lunes, 27 de octubre de 2014

Mientras corríamos

Por Sergio Bonavida Ponce.

Comencé a correr a la edad de veinte años. Por aquel entonces mi forma corporal era más bien redonda y según palabras de mi doctor "debía adelgazar".  Dieta y deporte. Así fue como comencé a correr, o en nuestra jerga, a hacer running.
En seis meses había conseguido adelgazar doce kilos. Mi compromiso con este deporte era tan grande que incluso me inscribí en la federación de corredores. Y aprovechando aquel arrebatador ímpetu, ese año me apunté a la Carrera de San Cipriano, es esta una famosa carrera popular patrocinada por el ayuntamiento de mi ciudad.
Aquel evento deportivo me ilusionaba mucho. Me entrené a conciencia. Intercambiaba ejercicios de cardio y musculación entre semana y semana. Con mi recién adquirido pulsómetro , regalo de mis padres, regulaba con ardiente interés la intensidad de mi latido y revisaba con asiduidad el histograma y los históricos.
En la federación me asignaron un número de dorsal. El 1008. Con ese último paso ya estaba listo para correr.
El día de la carrera estaba muy nervioso. Una cantidad ingente de personas se agolpaba detrás de nosotros. Por suerte los federados nos situábamos quinientos metros más adelante de la salida oficial, bien separados de aquella turba humana. Entonces me fijé en ella. Una corredora guapísima. Llevaba unas mallas verdes ajustadas que realzaban su trasero. Su pelo largo lo llevaba recogido en una curiosa coleta trenzada en forma de zigzag. Y un rostro precioso, como la guinda en el pastel, finalizaba obra de arte de que era aquella mujer.
No pude recrearme mucho pues por los altavoces dieron paso a la emocionante cuenta atrás. 5...4...3...2...1...Listos. Salida. Salida. Chillaba el comentarista mientras seguía contando anécdotas sobre años anteriores. Pude escuchar el griterío humano a espaldas nuestras. Sin darme la vuelta comencé a correr a un buen ritmo pero sin esforzarme. Cuando consiguiera encontrar mi ritmo de carrera podría intentar acelerar un poco. La chica, la de la trenza en zigzag y mallas verdes, iba un poco más adelante que yo. ¡Oh! Entonces me  fijé en su dorsal. El 1007. Teníamos números consecutivos. Yo el 1008 y ella el 1007. Aquella especie de tonto azar me hizo sentir algo, y aunque intenté centrar todo mi esfuerzo muscular y mental en la carrera, mi vista no podía apartarse del bonito cuerpo que lucía aquel dorsal 1007. En un vano intento de hombría realicé un esfuerzo y la adelanté. Quería que viera mi dorsal. Si se sorprendió o se dio cuenta de aquella casualidad numérica yo no lo noté. Llegamos casi a la par a la meta. Aunque si debo ser sincero me ganó ella. Sin embargo, se desvaneció entre la muchedumbre, supongo que de vuelta a su casa, y yo hice lo propio, no sin una cierta amargura dentro de mí.
Al año siguiente me apunté por segunda vez a la misma carrera popular con unos conocidos de la universidad que poseían la misma afición que yo. Remoloneando por la exigua salida de corredores federados buscaba con desenfreno el dorsal 1007. Y allí estaba. Pero en aquel momento la voz en megafonía del asiduo comentarista dio paso a la salida. Mi grupo no se tomaba muy en serio la carrera, así que los dejé atrás. La chica del pelo en zigzag había mejorado, su ritmo era ligeramente mejor que el del año pasado. Marchaba sola. Aquella segunda vez estuvimos peleando por cada palmo de terreno. Evitando arcenes y las botellas de plástico que lanzaban los otros corredores. Un corredor sabe que cualquier mal paso puede dar al traste con una brillante actuación. Pero lo que me tenía realmente aturdido era el vaivén de aquellas caderas hipnotizadoras. Esa visión entorpecía mis pensamientos y no ayudaba para nada en mi concentración, e incluso en un leve momento de distracción tuve que reprimir el inicio de una erección. El dorsal 1007 volvió a ganarme la carrera. A una distancia prudencial pude observarla, anegando su sudor con su mano. Y en aquel instante, sorpresa, su mirada se clavó en mí. Estaba mirándome fijamente. El corazón me latió con fuerza acusando el esfuerzo. Deseaba iniciar una conversación con aquella chica. Levanté la mano y la saludé, ella hizo lo mismo señalándose su dorsal y después señalando el mío. Aquel gesto me dio a entender que ella también se había dado cuenta de la consecución de los números. Pero de repente aparecieron mis conocidos de la universidad y me zambullí en aquel clima de camadería. Desgraciadamente aquello ocasionó perderla nuevamente de vista.
Entre el segundo y tercer año comencé a salir con una chica de la universidad. Era muy bella y simpática. Pero no le gustaba el running. Y el tiempo pasó...
