Está bien que él podría lanzarles fuego. Pero rostizar a la gente no le parecía correcto.
Pero ser dragón tiene sus bemoles, y él tenía que aceptarlos. ¿Hay que raptar una princesa? Raptamos una princesa. Lo que no le quedaba muy claro a Rodolfo era qué se hacía después con la princesa. ¿Había que comérsela? ¡Dios lo libre! Comerse princesas no entraba en su menú. Él era dragón, no caníbal.
Con esas dudas rondándole la cabeza, salió de la cueva y descendió la montaña arrastrando los pies. Ya era de noche y las calles de la aldea estaban desiertas. Las cruzó haciendo el menor ruido posible y llegó al castillo. Pensó en golpear el puente levadizo y preguntar si había una princesa dispuesta a dejarse raptar, pero llegó a la conclusión de que no sería muy bien visto entre sus congéneres. Un dragón no pedía permiso: un dragón tomaba las cosas por la fuerza, que para eso era dragón, ¡qué tanto! Así que, resoplando por el esfuerzo, comenzó a trepar los altos muros de piedra.

******

Una vez dentro del castillo, buscó la torre más alta. Vaya uno a saber por qué, pero los aposentos de las princesas siempre se encuentran en la torre más elevada. Por eso las princesas siempre tienen una figura espléndida: tanto subir y bajar escaleras las mantiene en forma.
Rodolfo buscó y rebuscó, pero ninguna torre le parecía lo suficientemente alta como para que una princesa la habitara. Y ya estaba por dar media vuelta y volver a su cueva, con el sentimiento de haberse sacado un enorme peso de encima —porque después de todo, no era culpa suya que en el castillo no hubiera torres lo suficientemente altas—, cuando sus ojos vislumbraron una luz allá arriba.
A su favor, hay que decir que la susodicha torre no era la más alta de todas, pero sí la única iluminada. A Rodolfo se le cayó el alma al piso. Pero hizo de tripas corazón y trepó la torre.
Al llegar a lo alto, y asomarse por la hendidura que tenía por ventana, pudo observar a una joven sentada en una enorme cama —que ocupaba el centro de la habitación—, rodeada de libros. Eso le agradó a Rodolfo. En su cueva tenía algunos libros, los cuales mantenía ocultos en la parte más profunda de su guarida por si venían visitas inesperadas. No estaba bien visto que a un dragón se le diera por leer. Un dragón, por sobre todas las cosas, tenía que ser un monstruo bestial y analfabeto. «Un dragón con todas las letras no habla: gruñe y ruge —decía su padre—. Y, de ser posible, destruye y causa pavor. Has tenido suerte, hijo, vas a aprender del mejor».
Rodolfo suspiró, meneó la cabeza con pesar, y se preparó para lo que seguía.
Pero se le presentó un problema: él era muy grande y la abertura muy pequeña. Además, sus brazos eran demasiado cortos como para intentar atrapar a la joven. No le quedaba otra que tratar de llamar su atención, para que la princesa se acercara, y así tener alguna posibilidad.
Rodolfo comenzó a chistar.
«Chist, chist, chist…»
Se sentía estúpido colgando de la torre y chistando. Si lo viera su padre, no estaría orgulloso, no señor.
La muchacha no se movió de la cama. Rodolfo chistó un poco más fuerte.
«¡CHIST, CHIST, CHIST!»
La joven ni se mosqueó. O tenía serios problemas auditivos, o el libro que estaba leyendo la tenía completamente absorta. Rodolfo asomó el hocico todo lo que pudo por la hendija:
—¡Hey, niña! —dijo.
La muchacha levantó la vista del libro y miró con total candidez a aquella boca repleta de dientes.
—¿Si? —dijo.
—Acérquese, por favor —pidió Rodolfo.
—¿Para qué? —preguntó ella con tono inocente.
—Pues… —dudó Rodolfo. ¿Debía mentirle o decirle la verdad? Optó por lo segundo—. Debo raptarla.
—¿Y para qué, si puede saberse?
Era una buena pregunta. No era nada tonta la niña.
—No sé —admitió Rodolfo—. Usted es princesa, yo soy dragón. Es lo que hacemos.
—¿Pero está seguro de querer llevar esto hasta las últimas consecuencias?
—¿A qué se refiere?
—Supongamos que voy con usted. ¿Sabe qué pasará luego? Mi padre ofrecerá una gran recompensa para quien me rescate de sus sucias garras.
—No las tengo sucias —se quejó Rodolfo—. Me las lavo todos los días.
—Eso no importa —lo interrumpió la muchacha—. Lo que debería preocuparle es que, a partir de ese momento, de día, de tarde o de noche, tendrá a la entrada de su guarida a un caballero dispuesto a matarlo con tal de rescatarme.
Rodolfo se sobresaltó al recibir esa información, y por poco se cae de la torre. Y si ya anteriormente tenía sus reservas respecto al tema del secuestro, esto definitivamente acabó por convencerlo.
—Ah, no —dijo mientras descendía—, de ningún modo. A mí nadie me dijo nada sobre riesgo de muerte. Soy un dragón joven, con ganas de aprender, no va a venir ningún caballero andante a tratar de matarme.
—¿Pero qué hace? —gritó la princesa desde su ventana—. ¿No va a llevarme?
—Ni loco.
—¡Pero debe! ¡Tengo que ser raptada! ¡Una princesa debe ser raptada por un dragón por lo menos una vez!
—Pues que la rapte otro —dijo Rodolfo desde el suelo—. Yo me vuelvo a mi cueva a juntar mis bártulos. Me voy de viaje.
—¡No puede hacer eso! —exigió la princesa, ahora muy enojada—. ¡Llevo años preparándome para este momento! ¡Exijo que me rapte! ¿Me escuchó? ¡Rápteme!
Pero Rodolfo no le hizo caso y volvió a su cueva, donde armó dos enormes valijas y partió a la aventura.

