jueves, 18 de diciembre de 2014

Voces de Navidad

Por Vanesa Ian.

          El sol entraba por la ventana, como un invitado que se ha colado a último momento y ha venido solo a aguarnos la fiesta. Al menos, así lo sentía Sofía. No quería que la luz tocara su piel, no quería ver la marcas que el desgraciado de Juan le había dejado la noche anterior. Se levantó del sofá y cerró bien las cortinas. Y ahí se quedó, sola, en la oscuridad y esperando a que la vocecita le dijera que hacer a continuación.
Sofía era una mujer de treinta y cinco años, muy bonita, por cierto. Se había casado joven, todas las ilusiones las había puesto en ese hombre nefasto, que en esa época era un buen muchacho, o al menos, eso creyó ella. La colmó de halagos, siempre le enviaba cartitas de amor con una de sus compañeras de colegio, las que ella leía en el recreo, extasiada de felicidad. Un día, la invitó al cine y aceptó, aunque ella tuviera diecisiete años en ese momento y el veintidós, era bien visto por su madre. Lo consideraba un hombre hecho y derecho, según sus palabras, no era como los tontos adolescentes que solía llevar a casa Sofía, esos que siempre armaban lío y no sabían tener la boca cerrada. Y la palabra de su madre, era palabra santa, ya que era su única familia, su padre murió cuando ella tenía tan solo cinco años. Terminó la secundaria y cuando Juan le propuso matrimonio no tardó en aceptar. La carrera universitaria, que tanto había soñado, podía esperar unos años, hasta que ellos se “asienten”, había dicho Juan y a ella no le pareció raro en lo más mínimo, todo lo contrario, creyó que era lo máximo.
Todo fue bien durante el primer año, Sofía, vivía en una casita chiquita, pero muy mona, la cual brillaba de limpia. Su esposo, se recibió de abogado ese mismo año y no tardó mucho en empezar a trabajar. Ella siempre pensaba que él sabía hablar, él tenía el don de la palabra, y eso no era poca cosa en ese submundo de cuervos, negros como la noche. Al siguiente año quedó embarazada y, si bien ella se consideraba una mujer feliz, ese día, cuando se enteró y se lo contó a su marido, sintió el súmmum de la felicidad, un éxtasis imposible de describir.
Se acercaba la navidad y su madre y ella deseaban hacer las compras navideñas en el nuevo centro comercial, entonces Juan se ofreció a llevarlas. Ellas pasarían las fiestas en la casa de los padres de Juan y querían llevar un regalo a cada uno de los miembros, y eso que eran muchos… Todo sucedió muy rápido, lloviznaba y la calle estaba resbaladiza, Juan hizo una mala maniobra al esquivar a otro conductor, perdió el control y estrelló el coche contra una columna de alumbrado público. Su madre murió en el acto, ella perdió su bebé y Juan no sufrió ni un rasguño. Ese fue el verdadero comienzo del fin.
Ella entró en una depresión lógica, cada día que pasaba, le costaba más y más volver a su rutina. Poco a poco, Juan empezó a maltratarla. Si la comida no estaba lista cuando él llegaba, pellizco en el brazo. Si estaba fría porque él llegaba más tarde de lo debido, tirón de pelo. Si la camisa estaba mal planchada, nalgada. Ahí fue en donde la primera voz hizo su aparición. Mátalo, decía. Y aunque ella casi no recordaba a su padre, estaba convencida de que la voz pertenecía a él. Con el tiempo, empezó a tener largas charlas con esa voz, de las que, sin darte cuenta, te pones a hablar en la calle y alguien te mira extrañado, entonces disimulas una tosecita. Más tarde, se unieron otras voces, algunas creía reconocerlas, como la de su padre y luego la de su madre, pero del resto no tenía idea; hasta pensaba que variaba el interlocutor de su cerebro, según lo que esa voz quisiera decir. Si bien, ella en un comienzo creyó que estaba volviéndose loca, poco le duró esa certeza. Si seguía hablando con las voces, era porque le decían lo que iba a pasar y le daban concejos sobre cómo actuar.
