sábado, 31 de enero de 2015

Ilusión de indulto


Por Diego Hernández Negrete.



Retocó su rostro con aquel gel que se tornaba en una suave capa de espuma fragante. A la par con el individuo de mismos gestos y facciones, comenzó a retirar la espuma suavemente con la navaja de afeitar de antaño, dejando al descubierto una nueva piel que lucía ligeramente más clara que el resto de la cara.
Otrora le hubiese sido más sencillo utilizar la máquina de baterías recargables que le había regalado su prometida, sin embargo, ella ya no estaba. Prefirió sentir por última vez el delgado filo del acero inoxidable empezando no muy lejos de su yugular hasta un dedo del lóbulo de la oreja. Habiendo terminado de rasurarse dejó el rastrillo sobre el alféizar, trató de convencer a sus múltiples facetas de ese momento si sería o no, la mejor decisión. Existía en él una ausencia de sentimientos que le hacían perder cualquier esperanza de vida. Todo se había ido al carajo.

Amaneció un día más después de pernoctar su primera y última noche en el lugar que sería su misa de agradecimiento, decidió convertirlo en su lecho de muerte.

Habían pasado tan solo unas cuantas horas desde que había recuperado la conciencia después de aquel aparatoso accidente. Recordaba vagamente ir manejando tranquilamente con Ely a su lado. De pronto aquel camión de dieciséis ruedas embistió su lado izquierdo haciéndolo rebotar contra una fila de carros aparcados en el carril del extremo derecho. Dos vueltas y todo se tornó en obscuridad.

Despertó una vez en el hospital aunque de eso recuerda nada. Él pregunta sobre Ely aunque se vuelve a sumergir en el sueño.

Sebastián creyó que Ely había sobrevivido al accidente. Sin embargo su familia mintió para tranquilizarlo cuando éste apenas recuperaba su conciencia. No recordaba detalles aunque él mismo se culpaba de haber ocasionado la muerte de su amada. Ningún recuerdo podía servir de consuelo. Después de tantos planes ni siquiera podía encontrar un solo motivo para seguir en pie.

No había un dolor físico, mas bien sentía una agonía mental que desvalorizaba todo aquello a su alrededor. Era incapaz siquiera de derramar una lágrima, simplemente su alma se había mudado a otro lado y su cuerpo vagaba sin razón alguna en la triste e irremediable realidad.

La ilusión del indulto pareció más como la esperanza de que todo se tratara de una mala pesadilla o inclusive una pésima broma. Sin embargo Sebastián perdonó su vida toda la mañana.

Ya a medio día sacó una cuerda gruesa de aproximadamente cuatro metros de largo que le sería suficiente para hacer un nudo bajo la parhilera de la pérgola floral que en los días futuros inexistentes sería su altar de boda. Regó sobre el suelo los pétalos secos que arrojarían las inocentes criaturas al celebrar la utópica unión, colocó una de las sillas que sería destinada para los padres de la novia y subió a ella. No vestía el mismo traje que llevaría porque ese había sido olvidado en la tintorería. 


Sebastián ató la soga cuidadosamente por debajo de su hueso hioides y sin decir una palabra de despedida se arrojó al abismo en busca de su prometida. 

sábado, 24 de enero de 2015

Versos andinos en primavera


Por Ricardo José Vega.


Esos ríos secos de la montaña 
de repente comienzan a revivir
aumentan las aguas,
plantas y peces ,
flores silvestres ... algun venado 
zorros plateados ...gatos monteces..

…son un retrato de las lindezas 
que a mi y a vos 
dá de regalo la Pachamama..
.la madre vieja 
cuando a la tierra la mueve  Dios !



El olor acre en los pastizales 
encabrita caballos,
y los zorzales 
que silenciaron hoy su cantar ...



y la  ventisca se cuela arisca 
por entre rocas de los collados...
aguas de ríos, bordeando valles,
potreros rudos alborotados 
pájaros turbios que raudos pasan 
perturbadores por asustados ,



anuncian viene
a todo vuelo
nomás traídos por viento y agua 
de la tormenta...

pólen y gérmen ...
de sementera ...

para estrellarse contra Los Andes

que es gran muralla...



