jueves, 19 de febrero de 2015

Mañana empieza la huelga de médicos y enfermos

Basado en el siguiente titular:


Por Daniel Echeverría.

Diario el Termómetro de Uruguay.

A partir de las cero horas de mañana, primero de enero, en Jericó, un pueblo de cuatrocientos habitantes al norte de Uruguay, los médicos –que son tres- del único hospital de la localidad, iniciarán una huelga. El hecho no revestiría importancia periodística si no fuera por una circunstancia al menos llamativa: los enfermos decidieron acompañar a los facultativos en el cese de actividades.
Antes de avanzar en la nota, nuestro diario cree pertinente una aclaración. Permítasenos: Se preguntará el lector de qué manera puede una persona enferma realizar una huelga. Sabido es que tal acto impone que una persona deje de realizar su actividad en señal de protesta. ¿Cuál sería entonces la actividad que puede suspender un enfermo? Porque generalmente los enfermos se hallan inactivos.
Ante la posibilidad de un error en el titular; hace dos días, esta redacción envió un corresponsal para que investigara el hecho.
Recibimos el siguiente cable: noticia confirmada. Los enfermos iniciarán una huelga acompañando a los médicos. Y a continuación: el modo de huelga que utilizarán los enfermos es más curioso que el título de la nota. Los enfermos acompañarán a los médicos deteniendo sus enfermedades.
Los cables que se sucedieron son los siguientes.
No es esta la primera vez que en Jericó sucede un hecho de características extrañas. Carter Manfredi, vecino del lugar, reveló que el nombre del pueblo deriva de un acontecimiento asombroso. En tiempos de la fundación, unos escarabajos consumían los cultivos de los campos adyacentes. No habiendo remedio contra los insectos, los habitantes buscaron auxilio en un monasterio cercano. Del monasterio enviaron a un fraile jesuita que, mediante oraciones, consiguió detener el sol por tres días. Sí, estimados lectores (se disculpará el coloquialismo), como lo han leído: el sol detuvo su marcha en el cielo por setenta y dos horas. Semejante lapso de luz aniquiló la plaga de escarabajos, pero también secó los cultivos y endureció la tierra. Este problema colateral fue resuelto por el mismo monje. Había llevado consigo unas semillas. Las semillas se plantaron y germinaron dando vida a un vegetal cuyo fruto en forma de chaucha sirvió como alimento a los pobladores. El pueblo se salvó.
Hoy día, dicha planta se cultiva en todos los campos y jardines del lugar. Los agrónomos que la han estudiado afirman que se trata de un vegetal muy común en Asia y no han encontrado en él particularidades extrañas.
La detención del sol, claro, pertenece más al terreno de la leyenda que de la historia. Pero otro hecho no: en Jericó no existe cementerio. Y la ausencia de un campo santo no implica que los habitantes entierren a sus muertos en los jardines de las casas, o que desarrollen con los cadáveres algún ritual crematorio. O que, como en las antiguas tradiciones celtas, introduzcan a sus muertos horadando el tronco de los árboles para que con la primavera vuelvan a la vida. No, la versión es mucho más inquietante: nadie muere en Jericó. Por supuesto, las industrias alrededor de la muerte tampoco prosperan. No hay casa velatoria, no se fabrican ataúdes ni lápidas, nadie conoce el ancestral oficio de enterrador.
Quienes van más allá en esta hipótesis sobre la ausencia de muerte entre los habitantes de Jericó, sostienen que el mismísimo José Saramago basó su conocida novela “Las intermitencias de la muerte” en lo que ocurre en la localidad uruguaya. Y que un pacto de privacidad que asumió con quienes le revelaron la historia, lo obligó a disfrazar la realidad en una ficción.
Pero aquí no terminan las particularidades en Jericó. Un culto iconoclasta se profesa entre sus habitantes. Los adeptos a la herejía sostienen que Cristo no murió sino que, en un hecho borrado por la Iglesia, fue descendido de su cruz antes de su muerte y sanado de sus heridas con las mismas chauchas misteriosas que, en tiempos bíblicos, ya se conocían en Jerusalén. En la trama que sustenta el culto se especula que participó José de Arimatea, poseedor de las influencias necesarias para obrar el subterfugio que, con el tiempo, engañaría a media humanidad.
Ahora bien, volviendo al tema que nos ocupa, debe saberse que si en “apariencia” (las comillas señalan nuestra incredulidad acerca de la inmortalidad de los habitantes) los habitantes de Jericó no mueren, sí enferman. Y que sería ese el motivo de la existencia de un hospital de médicos en el lugar.
No obstante, debemos reconocer que al día de hoy, el motivo de la huelga de los médicos y el apoyo a dicha protesta de parte de los habitantes enfermos de Jericó, es un misterio que no hemos podido desentrañar ya que nadie, a excepción del Sr. Carter Manfredi se ha prestado a hablar con la prensa. Por tanto sería absurdo, incongruente y atentatorio contra la lógica más común hablar de crisis en una situación privilegiada por la ausencia de la muerte.