Una vez, se le había hecho tarde en el mercado porque se puso a charlar con la chica de la panadería, ella ya no tenía amigas y disfrutaba mucho cuando podía conversar con alguien, pero el tiempo se le había escapado sin darse cuenta. Cuando llegó a su casa y aun sabiendo que no llegaba con la cena a horario, se puso a preparar el pastel de carne que quería Juan, él todos los días le decía que debía preparar de cena y pobre de ella si no lo hacía. Cuando faltaban diez minutos para que Juan cruce la puerta y media hora para que el pastel estuviera listo, la voz le dijo:
—Cuidado Sofía, cuando te diga “maldita inútil de mierda”, cúbrete el ojo derecho, levanta el brazo.
Y así fue, tal cual, se evitó un ojo negro o algo peor, le quedó el antebrazo hinchado, pero eso se tapaba fácil, una blusa de mangas largas y listo.
Así fueron pasando los años, entre golpe y golpe. Las alegrías, si es que alguna vez las hubo, eran cada vez más distanciadas. Para colmo de males, tenía que aguantar a la siniestra suegra por teléfono todos los días y verle la cara los domingos al mediodía en el almuerzo familiar. Era una vieja sádica y malvada, que no tardó en sacar las uñas de una verdadera bruja cuando se dio cuenta que ella se había quedado sola en el mundo. Varias veces la había visto pellizcar a los hijos del hermano mayor de Juan, o sea, sus nietos, y a las niñas, hijas del hermano menor, les tiraba de las trenzas cada vez que podía. Eso significaba, no ser vista por nadie. Sofía la vio, porque se lo dijeron las voces.
—Cuando tu suegra vaya a ver a los niños al jardín, síguela despacio, que no te vea Sofía, y fíjate lo que hace —dijo una voz indefinida.
Y Sofía la vio. La voz la instó a que hablara, a que contara, pero esta vez, ella no hizo caso. No servía de nada hablar, seguro lo negaría y pobre de ella después.
Llegó un momento en que las voces no paraban de hablar, hablaban entre ellas mismas, y no la dejaban dormir. Sofía se hallaba inmersa en una hiperrealidad que rayaba lo absurdo. A veces, pensaba, por qué si las voces sabían tanto, no le decían un número de la lotería, así ella se fugaba para siempre. Pero no, sabía, muy dentro de ella, que jamás tendría el valor de hacer algo semejante, porque también sabía que Juan, la perseguiría hasta el fin del mundo si era necesario y no quería pasarse el resto de su miserable vida huyendo y mirando sobre su hombro; esto era hasta la muerte, como tantos años atrás había jurado ante Dios, sería hasta que la muerte los separe.
Con el correr de los días las voces, (una voz en especial), la instaba constantemente a actuar. Esa voz le había dicho que su nombre era Vescatur* y que era el Dios de las causas justas, y que la de ella era una causa justa. Ella, al estar cada día más metida en ese mundo de ensueño, no respondía como antes a las exigencias de Juan, lo que hacía que Juan estuviera cada día más y más violento. Vescatur se hizo cada vez más insistente.
—Tienes que matarlo, Sofía, antes de que él te mate, porque eso es lo que va a pasar, te lo aseguro —dijo Vescatur.
—¡No puedo! No sé cómo hacerlo —contestó confundida.
—Yo voy a ayudarte, solo tienes tiempo hasta navidad, después, será tarde. Ahora escúchame y sigue al pie de la letra el plan —dijo terminante, Vescatur.
Y ella escuchó, sus ojos se iban abriendo a medida que las palabras entraban en su cerebro, hasta que quedaron velados. Podían, tranquilamente pasar, por los ojos de una muñeca. Unos ojos vacíos, sin alma.
Faltaban solo dos días para navidad. Sofía, empezó a actuar. Cuando Juan se fue esa mañana, Vescatur le pidió que saliera a la calle y se fijara en los setos de la casa de enfrente, lo que debía encontrar era una prescripción médica, que él sabiamente, había hecho “volar” del bolso de una descuidada señora. Cruzó la calle, y ahí estaba, flameando entre los setos, como Vescatur le había dicho. Caminó hasta la farmacia y entregó la receta como si fuera suya, nadie peguntó nada. Volvió con una caja en la mano, con el contenido exacto, de sesenta comprimidos ranurados de Clonazepam. Esa mañana la utilizó para hablar con su malvada suegra sobre la cena navideña. Todos los años pasaban las navidades en casa de Sofía y ella debía preparar todo, ellos solo llegaban y sentaban su fruncido culo en la silla y ella debía de atenderlos como si fuera su mucama. Bueno, este año será el último y se llevarán de regalo una linda sorpresa, pensó Sofía, mientras una risita siniestra se escapaba de sus labios.