******

Y así fue como Rodolfo se convirtió en un dragón de mundo, recorriéndolo de punta a punta. Descubrió lugares asombrosos e hizo muchos amigos.
También corrió peligros, como cuando se enfrentó con una horda enfurecida luego de que, sin querer, comenzara un incendio.
Su viaje lo llevó al Tíbet, donde conoció a una yeti hermosa a la que también le gustaba leer. Al tiempo se casaron y tuvieron muchos hijitos de escamas doradas, abundante melena, largos bigotes y cuerpo alargado, que los hombres comenzaron a conocer como dragones de la buena fortuna, tejiéndose muchas leyendas alrededor de ellos.
Aun hoy, si alguno de ustedes es capaz de subir hasta lo alto del Himalaya, es posible que se encuentren con Rodolfo. Y si tienen suerte, hasta es probable que les invite a tomar el té.


– FIN –


Consigna: escribir un relato infantil.


La vida se cagó en nosotros

Por Carmen Gutiérrez.

Cuando Roberto la vio pasar frente a la pastelería lo primero que le llamó la atención fue el parecido que tenía con ella; el mismo cabello pelirrojo y abundante, los labios carnosos, los inmensos ojos azules, era un vivo retrato de Sandra. Hasta el ondulante movimiento de las caderas eran iguales. A él se le detuvo el corazón por un instante y estuvo tentado a saludarla y lo habría hecho si su cerebro no le hubiera advertido que a pesar del parecido extraordinario, era imposible que Sandra se conservase tan joven después de veinte años. Roberto mismo estaba por cumplir cuarenta y nueve años y aparentaba (y se sentía) sesenta y nueve; la graduación ocular era cada vez mayor, las canas en su cabello eran abundantes y no estaba calvo por milagro. Entonces esa mujer joven y vigorosa que atravesó el centro comercial con pasos enérgicos no podía ser Sandra, así que se concentró en revisar que el pastel que Claudia, su esposa, le había encargado estuviera en perfectas condiciones.

Al salir de la pastelería se la topó de frente, se quedó paralizado de nuevo sin saber qué hacer, se miraron directo a los ojos y él sintió un peso en las tripas que no sentía desde que estaba con ella. Pero la chica pasó de largo, sin ni siquiera mostrar un atisbo de reconocimiento. Él se hizo a un lado con la intensión de no estorbarle en el camino y sonrió tímidamente. Nada. La mujer no le prestó atención, aunque él aprovechó para observarla con más detalle, casi con descaro, cuando se fijó en las tetas vio la mancha de sangre, se extendía desde el vientre hasta el escote manchando incluso parte de la cara. Se asustó. La gente a su alrededor ni siquiera notó que el tacón del zapato derecho  de la susodicha iba dejando una mancha rojiza que se hacía más tenue con cada paso. Roberto trató de alcanzarla y ofrecerle su ayuda pero debido a su lento caminar por el dolor en la rodilla, la chica se perdió entre decenas de personas que salían de las tiendas al mismo tiempo. El centro comercial Las Cruces agradeció a todos por sus compras a través del sistema de megafonía y les deseo una hermosa velada.

La gente se interponía entre ellos como siempre se interpuso el mundo cuando trataba de estar con Sandra. Él la siguió hasta el subterráneo preguntándose en qué mundo vivíamos si una mujer herida podía atravesar una multitud sin que nadie se diera cuenta ni hiciera nada por ayudarla. La distinguió al fondo del estacionamiento cuando se dirigía a un auto pequeño, la gente se había disgregado en busca de sus vehículos y él podía ver desde lejos la mancha de sangre en su blusa blanca.

-¡Sandra! –gritó tratando de llamar su atención pues se dio cuenta de que no podría alcanzarla antes de que ella saliera del lugar.

Ella se giró, lo miró a los ojos e hizo una mueca irreconocible que bien podría ser de desprecio mezclado con asombro; sin embargo se metió en el auto y salió a toda velocidad del estacionamiento.

Al llegar a casa el pastel estaba impecable, pero su esposa encontró el modo de recriminarle por los cinco minutos de retraso de su tiempo estimado de llegada. Roberto masculló una excusa vaga acerca del tráfico y de una falla imaginaria en el motor del auto que Claudia se tragó sin mucho convencimiento pero que la dejó tranquila por un momento. Esa noche no tuvieron sexo, bueno, ni esa ni las anteriores ni las posteriores pero ella le dejó abrazarla un poco antes de quedarse dormida. Él no pudo dormir pensando en que la mujer había reaccionado cuando la llamó. ¿Sería posible que fuera Sandra en realidad?

