lunes, 13 de abril de 2015

"Fantasía terminal"

Por Diego Enrique Hernández Negrete.

―Solo dígame cuánto tiempo ―dijo Rebeca al doctor mientras desanudaba su garganta y hablaba entrecortadamente.
―Probablemente un mes, puede que un poco más —dijo el doctor tratando de aparentar toda la seriedad posible.
   Al pequeño Isaac le habían diagnosticado cáncer demasiado tarde. Estaba expandido por todo su cuerpo y el resto de sus días tendría que pasarlos postrado en una cama.
―No podrá realizar mucho esfuerzo Rebeca, le recomendaría que tratara de dejarlo hacer lo que quiera, siempre y cuando no afecte su salud ya que podría modificar el tiempo ―hizo una pausa y continuó―. No me gusta decir esto, pero debe disfrutar los días que le quedan. El silencio inundó la sala de espera y fue cuando comenzó la etapa de resignación.
―Supongo que ya no pueden hacer nada ―se atrevió a pronunciar Rebeca esperanzadamente.
―Lo siento mucho Rebeca. Desgraciadamente fue muy tarde.
   Acabada la conversación, Rebeca entró a la habitación limpiando sus lágrimas y sonriendo a su hijo que veía tranquilamente una película de un sujeto capaz de mover las cosas con la mente.
―Estoy bien mami ―mintió Isaac―, me siento mucho mejor. Rebeca se sentó al borde de la cama tratando de distraer su dolor con aquel actor que movía telepáticamente objetos a su comodidad. Durmió con los ojos abiertos mientras planeaba la mejor de las vidas que podía darle a su hijo en aquella irreversible situación.
   El resto de la estancia hospitalaria, Rebeca y el doctor platicaban con un psicólogo experto en logoterapia sobre una serie de recomendaciones para centrar su vida familiar en Isaac.
―Le gustan los superhéroes ―dijo secamente Rebeca.
―Podemos empezar con eso ―dijo el psicólogo tratando de tomar el control de la conversación, evitando el silencio que inhabilitaba los pensamientos de Rebeca―, tiene que adaptar su rutina a ciertas actividades fantasiosas que favorezcan su entorno. Tal vez pueda hacerle creer que tiene algún poder especial.
―Algo que no requiera demasiada actividad motriz ―agregó el doctor―. Puede ser algo simple, agregando paseos esporádicos en lugares no tan concurridos o paisajes naturales.
―Ya, está bien. Creo que podré hacerlo. ¿Podemos irnos a casa? ―preguntó Rebeca irritada.
―Claro, si surge algún malestar no dude en comunicarse al hospital, estará un asistente las veinticuatro horas para cualquier emergencia.
   Aun cuando el doctor seguía hablando, Rebeca se encaminó hacia la habitación mientras dos enfermeros colocaban a Isaac en una silla de ruedas motorizada.
   Rebeca gastó su fondo de ahorro para adaptar la instalación eléctrica a un mando remoto que  permitía encender y apagar las luces, controlar el televisor y algunas otras funciones que implementó el técnico en toda la casa. También mandó hacer un video personalizado que simulaba un noticiario, la nota principal informaba el descubrimiento de un pequeño de ocho años que poseía ciertos poderes telepáticos que lo hacían mover y controlar objetos. Después continuaba con un mensaje emotivo donde Rebeca  explicaba con lágrimas en las mejillas el amor incondicional que tenía hacia Isaac y un sinfín de cualidades que lo hacía un ser excepcional lleno de fuerza y voluntad para mostrar al mundo el sentido de la vida. El video terminaba con un álbum cronológico de los días felices del pequeño y su madre.
   El plan resultó de maravilla los primeros días. Un asombro muy peculiar reemplazó la tristeza en el hogar y aumentó  significativamente el amor mutuo entre madre e hijo.     Siguió el plan llevándolo a parques y haciendo recorridos turísticos por pueblos aledaños. Fue una idea adicional de Rebeca tomarse fotografías con trípode y temporizador en todos los lugares que visitaban.