Serán semilla…
de la verdura y de la gramilla ...
y allá en los valles 
se harán madera...



Sobre las nubes
ya sobrevuela 
un cóndor nuevo...

- la Primavera -



que imprime fuerte
su amor salvaje 
a todo lo vivo 
en la Cordillera …



Recorreremos despues las heras, 
haremos fuego 
en algun refugio de la montaña 
y mi querida se verá hermosa 
andina y nevada ...
cual flor cuajada 
por vez primera ...



encaramada en mi amor prohibido
y enloquecida de Primavera.

sábado, 17 de enero de 2015

El otro corredor


Por Daniel Mario Echeverria.


Se puede correr por un largo tiempo
Correr por un largo tiempo
Correr por un largo tiempo
Tarde o temprano, Dios te hará caer
Jonnhy Cash.


Hoy salí a correr como todos los días de mi vida. Digo de mi vida porque cuando uno pasó los cincuenta años, las cosas que hace, son las que hizo toda la vida. Nadie empieza algo nuevo después de los cincuenta. Para ser preciso debería decir que corro hace treinta años, pero no está mal pensar que tal cantidad bien puede ser una vida entera.
Las rutinas disuelven las fechas importantes. Da lo mismo que sea Navidad, año nuevo, el día de la bandera o mi cumpleaños o el de mis hijos. Yo me levanto, me pongo la remera (casi siempre uso una color naranja que me va cómoda ahora que estoy un poco gordo) las zapatillas, y salgo. Sin cuestionarme nada, sin pensar, llueva, truene o haga mucho frío. Corro.
A veces pienso cuán egoísta fui con mi mujer y con mis hijos por hacer lo que me gusta. Ellos nunca compartieron mis rutinas, y yo jamás dediqué mucho empeño por incluirlos. Me cacé grande y cuando nacieron mis hijos, las rutinas ya eran carne.
Hoy tomo este apunte no como una memoria sino porque ocurrió algo extraordinario. Pero antes debo contar algo más.
Otra rutina vitalicia y que también me aisló es la de escribir. Siempre llevo una libreta y una birome para que no se me escapen las ideas. Corriendo se me han ocurrido los mejores textos. Espero que este se pueda leer, porque escribo sin lentes –cuando salgo a correr no los uso-. No sé si podré terminarlo. Estoy recostado debajo de un árbol al costado del camino y me duele mucho el pecho.
Y a pesar de que escribir y correr se complementan: escribir me mantiene muchas horas sentado y correr lo contrario; hay un punto en el que no se llevan bien. La tensión de muchas horas escribiendo me hace fumar. Y fumo mucho, y también –y esto es literal-, de toda la vida. Un amigo médico me dice que deje de fumar o de correr, porque las dos cosas juntas son peligrosas. Yo no puedo.
Fui competitivo, quiero decir que de joven corría para ganar carreras aun fumando. Ahora, en cambio, corro casi exclusivamente para destapar de nicotina los pulmones. Una hora por día. Pero contra las siete u ocho que escribo y fumo, son pocas. Cada vez me cuesta más correr, sobre todo si hace mucho calor como hoy.
Correr duele y los corredores estamos acostumbrados al dolor. Duele al principio, pero con los kilómetros algunos dolores ceden. Yo los conozco, tuve todas las lesiones que se pueden tener, hasta una fractura en el cuarto metatarsiano. Sé cuándo conviene parar o cuando el dolor va a desaparecer.
Como últimamente, durante el primer kilómetro, me duele el pecho y se me seca la garganta, pero ni bien llego a la calle Roma, donde se cumple el primer kilómetro y empieza el camino, el dolor cederá.
Hoy, el dolor no me abandonó y por eso tuve que parar, pero antes ocurrió algo que jamás hubiera imaginado.