La tercera carrera popular de San Cipriano estaba próxima. Sólo un par de días me separaban de aquel ansiado evento. Mi novia insistió en esperarme al final de la línea de meta. Yo no estaba del todo seguro de querer aquello. La noche anterior a la carrera un leve recuerdo de la chica del dorsal 1007 me desveló. Y aunque en aquel año debo reconocer que me había olvidado de ella, la cercanía de la carrera, reavivó los recuerdos de años anteriores. El día de la carrera vi aquel número tan conocido por mí en la salida de federados. 1007. Y nuevamente, como en el eterno retorno, la carrera comenzó. Como siempre, me volvió a ganar. En esta ocasión, al final de la carrera, se me acercó y me habló. "Hola número 1008. No lo haces mal, si mejoras la pisada quizás el próximo año me ganes." Su jactanciosa sonrisa era preciosa y por un momento me olvidé de mi novia. Estuvimos hablando con una cordialidad innata, como si nos conociéramos toda la vida, pero apenas fueron un par de minutos. De entre la gente apareció inoportunamente mi novia, y sin tiempo a reaccionar me abrazó y me propinó un beso. Yo estaba anonadado. Me despedí torpemente de la chica del dorsal 1007 a la que ni siquiera le pude preguntar por su nombre. Mi novia me realizó la casi obligatoria pregunta:"¿Quién es esa chica?". Apenas balbucí: "Una corredora que conozco".
A los pocos meses dejábamos la relación. No es que fuera mala chica, ni que nos lleváramos mal, pero no teníamos ninguna afición común, y mi tiempo dedicado al entrenamiento y a los estudios era cada vez mayor. Tampoco me quise engañar a mí mismo. No podía quitarme de la cabeza a la chica del dorsal número 1007.
En el cuarto año yo estaba empeñado en ir a por todas con la chica del dorsal 1007. Hice mis estudiados planes por adelantado. Las frases que debía decir, las que no, evalúe los pros y los contras de infinidad de variaciones de una misma conversación. El día de la carrera el cielo estaba nublado. Allí estaba ella, pero en aquella ocasión no corría sola. Iba acompañada de otro federado. Mi corazón tembló funestamente. Deseé que fuera un amigo, esperanza que se desvaneció en cuanto llegamos a la meta, el chico la agarró tiernamente de la mano. Después de eso la beso en el cuello. Tantos planes para nada. Antes de irme ella me vislumbró entre la masa de corredores y me dedicó un afectuoso saludo que le devolví. Aprovechando que su acompañante estaba ausente me acerqué y hablamos. Comentamos la carrera y con esa astucia propia de las mujeres en un momento de la conversación me preguntó por mi novia. Le conté que habíamos roto. Así estuvimos hablando un par de minutos más hasta que volvió el gorila de su "novio". Nos despedimos agradablemente. Y quizás fuera mi subconsciente pero por un instante, al girarme para irme, creí que me miraba con pesar. Posiblemente era lo que yo deseaba pensar. Volví a casa muy alicaído. Además, me había vuelto a ganar.
Durante todo el año pagué a un entrenador personal. Mejoré mi técnica. Hacíamos ejercicios a diario.
Era el quinto año que me presentaba a la carrera popular de San Cipriano. Estaba en mi mejor momento físico y ya había tenido muchas experiencias en otras pistas y carreras. A aquellas alturas San Cipriano no suponía ningún reto para mí. Pero seguía acudiendo por el placer de volver a verla. La chica del dorsal 1007 apareció otra vez con el mismo tipo del año anterior. En la salida nos saludamos y me invitaron a correr a su lado. En aquella ocasión pude hablar mucho más rato, y aunque su "novio" no era un mal tipo, no lo podía sufrir. En aquella ocasión yo llegué antes que ellos. Mientras realizaba los ejercicios de estiramiento, pasada la línea de meta, observé como discutía con su pareja. Ella limpió una lágrima de su rostro. Ese día, después de cinco años, conseguí ganarle por primera vez una carrera, pero eso no me hizo sentir mejor. 1007 estaba cabizbaja. Estaban teniendo claramente una discusión de pareja. No me acerqué a ella por respeto. Volví a casa pensando en el próximo año.
Pero la vida guarda sorpresas en cada esquina. Durante el año siguiente me sucedieron experiencias muy extremas y estúpidas. Me enamoré tontamente de una chica de mi clase y me casé en una ceremonia fugaz. Mi familia se enfadó mucho al enterarse. El tiempo les dio la razón. A los seis meses nos separábamos. Un año extraño. Abandoné un poco el deporte y mi forma física se resintió. Sin embargo acudí a la carrera popular de San Cipriano por la simple costumbre de querer volver a verla.