El asunto habría quedado en su caja de secretos, junto con una carta polvorienta que había escrito veinte años atrás, un noviazgo apasionado y los besos de su mujer, si no lo hubiera mencionado el noticiero que veía cada mañana mientras desayunaba con apatía antes de irse a trabajar. Notaba un temblor nuevo en la mano al sostener la cuchara, cuando su débil oído escuchó la noticia. Habían asesinado al propietario de una sex shop en el centro comercial de Las Cruces, cinco locales más allá de la pastelería. Claudia rompió su silencio habitual para decirle «Eso fue ayer cuando comprabas el pastel ¿No te diste cuenta?» Él siguió mirando su plato de cereal y contestó «Estaba cuidando que no se arruinara el decorado de azúcar» con lo que zanjó el tema, al menos con ella. Pero al parecer un reportero se había colado en la escena del crimen y la imagen borrosa tomada justo antes de que la policía lo expulsara de la tienda mostraba un mensaje escrito en la pared: La vida se cagó en nosotros.

La frase se le metió en los huesos y por primera vez en muchos años tuvo que hacer un esfuerzo descomunal para permanecer impávido y evitar que Claudia notarse algún cambio; sin embargo, los días siguientes se sorprendió a sí mismo escribiendo distraídamente que la vida se había cagado en él en los reportes de impuestos de sus clientes.

Varias noches después del incidente, conducía a casa después del trabajo, era muy tarde y la carretera estaba casi vacía. Le gustaba hacer ese trayecto. Era el ultimo respiro del día justo entre los clientes y los reproches de su mujer, el momento que tenía sólo para él, con la música que a él le gustaba y los pensamientos que a él se le antojaran, sin recriminaciones, sin prisas, con el anhelo de llegar y dormir como un santo y olvidarse de la vida cagándose en su mundo. Tarareaba la cancioncilla tonta de Madonna diciéndole a nadie que se sentía como una virgen, cuando un Mustang muy moderno salió de la lateral a toda velocidad obligándolo a frenar de improviso. El Mustang se estrelló contra la divisoria de cemento y quedó atravesado en la carretera. Roberto apenas se fijó que otro vehículo pequeño se había detenido también pero delante del accidente.

Estaba por bajarse de su auto y ver si el conductor del Mustang estaba herido cuando lo vio moverse, débil y tembloroso; trataba de sacarse el cinturón de seguridad con una prisa que hizo sospechar a Roberto de una posible fuga de combustible. Y entonces ahí estaba ella de nuevo. Iluminada por la luz amarillenta del camino, se acercó al conductor accidentado y sin decir nada le disparo dos veces, una en el pecho y la otra en la cabeza. Roberto sintió nauseas al ver toda la materia cerebral del tipo esparcirse por el aire, pero no vomitó porque pensó que sería muy difícil explicarle a su esposa el olor a tripas en el auto.

La mujer quitó al muerto del asiento del conductor, lo tiró al piso como si no pesará nada, se metió en el Mustang y escribió algo en el parabrisas con un lápiz labial. Luego salió, miró en dirección a Roberto y pareció reconocerlo. Se acercó decidida mientras él se quedaba pasmado observando como ella levantaba el arma de nuevo y apuntaba a su pecho. «Ya está.» pensó Roberto «Hasta aquí llegué» y cerró los ojos esperando el impacto que nunca llegó. Se atrevió a mirar justo al momento en que ella volvía a su carrito y se alejaba como un bólido por la carretera libre.

Se quedó inmóvil por mucho tiempo, hasta que alguien golpeó la ventanilla y le preguntó si estaba bien. Entonces abrió la puerta y vomitó en el asfalto.

Los policías fueron muy amables con él una vez que revisaron el video de vigilancia ciudadana y confirmaron su versión de los hechos, aunque Roberto sospechaba que la amabilidad disfrazaba una compasión después de que llamaron a Claudia para notificar que su esposo estaba en la comisaría y ella sólo contestó antes de colgar «Dígale que coma algo por allá, voy a darle su cena al perro». Mientras el agente lo miraba con lástima, él alcanzó a distinguir entre algunas fotografías del Mustang la frase “La vida se cagó en nosotros” escrita en carmín en el parabrisas del auto. Lo dejaron ir después de que asegurara mil veces que no recordaba nada más.

Pero había mentido. Reconoció el auto aunque al describirlo dijo que era negro, en realidad era rojo y había memorizado el número de las placas. «Tengo que averiguarlo» se justificó a sí mismo «si doy todos los datos la encontrarán antes de que pueda confirmar que no es Sandra»

Al día siguiente agradeció en silencio frente a su computadora que el gobierno llevará un registro abierto de los automóviles que circulaban por el país. Al introducir el número de placas en la página oficial de vialidad, los datos aparecieron casi instantáneamente. “Tsurú, modelo 1997, color rojo, registrado a nombre de Sandra Isela Narváez López, con domicilio en calle 52, número 8b”

Quizá había tenido una hija, una hija que usaba su auto para asesinar personas por las noches. Quizá esa hija estaba loca, pero no podía ser ella. Cuando se separaron Sandra tenía treinta y tres años cumplidos, ahora tendría cincuenta y tres, nadie podría conservarse tan bien. Ni siquiera tuvo que apuntar la dirección, se la sabía de memoria. Conocía todos los atajos habidos y por haber para llegar a esa casa y antes de darse cuenta ya estaba en camino.