Jamás corro solo. Me sobrevuelan los fantasmas que creé a lo largo de mi carrera de escritor. Por el camino, a la vera del rio, dirimí sus conflictos, se enamoraron, se besaron y hasta tuvieron sexo –detesto la palabra coger-, frente a mis ojos. Vi sus caras sobre mi propia sombra, o entre las ramas de los sauces y los ceibos que bordean el camino. Acá, una mañana diáfana, se me apareció el demonio y nació mi novela sobre el pacto diabólico.
Ya dije que cuando corro no uso lentes y lo único que veo con claridad –además de los fantasmas-, son dos metros de camino delante de mí. Lo otro ocurre dentro de una niebla en la que sólo distingo los colores fuertes.
En el kilómetro tres, rumbo al punto en el que emprendo la vuelta, donde el follaje se cierra en un techo verde claro sobre el camino, vi que en sentido contrario avanzaba un corredor con una remera del mismo color que la mía. Nada extraño, por este camino corre mucha gente. Y suelen usar colores fuertes para llamar la atención cuando el camino se termina y se deben esquivar los autos en la calle. Pero al acercarse, la remera dejó de ser la única similitud. Corría con un estilo similar al mío, tenía la misma altura y hasta mis canas. A corta distancia, aunque aún dentro de la niebla que me circunda, escuché su respiración forzada, el mismo silbido asmático que tengo. Cuando nos cruzarnos, hice un gesto de saludo bajando un poco la cabeza. Él sonrió con naturalidad. Con la misma naturalidad con la que yo veía a los fantasmas de mis relatos. Tomé nota de sus rasgos, por la manía que tenemos los escritores. Y deberá creerse esto en sentido absolutamente literal: el corredor que crucé hace un rato, tenía mi cara.
Paré y me di vuelta. Mientras él se alejaba, pensé: esto no puede estar pasándome a mí. Es un argumento de película de bajo presupuesto. Le eché la culpa al calor, a la deshidratación, o a la falta de oxígeno que sufro por el cigarrillo.
Retomé la marcha, el pecho me dolía cada vez más. Pero en lugar de preocuparme, me pregunté si sería esa cara el inicio de la continuación de mi novela: el demonio que duplicándome se cobra la deuda que tengo con él.
Tuve que parar. Salí del camino y me senté debajo de un ceibo frondoso y florido. ¿Qué pasaría si ese tipo se presentara en mi casa? ¿Se darían cuenta mis hijos y mi mujer que otro estaba tomando mi lugar? Me puse de pie y volví al camino. Sobre el asfalto vi la imagen de ese hombre jugando con mis hijos. Besando a mi mujer. Caminando con ella abrazados por una playa.
El dolor en el pecho me venció y tuve que volver debajo del árbol en busca de un poco de aire fresco. Me recosté. Ahogado y casi inmóvil saqué la libreta. Estaba húmeda y me costaba escribir. Mi intención, más que literaria, fue la de avisar –cuando alguien encuentre la libreta-, a mi mujer y a mis hijos que los amo y que ese tipo que ahora está viviendo en mi casa no soy yo. Que estoy acá tirado, pasando el kilómetro tres.


Fin

jueves, 8 de enero de 2015

Yúrei y un mundo raro

Por Carmen Gutierrez.


Despertó en medio del bosque, igual que la noche anterior. Y la anterior a esa. Estaba hambrienta y adolorida por haber dormido hecha un nudo bajo un árbol. Años atrás atravesó el mismo bosque en menos de dos días, pero ahora parecía que la zona se había extendido hasta triplicar su tamaño. Había árboles nuevos, jóvenes; árboles que no estaban ahí la primera vez que cruzó el área. Al ponerse de pie, estiró su delgado cuerpo con un movimiento gatuno que le permitió desentumirse. Buscó en su ajada mochila un poco de agua y pan que le dio El Cocinero días atrás. El agua estaba helada y el pan duro, pero era más de lo que había conseguido en meses. La miseria de su vida no le molestaba, lo que le molestaba era que había sido su elección. 