Carter Manfredi vecino de Jericó.   

  Aunque era sábado y no tenía que ir a trabajar, Carter Manfredi se levantó a las seis en punto. Al bajar de la cama sintió las piernas hinchadas y recordó que a su abuela, un doctor le hundía los dedos en las piernas para comprobar si los riñones le funcionaban correctamente. La  hinchazón en las piernas de Manfredi no tenía que ver con los riñones o sí, pero él prefería echarle la culpa al cigarrillo.
Llegó hasta el baño y mientras orinaba con dificultad, vio sobre la mochila del inodoro uno de los tantos atados que tenía desperdigados por la casa. Encendió el primero del día. El paso del humo le irritó la garganta y tosió. La misma molestia lo iba a esperar no menos de cuarenta veces ese día. Recordó que había comprado tres atados la tarde del viernes y ya no sabía cuántos le quedaban o si alguno le quedaba. Recordó que dos años atrás había conseguido dejar el vicio por un mes, y que estaba contento; pero que cuando le diagnosticaron cáncer ya no tenía sentido seguir privándose del placer de fumar y agarró otra vez. Recordó el gusto que les sentía a los cigarrillos cuando joven sólo fumaba después de las comidas o en alguna fiesta.  Recordó cuando compraba sus primeros atados en un kiosco del pueblo y los escondía en el hueco de un árbol antes de entrar en su casa. Recordó con fidedigno malestar, el mareo que le dio la primera pitada del primer cigarrillo que encendió a los doce años. Recordó los días en que volvía del colegio en colectivo y subían las chicas del Santa María; y él, para impresionar a una que le gustaba, mantenía un cigarrillo entre los dedos sin encenderlo. Recordó que esa chica se convertiría en su primera novia y que ella le pedía que no fumara –porque ya esa altura fumaba-. Pero en la barra de amigos no podía no fumarse. Y recordó que la chica sería después su esposa y que no pudieron tener hijos. Y que un día se fue con otro tipo de otro pueblo. No porque el otro no fumara y él sí. Simplemente nunca supo por qué se fue. Y tampoco preguntó.
Su padre padece cáncer en la vejiga, el mismo que él. También provocado por el cigarrillo. Sonrió con resignación. En lo que duró una meada –y un cigarrillo-, pudo recordar su vida entera. Tiró la colilla al inodoro. Llevó el atado a la cama. Se sentó y encendió otro. Sacó del cajón de la mesa de luz revolver viejo, de seis balas, que había sido de su padre. En calzoncillos, con el cigarrillo sostenido en los labios, ubicó el cañón en el hueco debajo del mentón. Y apretó el gatillo.
Todas las mañana de su vida Carter Mafredi repetía la misma escena. Lo único que hacía distinto cada seis días, era recargar el revolver.   


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