Veinte años atrás habían vivido un tórrido romance. Cada viernes él llegaba a la casa de Sandra a las seis, antes de que ella saliera de su oficina. Preparaba la cama, las bebidas, incluso llevaba comida. Cuando ella llegaba, comían, bebían y cogían como adolescentes hasta que él se acordaba de su mujer y se iba del lugar. Cuando Claudia enfermó, Sandra llegó a su casa un viernes y sólo encontró una carta que entre disculpas le decía que la amaba, pero que su mujer lo necesitaba, que siempre la recodaría, y maldecía al destino por haberla amado con tanto pecado “La vida se cagó en nosotros” decía la carta a manera de despedida.

Al recordar esa última parte de la carta dejada con pesar sobre la cama de amores frustrados aquella tarde, no tuvo la menor duda. Era Sandra. ¿Qué había pasado en este transcurso de tiempo para convertirla en asesina? ¿Por qué no se había vuelto vieja y cansada como él?

El cuerpo le reaccionó de acuerdo a la costumbre, frente a la casa pintada de rosa, su mano buscó en su roída cartera la llave de la puerta principal que cargaba desde entonces, sus ojos y sus dedos ubicaron la cerradura con el mismo instinto que lo hacía cagar cada mañana después del primer café y su brazo cargó la decepción al notar que la llave no servía. «Es lógico»” pensó «ella no iba a seguir esperando»

Metió su imbecilidad de nuevo en el auto y se marchó a su despacho de imbécil, con su trabajo de imbécil para tratar de olvidar lo imbécil que siempre había sido. El retrovisor le regresó una mirada imbécil mientras decidía que el asunto era cosa del destino y que el destino, por muy imbécil que fuera, sabría qué hacer.

En las siguientes semanas Claudia reforzó el ataque personal contra su marido. Buscaba y encontraba algún motivo para dejar de hablarle, o gritarle por cualquier cosa. «Eres un anciano» le decía con desprecio a pesar de que tenían la misma edad y ella se veía más decrépita que él «siempre me has dado asco».  Roberto bajaba la cabeza y aceptaba, como siempre, los pocos momentos de paz en su oficina. Nunca cuestionó el por qué del recrudecimiento de la guerra marital, pues a fuerza de chantajes y reclamos la culpabilidad le había enfermado la valentía y no encontraba en ningún lado el orgullo perdido.

Se había propuesto dejar el asunto de Sandra por la paz, pero el mundo se estaba encargando de joderle la existencia y no sólo a través de su mujer. Una mañana el agente Suárez llamó para decirle que quizá tuviese que testificar pronto acerca del asesinato del Mustang. «Seré sincero con usted» dijo el policía con voz confidencial «esta mujerzuela lleva veinte años chingándonos el trabajo. Si la encontramos podemos achacarle más de cuarenta asesinatos, todos a sangre fría y sin motivo aparente. Una asesina en serie, podríamos decir. Todas sus víctimas son hombres de veintinueve años, todos altos, delgados, de piel blanca y cabello negro. Casados. Creemos que se enreda con ellos y después los mata. Nunca deja huellas, ni siquiera sabíamos que era mujer hasta que usted la vio. Es el único testigo que hay.»

Roberto colgó el teléfono pensativo. La descripción de las víctimas concordaba con su propio perfil veinte años atrás. Estaba a punto de regresar la llamada al agente Suárez cuando el aparato sonó con insistencia. Debido a que Claudia no lo dejaba contratar a un asistente, Roberto tenía que atender sus propias llamadas. Contestó distraído aun pensando en contarle todo a la policía. Era su hijo. Estaba preocupado porque su madre había llamado para decirle que su padre se estaba volviendo senil. «Dice que buscaste tus gafas por más de una hora antes de darte cuenta de que las tenías puestas. Dice que le gritaste en la mañana, y le dijiste que ojala se hubiera muerto hace años.» Roberto no recordaba nada de eso y así se lo hizo saber pero el hijo tenía algo más que decir «Sé que mamá es difícil. Pero también sé que tú eres demasiado bueno con ella. No soy quien para juzgarte, pero si te divorcias te apoyaré»  

Un grito desde el pasillo interrumpió el discurso acerca del amor y la paciencia que estaba por darle a su hijo. Dejó el aparato sobre el escritorio sin terminar la llamada. Cuando salió de su despacho se encontró con el cadáver de su esposa colgando de manera grotesca del ventilador de techo. La chica de la oficina de al lado gritaba histérica sin dejar de mirar el cuerpo de Claudia que se balanceaba con ritmo y señalaba un escrito en la pared, al verlo Roberto reconoció la letra y el carmín, estuvo a punto de gritar cuando su corazón se detuvo. Cerró los puños y cayó hacia adelante como un pajarito sin dejar de ver la frase.