A veces pensaba que podría solucionar las cosas si ella fuese diferente. Si no hubiese vendido su alma ahora tendría una casa, comida, agua, una cama caliente y con seguridad sería amada por alguien. Si fuera una simple mortal viviría en alguna comuna de las nuevas, con sistemas perfectos de irrigación y un sentido abstracto de la naturaleza. Pero era un Sicario. No era mortal, ni normal, ni mucho menos tenía un alma.

Comenzó a caminar despacio pero con decisión, consciente de que su condición de renegada la llevaba más allá de lo que quería. No podía ser la única. El Cocinero había mencionado entre acertijos, como siempre, la existencia de los artefactos, la existencia de Babel. Él estaba en algún lado, ella lo sentía, escuchaba los latidos de su corazón enterrado en la cotidianidad. Babel se había dejado conquistar por “El cambio”.

Fue un sistema tan puramente planeado y tan rápido que ella apenas tuvo tiempo de huir. La humanidad había “cambiado”. Se habían contagiado de un modo inevitable y ella se había quedado sola; sin tener con quien pelear pues no había contrincantes, sin misiones que seguir, sin Kulja, su creadora.

Kulja, la eterna, la cegadora de vida, la armonía espiritual; el arcano perfecto, guía de su camino y poseedora de su alma. Pensaba en ella al despertar, al comer, al caminar, a cada momento. La llamaba con desesperación desde que “El Cambio” inició, pero Kulja se negó a atender sus plegarias y ella comenzó a creer que había perdido. «Mi Dios está muerto»escribió con letras rojas de aerosol afuera de una de las comunas, años atrás. Los humanos rieron al ver el anuncio y escribieron con pintura vegetal color verde«Ven con nosotros, nuestros Dioses viven»

Enfurecida planeó un ataque nocturno, incendiarles la comuna sería tan gratificante. Se le ahogaron los planes al no encontrar combustible, la distrajo aquel estúpido oso que trató de comérsela en la noche y terminó perdiendo las ganas, aunque siguió pintando la misma frase en cuanta comuna se encontró.

Todo fue por el internet, de eso estaba segura. La gente comenzó a darse cuenta de su poder, a rebelarse contra la tiranía, a mostrar al mundo lo que el poder de los humanos podía lograr. Si un gobierno oprimía a su pueblo este se ponía en movimiento casi de inmediato. Los países tercermundistas fueron los primeros. Haití organizó un cambio de gobierno tan eficaz y de una rapidez tan espeluznante que los demás países siguieron su ejemplo. En las redes sociales se denunciaba la esclavitud, el maltrato animal, el abuso de poder, la violencia contra los vulnerables y a todo se le encontraba una solución.

Un caso muy sonado fue el del niño maltratado por sus padres en El Salvador. Una vecina grabó mientras lo mojaban con una manguera en el patio de su casa, era de noche y estaban a temperaturas muy frías. La mujer subió el video a su muro, y de inmediato una agrupación de vecinos tomó cartas en el asunto. El chico fue rescatado y enviado a vivir a España con una pareja que se ofreció a cuidarlo.

La humanidad se dio cuenta de que podía hacer un mundo perfecto. Distribuir equitativamente el poder, el dinero y el amor.

Y lo hicieron.

En un momento, sin que nadie aparte de Yúrei lo notase, surgió “El Cambio”. Nuevos Dioses fueron creados abandonando a los antiguos, aquellos que no pudieron mejorar nada durante siglos. No había religiones, ni credos, ni rezos. Había filosofía y bienestar. El Vaticano cayó cuando el Papa en gestión sacó a la luz todas las mentiras; no había un redentor, ni un salvador, ni una virgen. Cada humano era un dios en potencia, un ser de luz. Hasta la ilusión de la vida extraterrestre se perdió en cuentos infantiles. Si un niño escucha una historia, la cree, la analiza y la cuenta a otros niños entonces esa historia no existe.

