miércoles, 19 de agosto de 2015

El mundo se ha ido a la mierda

(imagen de la película «La niebla», basada en la novella homónima)


Seudónimo: Edmundo Adler.
Autora: Carmen Gutiérrez.

     Cuando los dos militares entraron a la tienda, armados hasta los dientes y oliendo a gasolina, apenas eran las tres de la tarde y los clientes estaban desperdigados por todo el  lugar; preocupados por llevar solo lo que necesitaban o quizá por terminar las compras y regresar a casa, ninguno de los presentes esperaba encontrarse con las manos en la nuca y arrinconados contra la pared un minuto después.

     Timoteo, el dueño de la tienda, fue el primero en darse cuenta de que Lucas Marcos llevaba una .45 en la mano y de que Pedro Salmerón, compañero de Marcos, se paró junto a la caja registradora con actitud amenazante. Los dos individuos, vestidos de flagrante uniforme militar, se movían de modo extraño, como si fueran bajo el agua y a la vez los pies les pesaran tanto que parecían de plomo. Sus ojos escudriñaron el sitio antes de decir nada, quizá buscando una salida de emergencia.

     Acostumbrado a que miembros de ejército llegaran a su tienda a buscar provisiones frescas de camino a la base, Timoteo se acercó a Lucas y preguntó si podía ayudar en algo.

     
¡Claro, buen hombre! respondió éste sonriendo Siempre es bienvenida la cooperación civil. ¿Puede hacer que lo clientes y sus empleados se pongan de cara hacía… dudó un segundo y señaló la pared del fondo, junto a los refrigeradores ese muro?   

     ¿Cómo dice?

     Esta es una prueba militar, nada de qué preocuparse, amigo. Respondió Lucas sin dejar de sonreír.

     Pero fue eso, la sonrisa amplia y franca bajo unos ojos fríos y desquiciados, lo que hizo que Timoteo se estremeciera.

     Claro, lo entiendo. Pero no creo que los clientes quieran dejar lo que están haciendo y…

     Su campo visual se volvió negro y un dolor inesperado le hizo llevarse las manos a la cabeza mientras su cerebro pensaba “¡Me ha dado con la culata en la sien! ¡Me ha golpeado un soldado!”. Alguien gritó detrás de él; quizá Nati, su empleada aunque podía haber sido la señora Mariela. Timoteo cayó al piso y justo antes de perder la consciencia escuchó dos balazos.

     No supo cuánto tiempo estuvo fuera de juego, pero al abrir los ojos estaba esposado a la máquina de hielo en la entrada del almacén. Desde ahí veía que los soldados habían colocado a los clientes de rodillas contra el muro y paseaban delante de todos hablando entre sí. Le pareció que había demasiado silencio, demasiada tranquilidad para estar en una clara situación de rehenes. Timoteo recordó todos los videos y películas que había visto con Nati en los que personas en la misma situación cometían errores garrafales y terminaban todos en bolsas de plástico camino al infinito y más allá.

     Buscó su móvil con la mano libre pero los soldados no eran tontos. Quizá habían perdido la chaveta pero al parecer conservaban algo del sentido común y le habían quitado el aparato. Y eso no era todo. Lo dejaron lejos de cualquier línea telefónica y fuera de la vista. Poco a poco se dio cuenta de que no había silencio en el lugar, sino que él no podía escuchar nada. Se palpó la parte izquierda del cráneo y descubrió debajo de su gorra azul un chichón sangrante que era, seguramente, el causante de su sordera.

     Decidió concentrarse en lo que pasaba en el muro con sus clientes. Empezó a tomar notas mentales para darle todo el material posible a la policía, si es que llegaban a tiempo. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar que la estación policiaca más cercana estaba al otro lado del pueblo, casi rodeando el lago. De todos modos debería mantenerse tranquilo y con la cabeza despejada para cuando el sheriff Matthews apareciera. Así que entrecerró los ojos, tratando de parecer dormido y se concentró de nuevo.

     Nati estaba al inicio de la fila. Tenía las rodillas raspadas y rasgado el vestido de flores, quizá se había resistido. Temblaba ligeramente pero se veía en una pieza. La señora Mariela observaba los movimientos de los soldados con curiosa intensidad, pero se veía bien y tranquila. Timoteo recordó que acababa de pasar por una operación de corazón abierto y eso la habría convertido en una mujer muy fuerte. Después estaba Sandra y su sobrina de catorce años. La chica, que había venido a pasar las vacaciones a Maine con su tía, sollozaba sin control mientras Sandra trataba de tranquilizarla con susurros suaves, o eso creía Tim que solo veía sus labios moverse.