“Hermanito: La vida se cagó en ti, no en nosotros. Con amor… Sandra”                 


– FIN –


Consigna: escribir un relato basado en el subgénero cinematográfico de origen italiano conocido como «Giallo».


Laura en la noche

Por Alejandra López.

El tercer cadáver lo encontró un adolescente que andaba en bicicleta por la zona de los bosques. Nos dijo que pensó que era una borracha que se había quedado dormida. Estaba boca abajo. Uno de sus tacones violetas con lentejuelas brillaba a medio metro del cuerpo. Nos dijo que al principio le causó gracia verla “en culo”, habló de un trapo negro tirado cerca de ella que le pareció una minifalda. Cuando se arrimó más a curiosear, vio la cabeza con mechones de pelo rubio adheridos a la cara. Y se dio cuenta de que estaban  pegados con sangre. Observó más detenidamente y vio el agujero en la frente. Asustado, se apartó del cuerpo y pisó algo que lo hizo trastabillar, perdió el equilibrio y cayó sobre el césped húmedo. Miró hacia el objeto que produjo su caída y gritó con todas sus fuerzas al ver que era un pene y un amasijo de testículos necróticos a su lado.
Cuando se recuperó del impacto, nos llamó. Marcó desde su móvil el 911.
Me llamaron para presenciar la autopsia de Julio Ruiz. Y me tomó muy de sorpresa. Yo entré a las fuerzas de seguridad el año pasado y nunca me destaqué por mi eficiencia. Solo me asignaron tareas de oficina en las cuales brillaba por traspapelar  expedientes y ser lerdo para completar los formularios. Siempre fui torpe y objeto de burlas silenciosas entre mis compañeros.
La cuestión es que en la sala de autopsias, estuve solo con mi jefe y el médico forense que actuaba sobre el cadáver de Julio Ruiz
—Lo principal para nosotros, agente Etchichuri, es la inspección ocular del cuerpo, ¿me entiende? —dijo mi jefe.
—Sí, señor —le contesté.
Sacó el grabador, lo encendió, y empezó a hablar:
—Estamos ante el cadáver de Julio Ruiz. El occiso falleció hace aproximadamente unas treinta horas, así lo indican los signos y hematomas propios del rigor mortis. A la altura del hueso frontal tenemos una herida de bala, probable calibre veintidos  con silenciador. No existen otros traumatismos que indiquen lucha o resistencia por parte de la víctima. El asesino amputó el pene y los testículos con un elemento filoso luego de la muerte de su víctima. Este es el tercer cuerpo que hallamos en similares condiciones que los anteriores: Bruno Ávila y Gastón Arrigí. Hasta el momento solo podemos decir que el único elemento que los une es que los tres eran travestis y se prostituían. Todos trabajaban con clientela en la “zona roja”, cerca de donde los asesinaron.
El jefe Peralta apagó el grabador, y le dijo al médico:
—Nosotros ya nos vamos, doctor. Cuando tenga el resultado de la autopsia, envíenos una copia del informe. ¿Usted vio algo más que le parezca importante, agente Etchichuri?
Me tomó de sorpresa la pregunta, pero arriesgué algo:
—No sé si será relevante, jefe. Pero escuché que el difunto llevaba una peluca rubia, al igual que los anteriores cadáveres.
—Notable descubrimiento el suyo —dijo con sarcasmo— Ya me había dado cuenta. Vamos a mi oficina que tenemos que hablar, Etchichuri.
El viaje en auto lo hicimos en silencio. Mientras él conducía, yo trataba de encontrarle sentido a sacarme de la oficina para presenciar la autopsia del tipo ése. Tuve que contener las náuseas que me produjo ver el cuerpo y sentir el olor que no lo podían disimular los fuertes antisépticos.
La cuestión es que cuando entramos en el departamento de policía, mientras avanzábamos hacia su oficina, de reojo vi las caras risueñas de mis colegas.
Ingresamos al despacho del jefe Peralta, nos sentamos, y en menos de un minuto lo largó todo. Se inclinó levemente hacia mí, y dijo:
—Las similitudes de los tres crímenes y el ensañamiento con sus genitales, nos dan la pauta de que estamos ante un asesino serial, un psicópata. Éste será su primer caso de verdad. Me refiero a que nada de oficina. Para atrapar al asesino vamos a desarrollar una estrategia con un cebo que además protegerá a los otros travestis de la “zona roja”. —y ahí nomás, lo vomitó— Usted será la carnada, Etchichuri. Hoy le doy el día libre para que se prepare. Aquí tiene el dinero para comprarse lo que necesita —me extendió un sobre—. Adentro también encontrará las direcciones de los locales de ropa y zapaterías que suele visitar ese… tipo de gente.
—Pero, pero… —dije parpadeando atónito— Usted quiere decir…
—¡Sí! Desde mañana por la noche, usted estará de servicio travestido, Etchichuri. Tendrá su arma, por supuesto. Además tiene conocimientos de Aikido. Su función será proteger a los travestis de la zona y, si se presenta la posibilidad, capturar al asesino. Si todo esto termina con éxito, será ascendido, recibirá un plus y un mes de vacaciones gratis en el Caribe, junto a su familia.
El jefe parecía haber terminado su perorata que me había caído como una lluvia de soretes de elefantes; solo atiné a decirle:
—¿Por qué, yo?
—¿Por qué, no? Le estoy ofreciendo una gran posibilidad de crecimiento profesional, Etchichuri. No sea tonto, cualquiera sería feliz de estar en su lugar.
—Sí, claro… cualquiera —musité levantándome.
—¡Ah! Un último detalle, Etchichuri.
Lo miré mientras agarraba el picaporte para salir, y el muy hijo de puta dijo:
—De ahora en adelante, usted se llama Laura. Sus colegas, es decir, los travestis de la “zona roja”, ya lo saben y mañana lo estarán esperando.