La Diosa Rehtom creadora de vida era la más grande. No se le rezaba, ni se le pedía; se le agradecía por lo que daba. Si la cosecha era buena, gracias. Si no, gracias. Anojra, Dios del arte y la música era el siguiente, se le representó como un hombre solitario, lleno de alegría y amor al mismo tiempo. Cada canción creada y por crear llevaba una alabanza implícita.
Y así la humanidad dio rienda suelta a su armonía.

Un buen día se acabaron los robos. Las noticias destacaron que era la primera vez en la historia, en que las personas no envidiaban a sus semejantes. Esto sorprendió a Estados Unidos, líder del capitalismo basado en el deseo de poseer. Al poco tiempo el presidente de la nación más poderosa del mundo anunció el desarme total de su sistema de defensa y nadie se escandalizó, pues no había miedo en el pueblo.

Las ciudades, antes rebosantes de vida, se programaron para ser únicamente alojamientos. La prioridad de la gente era el campo, la cosecha, la naturaleza. La salud mejoró, desapareció el cáncer, el SIDA, el ébola. Los animales fueron liberados de sus jaulas y se restableció el control natal. El marfil, los diamantes, incluso el oro perdieron su preciado valor. A nadie le resultaba atractiva una cadena dorada cubierta de piedras preciosas, o las estatuillas hechas con colmillos de elefantes y estos fueron los más agradecidos.

Surgieron las comunas, se abolió el matrimonio pero se protegió a los niños por sobretodo. Se les enseñó a respetarse, a cuidarse y a defender sus ideales. Se les enseñó a sembrar tres árboles por cada uno que se cortaba; recuperaron los caminos y eliminaron los automóviles. Sin embargo, el internet prevaleció. Había ciudades enteras que se dedicaban a que siempre hubiera conexión disponible y a mejorar los sistemas de comunicación. La televisión se volvió obsoleta y dejaron de usar papel.

Así que después de casi diez años el mundo… era un mundo perfecto para ellos, las ovejas. Para Yúrei era un mundo post apocalíptico donde era la única sobreviviente. Las ovejas trataban de llamarla a su lado cuando la notaban cerca. Le dejaban comida y agua si la veían rodear algún campamento. Le dejaban respuestas a sus graffittis invitándola a conocerlos. Apestaban.

En más de una ocasión se había topado con alguna tropa de exploración y había huido despavorida ante sus llamados; al principio incluso desenvainaba su katana sólo para devolverla a su lugar casi de inmediato. Las ovejas “cambiadas” ni siquiera se amedrentaban ante sus amenazas, seguían sonriendo y ofreciendo amparo. La veían de un modo escalofriante, como si la conocieran de toda la vida.

Una noche acampó cerca de una comuna en la montaña dedicada a resaltar el valor del arte. Hacía tanto frío que renunció a dormir a la intemperie y se coló en un pasillo protegido del viento helado, desde donde escuchaba a un grupo pequeño de ovejas que contaba historias dentro de uno de los campers. Estaban bebiendo y disfrutando de los cuentos que una anciana de dientes amarillos dibujaba con acuarelas a medida que soltaba la narración con voz pastosa pero demasiado juvenil para su aspecto.

Yúrei estaba haciendo planes mentales para entrar sin ser vista y disfrutar del calor de la estufa de hierro a pesar de la peste a oveja, cuando se quedó paralizada al escuchar una palabra en especial: Kulja.

«…un arcano terrible y poderoso, lleno de rencor y ambición, creado en las entrañas mismas de la tierra vistiendo espectro de mujer. Kulja es la más poderosa defensora de todo lo prohibido, de lo bajo y la traición. Antes creíamos que una entidad maligna, con cuernos y alas de murciélago nos llevaba por el camino de la perdición. Pero esas eran mentiras inventadas para subyugar nuestra luz. Kulja iluminó el sendero de la envidia y el odio pues ella misma envidiaba a los demás arcanos y odiaba a la humanidad. Su poder se ha debilitado con el paso de los años y hoy en día, nuestros nuevos dioses la detienen y le impiden destrozar todo lo que hemos conseguido, por lo cual hay que agradecer cada mañana y cada noche.»