     También estaba Lana, la maestra de la escuela. Ella era la única que parecía estar al pendiente de la situación, miraba a todos lados observaba todo y no decía ni una palabra. Cuando el soldado Lucas pasó frente a ella y le preguntó algo, Lana tuvo la entereza de fingir que estaba muerta de miedo. Timoteo apreció eso.

     Había tres clientes más, dos hombres y una mujer de mediana edad. Timoteo no sabía sus nombres. Entraron unos minutos antes que los soldados y se habían dirigido directamente a las cervezas. Uno de ellos tenía una herida parecida a la suya en la cabeza. Quizá él también dijo algo indebido.

     Al final de la fila estaba Joshua con su hijo Mike. El niño cumplía ese día siete años, eso sí lo recordaba Timoteo. Joshua mantenía el cuerpo del pequeño detrás del suyo, en un gesto protector que solo los padres reconocemos. El hombre miraba a los soldados de manera retadora pero con cautela. Timoteo reconoció ese instinto tan antiguo de los líderes de manada, la mirada que dice: ¡Si no fuese porque mi hijo puede correr peligro, te mataría a golpes, hijo de puta!

     Algo pasaba. Lucas, el soldado sonriente se acercó a Nati y le gritó algo a la cara. Ella se encogió de pavor y su temblor se acentuó. El soldado señaló el rincón donde Timoteo fingía seguir inconsciente. Ella negó con la cabeza, la señora Mariela dijo algo con autoridad y Lucas le disparó en la cabeza.

     El estallido del arma le destapó los oídos a Timoteo con un golpe sónico casi tan doloroso como el mismo golpe que lo dejó sordo. Gritos y llantos le inundaron la cabeza de repente y comenzó a sollozar sin darse cuenta. Los sesos de la señora Mariela estaban esparcidos en la pared y su cuerpo cayó hacia el frente. El soldado Salmerón miraba estupefacto a su compañero mientras este se reía a carcajadas histéricas. Joshua le cubrió los ojos al pequeño Mike pero este ya había visto toda la sangre y lloraba llamando a gritos a su madre.

     Todo fue un caos repentino. Las mujeres lloraban, los hombres gritaban y Lucas seguía riendo… riendo sin parar. Su risa sobresalía de entre todas las voces y Salmerón lo observaba incrédulo. Timoteo decidió llamar la atención sobre sí mismo y hacer su papel de gerente y adquirir su estatus de capitán. Comenzó a gritar sin disimulo y el soldado Lucas dirigió sus letales carcajadas hacía él.

      Aquí esta nuestro gerente del año dijo el soldado en un cínico susurro acercándose a él. Mira lo que me has hecho hacer, Timoteo.

     Señaló el cadáver de la señora Mariela. El charco de sangre se extendía ya hasta los panes para hamburguesas que ese fin de semana estaban en especial “Lleve dos paquetes y pague sólo uno”

     ¡Yo no te hice hacer nada! gritó Timoteo estirando la mano esposada en un vano intento de soltarse.

     Lucas siguió riendo entre dientes, burlándose del pobre y debilucho viejo atado a la máquina de hielo, mientras fuera del almacén, en la tienda,  los chillidos del pequeño Mike se mezclaban con gritos de hombres y mujeres.

     ¡Lucas, ayúdame! gritó Pedro. 

     Al volverse, Timoteo vio una escena que no se esperaba. Pedro estaba en cuclillas sobre Joshua apuntándole con el arma en la sien y este se debatía con furia tratando se quitarse el cuerpo del soldado de encima. Joshua gritaba “¡A mi hijo, no!” una y otra vez. El pequeño quería ir en busca de su padre pero los tres forasteros lo sostenían.

     Lucas intentó correr a ayudar a su compañero pero Timoteo fue más rápido. Con la única mano libre que tenía le retuvo el tobillo derecho haciendo que perdiera el equilibrio. El soldado se fue de bruces contra la caldera, detuvo el impacto con el cráneo y cayó inerte al suelo.

     Fue en ese momento en que todo se despelotó.

