domingo, 5 de octubre de 2014

Carta abierta al juez

Por Alejandra López.

Señor Juez:
Siempre les tuve miedo a las tormentas. Mi madre decía que los truenos son latigazos de Dios porque la gente se porta mal y anda en las tinieblas. Y la verdad es que en mi casa había mucho de eso.
Mamá era muy creyente, me llevaba a misa todos los domingos. Me decía que teníamos que rezar para que papá se curara. Que si lo hacíamos con fe, el Señor iba a hacer el milagro de que dejara la bebida y “esa otra cosa mala”, así decía ella.
La cuestión es que mi papá empeoraba. No solo llegaba a casa borracho, sino que también empezó a pegarme. Entraba de la calle por las noches y me sacaba de la cama. Tambaleándose me preguntaba: “¿Hissshhhistesss la tarea vosss?”.
A mí me daba tanto miedo que me quedaba mudo. Entonces, ahí nomás se sacaba el cinto y me pegaba. Me dejaba el culo marcado, pero más marcada quedaba mi alma. Y así fue cómo empecé a odiarlo. Mamá (¡pobrecita mamá!) trataba de convencerlo de que no me castigara, le decía que yo era un buen hijo, lo agarraba del brazo rogándole que no me pegara. Pero él se zafaba y le decía: “Casshhate vo” y le encajaba un cintarazo a ella, en los brazos.
Después sacaba una bolsita que tenía algo blanco y aspiraba.
Recuerdo que una noche, después de una paliza, mamá me llevó a su cama. Mientras me acariciaba, me contaba cuentos de piratas que eran mis favoritos. Su voz era triste. Ella se durmió antes que yo. Entonces les toqué sus cabellos, el rostro flaco pero suave. Me gustaba sentir el calor de su respiración con ese olor dulzón.
Luego le agarré con cuidado una mano, la tenía áspera de tanto limpiar casas. Acaricié su cuerpo a través del pijama raído. Tocarla despertaba en mí sensaciones raras, años más tarde supe que eran pecaminosas. Mientras tenía puesta mi mano sobre su muslo, sonó un trueno. Otra vez Dios estaba enojado, me tapé hasta la cabeza y cerré fuerte los ojos.
Bueno, ya me estoy yendo por las ramas, señor Juez.
La cuestión es que un año más tarde nació mi hermana. A estas alturas mi padre era “incorregible”, según palabras de mamá.
Yo miraba con desdén cómo la pequeña intrusa se prendía del pezón de mamá y ella le cantaba nanas hamacándola entre sus brazos.
Hasta papá parecía haber sucumbido a los encantos de ese pequeño ser.
Mamá tuvo que trabajar más horas. En algunas casas la dejaban ir con mi hermana, pero en otras, no. Entonces la dejaba a mi cargo. Decía que ya con siete años era un hombrecito capaz de cuidarla cuando ella tenía que trabajar.
En cierta ocasión, dejó a la mocosa a mi cuidado, estaba con fiebre muy alta y no había plata para comprar los remedios.
La vecina de al lado ya no nos quería prestar dinero porque se había dado cuenta de que papá se lo agarraba para el chupi.
La cuestión es que ese día mamá se fue a limpiar una casa y me la dejó diciendo que luego pasaría por la farmacia para comprar los medicamentos que le recetaron en la salita.
Ayelén (así se llamaba mi hermana) quedó dormida en la cuna. Su carita estaba roja, casi bordó; recuerdo que podía escuchar su respiración acelerada y un silbido que provenía de su pecho.
Me fui a ver la tele, era un capítulo de los Dragon Ball. No sé si usted los conocerá señor Juez, pero me apasionaban, yo quería ser tan valiente como Gokú. Bueno, la cuestión era que estaba a mitad del capítulo cuando escuché llorar a mi hermana. El llanto era débil, así que seguí mirando la serie. Habrían pasado unos cinco minutos cuando vino la propaganda y la fui a ver. Y ahí me asusté, me asusté muchísimo. Estaba despierta, con la mirada como dada vuelta, un hilo de baba le colgaba por la comisura de los labios. El cuerpo inmóvil, pero sacudía la cabeza con una energía y velocidad que me daba miedo. Yo no sabía qué hacer. Todos los consejos que mamá me dio antes de salir se me borraron de la cabeza. Cuando ya había terminado todo, recordé que me había dejado anotado el teléfono de la patrona y me dijo que cualquier cosa le pidiera permiso a la vecina de al lado para que me prestara el teléfono para llamarla.