¿Hay más arcanos, madre? preguntó un chico de unos once años que miraba a la anciana con una sonrisa tranquila.

Ya no. El cocinero de la ciudad de Angerona, el gran conocedor, es el único que podía localizarlos a todos. Es el vigilante nocturno, aquel que alimenta las fuerzas de las energías creando platillos exquisitos que sólo unos cuantos pueden probar.

¿Dónde está Angerona? preguntó una pequeña.

Ah, es una ciudad que no existe para nosotros dijo la anciana y volvió a pintar, nosotros los simple mortales tenemos prohibida la entrada a la cocina de la creación. Somos los restauradores, repararemos el daño que hicimos durante siglos. Nosotros pagaremos la deuda que la humanidad se ha echado a cuestas. Angerona está rodeada por murallas invisibles que protegen secretos más antiguos que nuestra tierra. Los antiguos dioses despreciaron la protección de la ciudad para acercarse a nosotros y llenarse de alabanzas y sacrificios; han sido castigados. La puerta a Angerona, es ésta…

La anciana presentó a sus oyentes un dibujo en tonos grises. Yúrei arriesgó su seguridad y asomó la cabeza por la ventana para ver la ilustración que mostraba una grieta en un gran monolito de piedra sin tallar. La piedra tenia la forma reconocible de un huevo y la textura porosa de las rocas de mar. Yúrei la reconoció al instante. Ella había visto esa piedra en otro tiempo, ella no era una mortal.

Tan embebida estaba con el relato de la anciana que no se dio cuenta de que ésta la miraba por encima de las cabezas de sus discípulos.

Gogino te dará las respuestas, chinita dijo la anciana dirigiéndose a la intrusa; los oyentes se volvieron a ver a Yúrei quien por instinto llevó su mano a la empuñadura de la katana. La anciana la tranquilizó con un gesto. Debes buscarlos a todos, es tu destino.

Yúrei se alejó de la ventana sin poder dejar de observar los ojos de la vieja que le sonreía con un cinismo que no había olvidado. ¿Sería posible que fuera…?

Cuando lo veas, dile que La Sanguijuela le envía sus saludos.

Yúrei escapó.

Encontró al cocinero, a costa de muchos viajes y huidas. Y ahora estaba a punto de encontrar a Babel.

Llegó a la ciudad que antes se llamaba Madrid (y que ahora era el Asentamiento de investigación  no. 10), una mañana de invierno. Tuvo que soportar el hedor a oveja mientras atravesaba la ciudad guiándose sólo por el olor a quemado que aun distinguía al gran BabelAldajaskary. Lo encontró sin mucho esfuerzo, pero apenas pudo reconocer a su antiguo líder en aquella imitación de oveja en que se había convertido. Babel había cambiado sus ropas oscuras por un traje de lino blanco, demasiado ligero para el clima, se había quitado la barba y unos rizos escandalosos cubrían su cabeza anteriormente calva.

Yúrei se mantuvo distante, alerta mientras lo seguía por la calle. Los mortales la miraban, siempre con compasión y tuvo que subirse el cuello de la chaqueta para soportar el mal olor y esquivar sus palabras curiosas. Babel no se fijo en ella. Fue su sombra cuando él llegó al campamento de niños, lo observó mientras jugaba en el parque con una pequeña muy hermosa y parecida a él, lo acompañó cuando él llevó a la niña a sus clases de canto y se quedó afuera hasta que lo vio salir. De nuevo se encaminó junto con él desandando el camino hasta una pequeña y austera oficina donde Babel se sentó frente a un ordenador. «Se convirtió en un investigador» pensó Yúrei mientras se colaba detrás de él y se preparaba para saludarle.

¿En qué puedo ayudarle, señorita? preguntó el hombre sin volverse a verla, presintiéndola, como siempre.