   Como cualquier vida normal humana, no todo podía salir a la perfección. El hecho de tener alrededor toda una infinita gama de situaciones, personas y problemas que podían atravesarse en el camino; hacían de la vida de Isaac un constante tiovivo que amenazaba con detenerse en cualquier momento. Aunque el sentido de la vida, según los logo-terapeutas era el vivir el presente apreciando los aspectos positivos y tomando los negativos como pruebas de vida. “Vivir siendo feliz con lo que se tiene es apreciar la vida en su totalidad” recordaba Rebeca, el sermón del psicólogo.
   El lado obscuro de su vida llegó precisamente en la noche cuando los poderes de Isaac cesaban, dato que su madre descuidó por completo. Encerrando los “poderes especiales” en un insignificante y material control remoto olvidado en el bolsillo de su pantalón.
   Los primeros síntomas de la esquizofrenia comenzaron debido al estrés y ansiedad que sufría Isaac cada noche tratando de utilizar sus “poderes”. Al ver que sus esfuerzos eran en vano pasaba toda la noche sin llegar a conciliar el sueño adivinando la razón de la falsa ilusión. Se agravó cuando su madre lo veía platicar con nadie. Rebeca le prestó la menor atención creyendo que se trataba de un simple juego de niños.
  Isaac continuó con el juego de su madre, aunque ello empezara a generarle cierta aversión debido al gran circo que armó creándole una mentira. Cada mañana cuando Rebeca lo animaba a encender las luces o el televisor con sus poderes, Isaac lo hacía sin emoción alguna, como un mero proceso automatizado para verla feliz. Después de todo ella viviría el resto de su vida sola, así que al menos valoraba su esfuerzo.
   En cierta ocasión, Isaac despertó a media noche rodeado de nuevos amigos. Le hablaban de su condición y la realidad que su madre se negaba a enfrentar, ahora sabía que tenía los días contados y sus amigos estaban dispuestos a llevarlo a un “lugar especial”.
―Cuídenme del señor con alas moradas ―decía Isaac a sus amigos―, quiere hacerme daño. Lo ha mandado mi madre para vigilarme.
―Debajo de la cama ―decía una voz―, es un lugar seguro.
   Isaac se refugiaba debajo de la cama hasta que su madre aparecía en la habitación y lo recogía. Rebeca empezó a preocuparse cuando encontró un cuchillo afilado a un lado de sus juguetes.
― ¿De dónde lo sacaste Isaac, intentas hacerte daño? ―preguntó su madre llorando.
―Me lo ha dado el señor de la barba ―explicaba Isaac con la mirada perdida―. Alguien quiere hacerme daño pero aquí abajo es seguro.
   Pasó una semana completa entre sus alucinaciones y delirios persecutorios. Tenía hambre y no quería salir de su guarida. Cierta noche, mientras permanecía refugiado bajo la cama, cogió el cuchillo que le había recuperado el señor de barba. Utilizó el borde del arma blanca para reflejar con la poca luz de la luna si estaba despejada su habitación. Observó una mancha marrón oscuro que iba desde la punta hasta tres cuartas partes del cuchillo. Salió a gatas haciendo un esfuerzo mayor por pararse. Abrió la puerta y un olor putrefacto lo abofeteó. Una neblina oscurecía el pasillo. Isaac tomó los polvos mágicos que le había preparado la ardilla con alas de águila, le había dicho que era el último paso para poder volar.
   Atravesó la estancia arrastrando sus piernas casi inútiles y vació la casa con la mirada tratando de no toparse con el señor de las alas moradas. Sabía, según sus amigos, que ese extraño ser entraba y salía por la ventana por lo que compartirían el mismo acceso. Isaac lo usaría una sola vez para escapar de una vez por todas. Volvió a revisar la casa para no encontrarse con su enemigo. Un tenebroso silencio invadía la casa junto a aquel olor putrefacto.
   Finalmente Isaac se animó a asomar por la ventana del octavo piso y confirmar su libre vía por el estrellado cielo que se extendía hacia una negrura infinidad. Isaac se posó en la ventana con una fuerza paranormal contra todos los pronósticos de los doctores y extendió sus nuevas alas en el marco de la ventana.
   Isaac se despidió de sus amigos y acabó con su enfermedad terminal sin que ésta lograra terminar con él primero. Volteó al exterior levantando los brazos y voló al cielo para nunca regresar. 

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