Pero en ese momento me abataté. Pensé que a lo mejor se le pasaba con una mamadera, como cuando lloraba otras veces. Así que fui hasta la heladera a buscar una, ni siquiera atiné a calentarla.
Me daba miedo alzar a mi hermana que seguía sacudiendo la cabeza. Se la encajé ahí nomás, en la cuna. Claro que no la quería agarrar, pero yo insistí y logré meter la tetina en su boca. Se desparramó un poco de leche mezclada con baba por las sábanas y el resto fue a parar a sus pulmones (esto lo supe más tarde). Entonces dejó de sacudirse y se quedó quietita. “Bueno, menos mal que se calmó” —pensé yo. Fui a la cocina a enjuagar la mamadera creyendo que Ayelén había mejorado. Después me senté a terminar de ver Dragon Ball. Apagué la tele y volví a ver a mi hermana. Estaba muy tranquila, preciosa. El color rojo había desaparecido de su cara ahora blanquísima y muy quietita. Toqué su rostro y estaba tibio, ya no ardía por la fiebre. Pensé que estaba mejor y me fui a jugar un rato con los autitos.
Mamá llegó una hora más tarde con la bolsa de la farmacia. Me dio un beso y fue a ver a Ayelén. Un minuto después escuché su grito. Apretujé el autito verde entre mis manos, espantado. El grito había sonado desgarrador, no como cuando me retaba porque me había mandado alguna macana. Después de unos segundos, la sentí llorar mientras gritaba: “No, no, nooo…”. Ahí me di cuenta que algo malo había pasado con mi hermana. Entré a la pieza y vi a mi madre con Ayelén en brazos, meciéndola mientras las lágrimas iban rociando el cuerpo inmóvil.
A la distancia escuché un trueno.
No me quiero extender demasiado señor Juez, pero lo que sí quiero es que usted me entienda. Por eso le cuento todo esto, yo podría haber salvado a Ayelén si hubiera llamado por teléfono a mamá. Y no lo hice, me olvidé. Así que este sería un crimen por… no sé qué, ¿negligencia?, ¿omisión?
En cambio, el crimen de mi padre fue por “emoción violenta” como le llaman ustedes.
Desde la muerte de mi hermana hasta ahora, las cosas no cambiaron mucho para mí. Mamá se volvió más callada, dejó de trabajar, y cuando no iba  a la parroquia o hacía las cosas de la casa, se la pasaba todo el tiempo, acostada. Papá también sufrió, lo vi llorar por la muerte de Ayelén. Al fin y al cabo, algo de sentimiento tenía. Pero no cambió con nosotros, seguía tomando, aspirando y fajándonos de vez en cuando. Se mantenía sobrio solo mientras iba a trabajar, ¿le conté que hacía changas de albañilería?
La vida transcurrió así. Nunca tuve amigos, siempre fui más bien retraído por ese asunto que aprendí tan bien de mi madre de “No hay que andar sacando los trapitos al sol”.
Cuando estaba en el último año de la secundaria, el Cholo me contrató como empleado de su carnicería. Así que descuidé los estudios y los abandoné, pensando en retomarlos algún día. En casa no me dijeron nada. A estas alturas, necesitaban la plata porque ya no contábamos con los ingresos de mamá. Usted se preguntará por qué no me fui de ese infierno. La respuesta es muy sencilla, no la quería dejar sola con él y ella no quería dejar a mi padre. Yo le había planteado a mamá que lo abandonara, que nos fuéramos a vivir solos ella y yo. Pero me salía con esa cuestión de que “el matrimonio es para siempre”.