Ayúdame suplicó ella sin pensar en sus palabras pues sólo al verlo tan cerca se dio cuenta de que no sabía que decirle.

Babel se giró entonces para encararla.

¿Cómo me encontraste? preguntó con frialdad.

Cómo se encuentras las cosas perdidas contestó ella con más seguridad, buscando.

Ha pasado mucho tiempo, querida. No deberías estar sola.

Ya no lo estoy replicó Yúrei mirándolo con desconfianza, también como siempre.

Ni yo dijo Babel desafiante y ella entendió que se refería a la niña.

¿Dónde está Kulja? preguntó la oriental sin más preámbulos.

Está muerta contestó el moreno encogiendo los hombros, sin darle importancia.

Sabes que eso no es cierto. Ella no se rendiría sin buscarnos.

Está muerta repitió el hombre justo antes de recibir un puñetazo en la nariz.

Yúrei estaba enfurecida, llena de miedo y perdida. No hay nada más impredecible que una mujer insegura que se siente defraudada por las personas que aprecia. Ella adoraba a ese hombre, era su mentor, su líder y ahora se había convertido en un guiñapo cambiado

—¡No seas una oveja común, Babel!—gritó con lágrimas en los ojos— ¡Tu no!

Él se quedó justo donde estaba, se llevó una mano a la nariz, sin apenas hacer caso del chorro de sangre que le manchaba las ropas blancas. La miró sonriendo, le guiño un ojo, y soltó una carcajada escalofriante.

—Mi pequeña niña, no puedo regresarte el golpe —se quitó la camisa y la rompió para usarla como esparadrapo improvisado—. Sigo en el radar, si lo hago me expulsarán.
­
—Que lo hagan. —dijo ella en un siseo antes de asestarle otro golpe sin que él hiciera nada por detenerla.

Esta vez sí logró que Babel se recostara en la silla ergonómica con ambas manos en el rostro, sin quejarse pero demostrando dolor. Sus ojos se llenaron de lágrimas aunque siguió sonriendo.

—No voy a detenerte si me matas —dijo con voz apagada por la tela en el rostro—. ¿No lo ves? Puedes asesinarme aquí mismo y dejarme tirado como una basura, pero no pasará nada. ¡Nada! Kulja no vendrá, no vendrá porque está muerta…

—No quiero matarte, quiero que vengas conmigo a buscarla —dijo ella conteniendo un sollozo, no había llorado en siglos, pero ahora al ver a su mejor amigo abatido por las rutinas y las costumbres tuvo miedo, pavor de estar realmente sola —. Si está muerta me enterraré con ella, si está viva la liberaré. Si no vienes… no puedo obligarte, pero necesitaré a alguien que cabe mi tumba. 

Babel se puso de pie mirándola a los ojos, era mucho más alto que ella, más corpulento, más fuerte pero Yúrei no retrocedió cuando él se abalanzó sobre ella, al contrario, abrió los brazos y lo recibió en un abrazo eterno, como una madre recibe al hijo ausente, como un arcano recibe el caos y lo dejó llorar en su pecho. Y Babel lloró al percibir el olor a eternidad que desprendían las ropas de la mujer. Olía a muerte, a destrucción, a dolor… a todo aquello que lo había mantenido vivo por muchos años, antes del “cambio”, antes de Claudia.

—Vamos, entonces —dijo él cuando pudo controlarse—. Todos vamos a morir, pero eso es irrelevante; lo importante es que ahora estamos vivos.

Y tomó a Yúrei dela mano y salió al mundo, sin importar que no llevara camisa.


6º Especial de Sábados de Brutos Escritores



Ella va a despertar
Por Daniel Echeverria.