No quiero entrar en detalles bochornosos. Ya se pueden imaginar las risitas de mis compañeros, alguno hasta se atrevió a silbarme mientras pasaba a su lado.
Fue una tortura la compra de la ropa, la lencería, los zapatos y la peluca rubia. El desgraciado de mi jefe hasta me dejó un vale para ir a una depiladora.
Me sentí tentado de dimitir, pero no me lo permitió el crédito hipotecario sobre la casa.
Por suerte mi novia estaba en el exterior, había obtenido su licenciatura y se fue un mes de vacaciones a Europa con sus padres. Ese era el regalo de los viejos por haberse recibido. Mejor así, que Luz me viera maquillándome frente a un espejo y con este vestido plateado que me destacaba el busto donde había un sostén relleno con pañuelos descartables, sería más traumático todavía.
Observé con atención mi imagen ante el espejo grande del living. La peluca lacia y rubia, quedaba bastante bien con mi piel bronceada y mis ojos grises. Maquillarme me
llevó más de una hora. Ya se me habían irritado los ojos de tanto pintarme y depintarme. Los breteles elastizados del vestido eran muy incómodos. Me ajustaban demasiado y sentía que me iban a lastimar. La falda me marcaba toda la panza, así que pensé que ya era hora de aflojarle a la pizza y la cerveza. No me veía nada sexy, supuse que así podría lucir el jefe Gorgori si se travistiera. Mejor, no quería tener que andar rechazando uno a uno a esos asquerosos moscardones que se me pudieran insinuar.
Los tacones fueron una tortura china, y eso que compré los más bajos. Me costaba caminar, casi siempre se me torcía algún pie.
Cuando consideré que estaba listo, tomé las llaves del auto y salí de mi casa. Como eran cerca de las doce de la noche, no me topé con ningún vecino, igual esperaba poder engañarlos con el disfraz. El problema era el auto, si me veían subir a él, podrían pensar que andaba putaneando y le prestaba el coche a un/una amante.
Arranqué, y después de veinte minutos, llegué al lugar que me había indicado mi jefe, la calle Scalabrini Ortiz al mil seiscientos. Ahí, en la vereda, vi parado un grupo de unos cinco o seis travestis charlando entre sí. Antes de bajar, los observé un rato. En ese momento pasó una pareja de novios tomados de las manos y sin que la chica notara nada, uno de los travestis, le pegó una palmadita en el cachete del culo, al tipo. Él se dio media vuelta, y el marica le guiñó un ojo. La muchacha no notó el gesto. Suspiré, bajé del auto y me acerqué al grupo que empezó a mirarme con curiosidad. Entonces, me presenté:
—¡Hola! Soy Laura —dije.
Enseguida noté sus miradas de alivio. El marica alto empezó a gritarle con voz de pito, a otro que estaba a unos cinco metros, charlando con un cliente:
—¡Pauli, vení! Acá llegó el poli que nos viene a cuidar.
Le dije que bajara la voz y no dijera que soy policía. Uno nunca sabe, podríamos estar alertando al asesino.
La cuestión es que Pauli entró, acompañada del hombre, al edificio donde los travestis prestan servicios a sus clientes. A la distancia, la precaria iluminación, me permitió ver a su acompañante de espaldas, iba todo vestido de negro y tenía puesta una gorra con visera. Me pareció ridículo, pero supuse que lo hacía por si alguien lo reconocía.
Seguí charlando con mis “protegidas” sobre los crímenes de sus colegas. Me dijeron que a todas las habían asesinado cuando terminaron de trabajar y volvían a sus hogares. Que no corrían peligro mientras estaban trabajando dentro de los departamentos o si estaban en grupo, en la calle.
Intenté imaginar un perfil de asesino, un móvil para estos crímenes. Pero la verdad es que la cabeza no me daba para relacionar los casos. A las tres víctimas solo las unía el mismo trabajo. Luego, según había leído en  los expedientes, procedían de distintas familias y no tenían contactos en común.
Los tacones me estaban destrozando los pies, y mis oídos ya no soportaban el parloteo de mis “protegidas”. Un auto con tres tipos adentro, frenó a nuestro lado. Las “chicas” se arrimaron  y empezaron a hacer sus negocios.
—¡Hola, papito!
—Hola, muñeca  —dijo el que estaba al lado del conductor— ¿cuánto cobran?
—Para ustedes, les hacemos precio, mi amor. —sugirió Mara prolongando la ere— Doscientos a cada uno, y mirá que es barato. Nosotras somos carne de exportación, ¿eh?
—¡¿Doscientos?! Pero, váyanse a cagar maricas de mierda. Nos compramos una Coca- Cola, nos hacemos una paja y la pasamos mejor.
El auto arrancó a toda velocidad, mientras se escuchaban las risotadas de los tipos. Mis protegidas quedaron haciendo pucheros y murmurando algunas palabrotas. Yo también me tenté y me costaba disimularlo.
Me di vuelta para que no notaran mi sonrisa y pude ver, a lo lejos, que Pauli salía con su acompañante. Él cruzó la calle y comenzó a alejarse, mientras Pauli venía a unirse al grupo. Dio unos pocos pasos, cuando otro hombre la interceptó y empezó a hablar con ella. Él estaba de espaldas a mí, así que solo logré distinguir que tenía puesto un traje oscuro y llevaba un maletín. Ella parecía hacerle un gesto negativo con la cabeza, pero él abrió su maletín y le mostró algo. No supe qué fue lo que llamó mi atención en ese gesto, lo descubrí cuando todo hubo terminado. Cuando lo cerró, tomó a Pauli del brazo y comenzaron a alejarse. No entraron en el edificio de departamentos privados, doblaron la esquina. Les expliqué brevemente a las “chicas”, que seguían sulfuradas por el episodio con los muchachos, que tenía que seguir a Pauli. Empecé a correr, o mejor dicho, lo intenté, pero se me dobló el pie. Me saqué los tacones y se los di en las manos a una de las  “chicas” para que me los cuidara. Todos estos segundos perdidos, sabía que podían resultar fatales. Para colmo habían doblado en una calle que era contramano, así que descarté usar el auto. Corrí y doblé en la esquina por donde habían pasado ellos. La calle estaba muy oscura, no podía distinguir nada. Corrí otra cuadra más y ahí vi una gran plaza desierta. Me adentré y empecé a gritar el nombre de Pauli como un poseso. Desde una zona donde había una frondosa arboleda en el medio de la plaza, escuché ruidos: un chasquido, pisadas. Saqué mi arma de la cartera que llevaba colgando y me acerqué con cuidado al lugar.
Oí ruidos de ramas y una corrida rápida, grité:
—¡Alto, policía!
La carrera del sujeto se precipitó.
Sentí un gemido débil. Me acerqué, y a pocos pasos estaba el bulto en el suelo, era Pauli. Me arrodillé e iluminé su cuerpo con mi encendedor. Tenía una herida de bala en la frente, el vestido levantado hasta la cintura y la bombacha baja. El asesino no había tenido tiempo de amputarle los genitales.
Sonaron las campanadas de la iglesia de enfrente.
Pauli agonizaba, con voz débil me dijo:
—Me engaño…. yo no quería… pero había mucho dinero.
Luego de un profundo suspiro, como tratando de aferrarse al aire, cerró los ojos para siempre. Sobre el césped había quedado la cuchilla que el asesino iba a usar para cortarse pene. Ahí me di cuenta que lo que había llamado mi atención, minutos antes, era que el asesino tenía colocado guantes en sus manos.