Vescatur le había dicho que a las dos de la tarde iba a recibir un sobre lacrado, y así fue, cuando escucho el sonido del papel deslizarse bajo la puerta corrió a buscarlo. Debía abrirlo y mirar bien la fotografía, después ir a la peluquería y pedir exactamente eso. Sofía abrió el sobre y lo que encontró adentro fue un pasaporte, un documento de identidad, un pasaje de avión a Canadá y mucho dinero. Se quedó mirando el pasaporte, lo que vio le gustó, nunca había probado el color rubio y esa foto que jamás se había tomado le decía que iba a quedarle muy bien. Fue hasta una peluquería a la que nunca había ido, en la otra punta de la ciudad, y pidió exactamente eso, el resultado fue asombroso. Al salir, compró un pañuelo grande y se lo ató a la cabeza para ocultar su cambio.
Cuando llegó a su casa agarró el mortero y empezó a aplastar metódicamente las sesenta pastillas. Continuó con la cena, una exquisita bolognesa que acompañaría las pastas de esa noche, de la cual, obviamente, ella no probaría bocado.
Más tarde llegó Juan, hecho una furia como siempre y con ganas, muchas ganas de agarrárselas con ella.
—Imagino que tendrás la cena lista Sofía, hoy no estoy para peros —dijo en forma altanera, las discusiones en su trabajo le daban hambre o nada arruinaba su rutina, por lo visto.
—Sí, mi amor —contestó Sofía.
—¿Qué mierda te has puesto en la cabeza, mujer? ¡Dios!
—Es solo un baño de crema, Juan. Es para tener el pelo más bonito mañana, en la cena de navidad —respondió Sofía, esperando que no notara el cambio antes de estar fuera de combate, si pasaba eso, todo su plan se desmoronaría—. Siéntate y come.
—¿No vas a cenar?
—No, esta noche comeré solo fruta, no quiero tener pancita mañana.
La respuesta de él fue solo un gruñido.
 Y Juan comió. Cuando iba por el segundo plato su boca se abrió en un gran bostezo. Sofía esperaba y ofrecía más. Cuando sus ojos se pusieron vidriosos, se sacó el pañuelo y enseñó su nuevo cabello.
—¿Te gusta, mi amor?
—No… me siento…bien, pareces…puta…unaputademierda —dijo, uniendo las palabras, en un último esfuerzo por mantener la consciencia.
—Me lo hice pensándote amor, vamos a la bañera, a darte un buen baño de inmersión, creo que te pasaste con el vino esta noche.
Lo llevó a rastras prácticamente, como tantas veces había hecho cuando llegaba pasado de copas. Lo desnudó mientras se llenaba la bañera. Lo sumergió entero, cuando Juan abrió los ojos al sentir la falta de aire, el último vistazo que dio de este mundo fue la cara de su esposa sonriendo y la de un ser extraño, con unos largos dientes y una cara ancestral al lado de ella. Esos dientes son para morder y desgarrar, pensó, presa del pánico pero sin poder hacer nada. Entonces, murió.
Sofía rápidamente puso manos a la obra. Seguía una a una las instrucciones que Vescatur le daba. Había llegado el turno de cortar y seccionar. Ella prestó atención y lo hizo a la perfección, parecía como si en vez de haber sido ama de casa toda su vida, hubiese sido carnicera, eran cortes limpios, impecables, pensó que su madre estaría orgullosa de ella, ya que siempre la criticaba porque no sabía ni trozar un pollo, siempre le pedía al carnicero que lo haga por ella. Pero, esta vez, el pollo es Juan, dijo entre dientes riendo.
Una vez cortado, seccionado y eviscerado, venía el momento de pelarlo, si, los seres humanos también se pelan, al igual que cualquier animal; era una tarea de mucho cuidado, había que hacerla con un cuchillo especial para no dañar la carne que había debajo. Cuando terminó, el alba ya hacía su aparición. Llevó los trozos a la cocina y los dejó marinar unas horas en ricas especias y condimentos, mientras ella limpiaba el desastre del baño. Una vez concluida esa tarea, puso las presas en una asadera con ajíes y cebollas y las metió al horno. Vescatur había dicho que era necesario unas cuatro horas de cocción en horno moderado. Aprovecho ese tiempo para dormir. A las veinte horas llegaron los “invitados” a la cena navideña.