Bueno, vamos al grano. Ayer cumplí dieciocho años y por primera vez, desde que murió mi hermana, vi a mamá eufórica. Aunque íbamos a estar los tres solos para la cena preparó, además de la comida, una torta de cumpleaños. La escuché canturrear mientras la decoraba y me dijo que los dieciocho años son muy importantes, como los quince de las chicas ¿vio?
Me regaló un celular, sencillo pero muy lindo. Yo quedé estupefacto. Imagínese, mi primer celular. Miré a mamá, emocionado y sorprendido. Después de un rato le pregunté cómo había hecho para comprarlo. Ella agachó la cabeza, avergonzada, y me dijo que hacía tres años que estaba ahorrando, sacándole monedas de a poco a mi padre para que no se diera cuenta.
La abracé con ternura y con los ojos llenos de lágrimas, se me hizo un nudo en la garganta. Yo que pensé que esa mujer vivía solo para el recuerdo de su hija, ahora me estaba demostrando que me quería. Miré su cara ruborizada y noté que hasta se había maquillado, y todo nada más que por mi cumpleaños.
Era tarde cuando sirvió las milanesas con puré (seguramente también habría ahorrado para esto), miraba a cada rato el reloj de la pared y dijo en tono enojado: “Y eso que le dije que viniera temprano, que es tu cumpleaños”.
Cuando estábamos dando los últimos bocados apareció él, tambaleándose más que de costumbre. Se sentó a la mesa, destilaba olor a alcohol por todo el cuerpo. Mamá le sirvió su plato de comida y trajo la botella de vino, como siempre.
Yo traté de ignorarlo y empecé a revisar el celular, los jueguitos y esas cosas, ¿vio?
La cuestión es que mi padre me miró y preguntó: “¿Y eso, che?”
Antes de que yo pudiera decir algo, mamá le contestó con tono de reproche: “Es nuestro regalo de cumpleaños, ¿acaso te olvidaste de que hoy el nene cumple dieciocho?”
Y de dónde sacaste la plata para comprarle esa basura, dijo él. La junté, la ahorré desde hace mucho tiempo, le contestó ella. Jaja, ¿me la afanaste a mí o te encamaste con alguno que te pagó? Mirá cómo estás de pintarrajeada, ¿te fuiste de yiro, no?, la toreó papá.
Y entonces, mamá explotó olvidándose de poner la otra mejilla: “Sorete, sos un reverendo sorete hijo de mil putas”.
Él se sacó el cinto, enrolló una parte en su mano y tomó impulso para pegarle con la parte de la hebilla. Rápidamente me interpuse entre ellos y recibí el golpe en la cara. Por el impacto y el dolor, trastabillé. Pero me repuse, señor Juez. Me repuse y surgió de mí todo el odio acumulado; le asesté la botella llena de vino por la cabeza y cayó al piso.
De repente vi a mamá con una cuchilla en la mano, dispuesta a clavársela, se la saqué y lo acuchillé yo. Ni me acuerdo a dónde se la hundí. La verdad es que todavía se me confunden algunas cosas.
Sé que llegaron ustedes avisados por los vecinos y se llevaron a mamá, sé que ella confesó ser la autora del crimen, pero lo hizo para protegerme. Sí, ya sé que yo también dije que vi a mamá con la cuchilla y no recordaba más nada.
Pero ahora recuerdo, créame que recuerdo. Así que me declaro culpable del crimen de mi padre y de mi hermana, si es que eso fue un crimen (ya le dije que yo pienso que sí).
Por favor, deje en libertad a mi madre. No es cierto que mató a mi padre, no le crea, fui yo. Déjela que intente ser feliz, la pobre ya sufrió demasiado.
Ya está el cinto de papá preparado y está tronando, ya no le tengo miedo a los latigazos de Dios porque merezco mi castigo.
Espero que no le impresione mucho verme ahorcado. Bah, usted ya debe estar acostumbrado a eso, ¿no?
               Sin más que decirle, lo saludo atentamente.


FIN


Consigna: Escribir un relato ―género y tiempo verbal a elección― donde cuentes una historia que creas que va a ganar, inédita, escrita especialmente para el torneo.

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