Aquel año, fuera como fuera, hablaría con ella. Pero ese año no apareció. Era mi sexto año compitiendo en la carrera de San Cipriano. Corrí totalmente apático y rodeado de la soledad de una multitud de personas. Al llegar a casa vomité y durante un par de días me sentí mal.
Es curioso cómo cambia la vida. Me planteé tantos retos y objetivos durante todo ese tiempo. E incluso algunos los realicé. Acabé la universidad y conseguí mi primer trabajo decente por vez primera en mi vida. Mi familia, en unos pocos meses, perdonó mis estupideces pasadas y me volvió a hablar. La vida es un ying y un yang. Una época mala. Una época buena.
El equilibrio de los opuestos.
Y volví a entrenar como hacía tiempo no lo había hecho. Ya era mayor para destacar profesionalmente en el running pero seguía corriendo por afición. Las desgracias de la vida aún no habían destruido esta ilusión en mi vida.
Era el séptimo año que me presentaba a la carrera de San Cipriano. No tenía ninguna esperanza de volver a encontrarme con el dorsal número 1007 después de su ausencia del año pasado. Incluso sopesé si ir. Al final ganó mi lado nostálgico y acudí. Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir el número 1007 en una mujer completamente calva. No reconocí su rostro hasta que me sonrío. La reconocí por aquel gesto tan suyo, por su rápida sonrisa. Nos saludamos y hablamos un poco antes del inicio de la carrera pero sin entrar en detalles personales. La voz del comentarista que marcaba el inicio de la salida bramó como cada año. Salida. Salida. En aquella ocasión el ritmo de ella era más lento y yo me encontraba físicamente mejor. Pero la duda me corroía, ¿Donde estaba su larga melena? ¿Por qué estaba calva? ¿Quizás tuviera alguna enfermedad? ¿Cáncer tal vez? Una miríada funesta de posibilidades se generó en mi mente mientras nos debatíamos en nuestra particular lucha. Llegué a la conclusión que todo aquello daba igual. Ella estaba allí conmigo. Me prometí a mí mismo que aquel día hablaríamos mientras le invitaba a un café.
Acabé la carrera diez segundos por delante de ella. No tuve que esperarla mucho. Cuando me vio sonrío como quien sonríe a un viejo amigo. Por supuesto le invité a un café y se dejó invitar. Le pregunté por su nombre después de siete años de coincidir corriendo. Ella respondió y replicó realizándome la misma pregunta. Acabada la presentación, fuimos a una pequeña cafetería italiana y estuvimos hablando largo rato hasta que se hizo muy tarde. Apenas recuerdo las cosas que hablamos, solo me quedó la maravillosa sensación de esa mágica conexión mutua. Nos habíamos enfriado e íbamos a salir de aquel encuentro con un resfriado o algo peor. Antes he dicho que no recordaba apenas nada de aquel encuentro, no era exactamente cierto, si recuerdo mi última pregunta pues me costó mucho realizársela, "¿Estas enferma?", le pregunté con pena mientras señalaba su preciosa cabeza sin rastro de pelo alguno. Ella rió animadamente. “No bobo", contestó, “esto es por una apuesta con una amiga". La miré asombrado. "¿Qué clase de apuesta hace cortar a una mujer su bonito pelo largo?" le comenté realmente asombrado. Ella rió aún más. Yo seguía sin entender porque estaba tan contenta de no tener pelo. Entonces se calmó. “Verás", me dijo, “mi amiga se apostó conmigo que si me cortaba el pelo al cero y el tonto del dorsal 1008  me invitaba a un café, ella también se cortaría el pelo". El tonto del dorsal 1008 era yo. Me reí mucho con aquella apuesta y pensando, que por mi culpa, otra mujer a la que no conocía también se quedaría calva por una temporada. Aquella imagen me hizo reír con una risa contagiosa. Ella también empezó a reír como una loca. Nuestras mentes se rozaron por un breve lapso de tiempo y reímos como niños al compás de un antiguo juego. Nuestros ojos lloraban de la alegría.
Por desgracia el camarero muy amablemente nos señaló la salida. Era tarde.
Por suerte para mí ella cogió la iniciativa, al igual que en las carreras, siempre un paso por delante.

"Vente a mi casa", me sonrío, "nos duchamos, cenamos y seguimos hablando."
La verdad sea dicha aquella noche no hablamos mucho. Tampoco cenamos. Pero desde entonces ya hemos pasado doce años juntos. Un tiempo maravilloso que nos ha permitido hablar mucho de todo aquel periodo en nuestras vidas. Y en esos momentos de intimidad compartida siempre recordamos lo que cada uno pensaba del otro... mientras corríamos.


– FIN –


Consigna: escribir un relato que transcurra en el ámbito deportivo, con el deporte elegido como base principal.


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