Según los pitagóricos, los planetas emiten un sonido al recorrer sus órbitas, pero nadie puede escucharlo porque estamos acostumbrados a él.
Con la vida ocurre algo similar: despertarse cada mañana demanda acciones que, por estar acostumbrados, tampoco registramos.
Podría decirse que vivimos de manera automática, en una sucesión de imágenes reflejadas por un espejo. O que la única conciencia es la de la muerte.
Lo que sigue son palabras que no escribí.
-Veo mi cuerpo sobre la cama. Mi cara es la de un hombre que duerme en paz. Desde afuera siento la cesación de todo esfuerzo.
Una mujer duerme junto a mi cuerpo. Ella también tiene una expresión de paz, pero sus ojos se mueven. Debe estar soñando, hay vida trascurriendo frente a sus ojos.


[Sin título]
Por Enrique Hernández Negrete.

Era su segunda vez en locutorios. Ser el abogado de su prima le valió para poder realizar dos visitas: una familiar y otra de oficio. Sin embargo ella seguía en silencio, con la mirada perdida. No había dicho una sola palabra después de que la policía hallara a sus tres hijas degolladas.
Justo cuando estaba a punto de irse, ella emitió un extraño sonido desde el pecho y al volver la vista le dirigió una macabra sonrisa, su cara había cambiado de aspecto, lucía unas bolsas por debajo de los ojos, sus encías estaban hinchadas y sus ojos estaban inyectados en sangre.
—Vendrá por tu hijo esa noche— dijo ella. Sin saber que contestar Arturo tropezó con la silla, un frío recorrió su espalda y le dijo "Lo siento, no podré hacer nada por ti".
El guardia corrió la puerta de acceso a la zona de visitas y desde el fondo del pasillo estalló una risa demencial que resonó en todos los rincones del centro.


[Sin título]
Por Karytha Bravo Palma.

Cuando entró a ese museo nunca imaginó qué pasaría, solo quería estar con más gente, estaba aburrida de estar sola. Por lo que cuando vio a esa niña era lógico también que quisiera seguirla... Y una vez que la siguió ¿quien podría resistirse a la oportunidad de volver a sentir?... Ella no era santa, nunca lo fue y ahora no iba a empezar, por lo que sin contemplaciones se introdujo en el cuerpo de la niña de siete años que miraba todo con asombro. Ella solo queria volver a sentir. Y una vez que sintió no quiso salir... Era algo natural, ¿quien la puede culpar? era obvio que ella mataría el alma de la niña para quedarse con ese cuerpo y es por eso que ella ve en los reflejos su verdadero rostro.... Solo ella se ve... aún así sigue sintiendose sola, lo mejor quizás sería está vez morir acompañada.



Mamá
Por Federico Domenella.

Resignada, me limité a caminar por la desolada plazoleta que acompaña la soledad de mis días. De repente
oía música, y a mí alrededor descubrí antigüedades, artistas callejeros e instrumentos de madera vieja. Seguí rumbo. No dejaba de pensar en mamá. Desde la noche en que entraron a casa, hace ocho años, y la mataron por una simple vajilla de plata, mi mente se enroscó en un nudo tenso de ira, desesperación y venganza. Arribé al puesto más lujoso. Me tomé un respiro y observé la mercancía detrás de un entretejido. Me estremecí… allí estaba. Como un espejo, la vajilla donde mi madre solía llevar las tazas de té, reflejaba mi rostro y comencé a experimentar una horrenda alucinación. Cuando el vendedor se apiada de mi malestar, en menos de un segundo saqué mi revolver y le apunté al mentón. No vacilé. Atravesé su rostro con un disparo de justicia...


Cubertería de plata
Por Sergio Bonavida Ponce.

 ¿Sabéis que es lo que más me aterra al cerrar los ojos delante de un ajuar de cubertería de plata? Lo que más me aterra es pensar que cuando cierre los ojos, la figura reflejada en la cubertería no cerrará los suyos al unísono con los míos. Sino que los mantendrá abiertos. Mirándome.
Acechándome.
Y en ese instante de tiempo, cuando mi pulso se acelere y mi corazón se desboque, yo no sabré si realmente el reflejo tiene los ojos abiertos o no, porque yo ya habré cerrado los míos... quizás para siempre.