Con mi jefe decidimos decirles a las “chicas” que por un par de días no salieran a la calle. De todas maneras, estaban ya muy asustadas y doloridas por la pérdida de su cuarta compañera.
Esos dos días, en la oficina, tratamos de armar las pocas piezas de un rompecabezas que no nos conducía a nada. Esta vez solo había cambiado el lugar donde se produjo el crimen. Los anteriores fueron a unas diez cuadras del lugar, en una zona de bosques y lagos. En cambio, el de Pauli, fue en una plaza, a la vuelta del lugar de trabajo. Y sus últimas palabras que hablaban de un engaño.
Teníamos que seguir como hasta ahora: yo, infiltrado entre ellas. Y tratar de que la próxima vez no nos madrugara el psicópata. A estas alturas, la única certeza que teníamos era esa, que el asesino estaba loco.
Ya no me molestaba tener que disfrazarme de mujer. Después de ver morir a Pauli ( o más bien, a Jorge Rodríguez), el asunto se me había encarnado.
Nunca me gustaron los travestis, pero eran seres humanos que no tenían derecho a morir porque a un chiflado se le diera por hacerse el Jack el destripador del siglo XXI.
Luego de la muerte de Pauli, pasamos con mis protegidas, tres noches sin que sucediera nada anormal en la parada ni en los departamentos privados. Yo las acompañaba al terminar sus horas de trabajo hasta que subieran a los taxis, que en realidad también eran conducidos por policías camouflados  que las llevaban a sus hogares.
Las chicas también me cuidaban a  mí, de alguna manera. Cuando se me acercaba algún “cliente”, enseguida saltaba alguna diciéndole que yo no podía porque estaba esperando a un empresario que ya me había contratado y estaba a punto de llegar. Así me espantaban a los moscardones.
A la cuarta noche, mientras las chicas charlaban en grupo, yo me había alejado un poco para sentarme en el escalón de un negocio que estaba cerrado. Ya no aguantaba los zapatos y me dolían las ampollas.
Un individuo apartó a Nancy y se puso a charlar con ella. Él la tomó del brazo y comenzaron a caminar hacia el edificio de departamentos privados. Nancy se dio vuelta e hizo un gesto levantando el pulgar de su mano derecha, dándome a entender que todo estaba bien.
Mientras se alejaban, me di cuenta de que el tipo era el mismo cliente que había estado con Pauli antes de que apareciera el asesino. Tal vez hubiera alguna conexión.
Les pregunté a las chicas si conocían al tipo que se fue con Nancy, y me dijeron que solo de vista. Era un cliente que frecuentaba el lugar, como muchos otros.
Unos cuarenta minutos más tarde, salieron del edificio. Charlaron un rato en la puerta y luego vi que empezaron a caminar en sentido contrario al nuestro. Le pregunté a las dos chicas que quedaron conmigo (ya que las otras habían entrado con otros clientes al edificio):
—¿Por qué van para otro lado?
—No te preocupes tanto, Laura —sonrió, Teté— Suele suceder que a veces nos piden que prestemos servicios para algún amigo que por alguna razón no se puede acercar al lugar.
—Todavía falta un poco para que salgan las chicas del edificio. Yo voy a seguir a Nancy, si no es nada, vuelvo pronto.
Le dejé mis zapatos y empecé a seguirlos. Habían doblado en la misma esquina que lo hizo Pauli. Yo no estaba tan lejos de ellos, podía sentir su cuchicheo y la risa. Él la llevaba de la mano. Nancy se frenó cuando él quiso que se metieran en la plaza. Yo estaba a menos de media cuadra y pude ver su resistencia, mientras él la tironeaba del brazo. De repente, apareció una mujer, y se unió a la pareja. Yo no podía escuchar muy bien lo que decían, solo palabras aisladas como: “dale”, “no tengas miedo”, “sé buenita”.
Ya tenía mi arma preparada, pero además, agarré el radio y pedí ayuda a la Central de Policía.
Apresuré el paso y pronto me puse detrás de ellos que empujaban a Nancy al interior de la plaza.
—¡No se muevan, policía!
Ahí vi mejor a la mujer, era bastante mayor, como de unos sesenta años. Tenía un arma apuntando hacia la cabeza de Nancy, mientras el hombre sujetaba los brazos de la chica. No parecieron sorprenderse cuando me vieron. Nancy, balbuceó:
—Laura, Laura… no dejes que me maten…
—¡Arroje el arma, señora! —no sé por qué añadí el “señora”.
El brillo de la locura se notaba en los ojos de la mujer, a pesar de la oscuridad:
—Estos putos, engendros de Satanás, putos de mierda antinaturales, tienen que desaparecer. Si la Justicia Divina no los elimina de la faz de la tierra, yo lo voy a hacer… uno a uno hasta que se extingan.
Vi la decisión en sus ojos, y a pesar de que ya escuchaba que llegaba ayuda, disparé. La mujer cayó y rápidamente, volví a apuntarle al hombre. Él soltó a Nancy y puso sus manos detrás de la cabeza. Me pareció demasiado tranquilo. Ella se abalanzó  sobre mí y lloriqueaba. La verdad es que a pesar de la situación, sentía asco de que me tocara. Le dije:
—Tranquila, estás bien. —pero seguía llorando sobre mi hombro.