—¿Y Juan? —ni buenas noches, ni feliz noche buena, nada. Así entró su suegra.
—Buenas noches, primero, —contestó sonriendo Sofía— A Juan lo vino a buscar un cliente muy importante que tuvo un problema legal, viene dentro de un rato, dijo que empecemos la cena sin él.
—El auto está afuera, y ¿por qué te has puesto ese ridículo pañuelo en la cabeza? Pareces una de esas estúpidas mujeres árabes —preguntó sin tacto alguno su suegra.
—El auto está afuera porque lo vinieron a buscar, dije, y las mujeres árabes no son estúpidas, el pañuelo es última moda en Europa y le gusta a tu hijo —contestó Sofía conteniendo la irritación que esa maldita mujer provocaba en ella, se consolaba pensando en que esa sería la última vez que la soportaría.
—En Europa hace frío, Sofía, aquí hace un calor de mil demonios, —contestó la vieja bruja, siempre tenía que tener la última palabra— vamos a comer, querida.
Si, pensó Sofía, vamos a comer y verás que sorpresa te llevas mañana, puta vieja.
Se sentaron a la mesa y Sofía sirvió la cena. Como siempre, los maleducados de los hermanos de Juan, empezaron a comer antes que ella terminara de servir.
—Esto está delicioso cuñada, la mejor carne que comí jamás. Esta vez, sí que te has esmerado.
—Es cierto Sofía, este cerdo está delicioso. Lo mejor que has hecho hasta el momento, sin dudas, —añadió su suegra— siéntate y come, querida.
—Sí, ¿por qué no?, si está tan sabroso como dicen… —y probó, Sofía probó.
El avión partía pasada la media noche, por eso Sofía programó su celular para que suene dos horas antes. Fingió hablar por teléfono y dijo:
—Voy a buscar a Juan, el auto que lo traía se ha roto a mitad de camino. Ustedes siéntanse como en su casa, ya vuelvo.
En el auto estaban las valijas preparadas en el baúl. Se subió y partió rumbo al aeropuerto.
Nunca más en su vida volvió a ver a esos parientes siniestros, ni a saber nada de ellos, aunque lamentó no estar ahí cuando se dieran cuenta de lo que habían comido, le habría gustado verles la cara. El avión salió a horario y todo fue sobre ruedas, o sobre alas, si lo prefieren. Sofía llegó a Canadá, desembarco, pasó unos días en un hotelucho de mala muerte y cruzó por tierra a Alaska.
Residió un tiempo en un pueblito costero y luego se mudó a Juneau. El idioma no fue un problema y ella se adaptó de maravillas a ese nuevo lugar, tan distinto al que había vivido toda la vida. Hizo amigas y amigos. Pasó por diferentes empleos cada uno mejor que el anterior. Vescatur seguía siendo su amigo y aliado, jamás podría desentenderse de él. Él la había salvado, liberado y todo le había ido tan bien… Es por eso que cuando le sugirió que busque empleo en Alaska Network on Domestic Violence & Sexual Assault*, ella no dudó. Él le explicó que debía conseguir ese empleo, porque,  en Estados Unidos, cada año, dos millones de mujeres eran violadas o acosadas físicamente por un pariente cercano, una cifra que es tres veces más alta en Alaska, y ella tenía que ayudar.
Demás está decir que Sofía consiguió el empleo, como todo lo que se proponía en esta nueva vida que tenía. Ayudó como concejera a muchas mujeres maltratadas por sus esposos, y si bien, ese era el trabajo que se le había otorgado, y ella lo cumplía a la perfección, también ayudó a la comunidad de una manera diferente, una manera que solo ella sabía.
Cuando empezaron a desaparecer esos esposos maltratadores, nadie sospechó; eran lacras humanas y todos pensaban que se habían ido para evitar el castigo de las autoridades. Nadie jamás se dio cuenta de nada. Y Sofía hace un gran favor a la comunidad que tan amablemente la acogió en sus brazos, Sofía recibe de la comunidad, lo que para ellos es basura y ella, sabiamente y con la incalculable ayuda de Vescatur, lo transforma en comida…
Fin


*Vescatur: Palabra del latín cuyo significado en español es caníbal.
* Alaska Network on Domestic Violence & Sexual Assault: Red de Alaska sobre la Violencia Doméstica y Asalto Sexual.


Consigna: que la historia transcurra en época navideña.


No hay comentarios:

Publicar un comentario