El primer auto llegó con el jefe Peralta. Lo llevamos al tipo a la oficina para que prestara declaración, después de leerle sus derechos.
Resultó ser el sacerdote de la parroquia que estaba frente a la plaza. La mujer mayor, era su tía y secretaria. A él desde chico le atrajeron los hombres, por eso su madre (de una estricta formación católica) insistió para que se hiciera cura. Su madre murió de cáncer, pero le dejó el legado a su hermana solterona, para que cuidara de que su hijo no se apartara del camino de Dios. Y esta tía cumplió muy bien con su misión, fue la autora de todos los crímenes de los travestis.
El jefe Peralta, le dijo al cura que quedaba bajo arresto con el cargo de cómplice y partícipe necesario de los hechos, y estiró las esposas para colocárselas.
El cura no hizo ninguna objeción cuando cerraron las esposas en sus muñecas. Se sonrió y con voz afinada dijo:
—Espero que sea cierto eso de que a uno lo violan en la cárcel, jeje. —y dirigiendo su mirada hacia mí, siguió:— Laura, siempre te tuve muchas ganas, pero ya sabía que eras de la poli. Mirá mi pantalón, mirá cómo la tengo de dura cuando te veo. Si algún día tenés ganas… ya sabés.
Miré hacia el piso y contuve mis ganas de amputarle su miembro de un balazo.
Seguramente mis compañeros se iban a enterar de las palabras de éste tipo. Así que ahora  tendré que negociar para que me trasladen a otra repartición.


– FIN –


Consigna: escribir un relato basado en el subgénero cinematográfico de origen italiano conocido como «Giallo».