     La caída de Lucas distrajo a Pedro lo suficiente para que Joshua lograse empujarlo hacia arriba, Nati se abalanzó sobre él tratando de quitarle el arma, pero ésta se disparó en el forcejeo, la bala rebotó en la caldera moviendo el quemador portátil en el ángulo justo para que el cabello de Lucas comenzase a prender en llamaradas incontroladas. El calor hizo que Lucas recuperase la consciencia y con la cabeza envuelta en llamas se dirigió hacia la salida en busca de… no se sabe qué…

     Al ver a su compañero correr hacia el estacionamiento, Pedro se olvidó de Joshua, de Nati y de todos los demás, se quedó mirando como el cuerpo de su compañero se incendiaba al contacto con el aire exterior, de una manera tan ilógica e improbable que en la edad media se hubiera pensado en la combustión espontánea.

     Entonces lo impensable ocurrió. El pequeño Mike se soltó de los brazos de los forasteros,  se lanzó hacia Pedro, trepó por su espalda y con una fuerza inusitada para su tamaño, le giró la cabeza tal y como había visto en su videojuego favorito y lo desnucó en medio de un grito de apache enloquecido antes de caer desmayado.

     Cuando el sheriff Matthews  llegó al lugar, al cabo de cuarenta minutos, la policía militar ya estaba tomando declaraciones y sacando fotografías. El sheriff se vio impotente ante ese aparato del ejército que volvió a despojarlo de su poder, sus suspiros molestos y sus intentos de acercarse a las víctimas fue en vano. Un uniformado dirigía el levante de cuerpos y los demás obedecían a sus órdenes. Eran tan parecidos unos de otros, con la mirada vacía, los ademanes rígidos, la piel olivácea… el sheriff escuchó pasos detrás de él y se volvió encontrándose al general Macarter de mirada vacia como los otros y ademanes rígidos como los otros.

     Le estrechó la mano cuando el general se la extendió pero, resignado, no hizo preguntas. El general le mostró una fotografía en blanco y negro. Joshua cargaba el cuerpo inerte del pequeño Mike. Sandra y su sobrina se apreciaban a lo lejos, los forasteros también estaban en el fondo y Timoteo, con su eterna gorra de beisbol azul estaba al fondo. Un militar contemplaba desolado el cuerpo de Mariela. Nati parecía asustada.

     El hombre con el niño entró en la tienda amenazando a todo el mundo. Decía algo sobre necesitar ayuda, lo hemos visto antes el general hizo una pausa para encender un cigarrillo, ha recorrido todo el condado haciendo lo mismo. Entra pidiendo ayuda y cuando la gente se acerca los atraca a todos. Es el plan perfecto.

     El sheriff no creyó nada de lo que dijo pero se quedó en silencio. Joshua era su ahijado, pero el general no lo sabía. La base militar estaba teniendo muchos problemas en contener a sus chicos, y embarraban a todos para ocultarlo. La semana pasada “una mujer desconocida (Lindsay Hornan) entró al restaurante de Mud y asesinó a una veintena de comensales” y unos días antes “un hombre anciano desconocido (Juan Mendez) le prendió fuego a dos gasolineras”.

     Esta vez perdió la cabeza y asesinó a todos, incluso a su pequeño. Hemos recogido los cuerpos y cerrado el caso. Nuestro departamento se encargará de notificar a los familiares, Sheriff. No tiene de qué preocuparse.

     Matthews cerró los ojos y dijo una plegaria en silencio mientras se dirigía a la patrulla.

     El mundo se ha ido a la mierda. Dijo en un murmullo y se fue a su oficina a contemplar el suicidio de nuevo. 

¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?

(imagen de la película «Maximum Overdrive», basada en el relato «Trucks»)


Seudónimo: Transformación.
Autora: Ángela Eastwood.


Cuando aquella última hoja se posó dulcemente en el césped,  Rose Mary decidió que no iba a morir dentro de aquel lugar. No moriría en el silencio de aquellas paredes, entre aquellos rostros indiferentes, bajo aquellas luces mortecinas. Y es que allí la muerte venía mucho de visita. Una noche alguien estaba comiendo su puré de guisantes triturado y a la mañana siguiente ya no bajaba a tomar su pan mojado en leche. Su ausencia se convertía en otra silla vacía. Una silla que pronto volvía a estar ocupada por otro rostro muerto de mirada perdida.
Rose se había quedado viuda un año antes. Su Frank había muerto atropellado por un tráiler de gran tonelaje. Una bestia roja que lo embistió frontalmente, pasándole por encima y dándose a la fuga después. La policía dijo que nunca había visto un atropello tan brutal.  La cabeza quedó tan incrustada en el asfalto que no hubo más remedio que hacer palanca para despegarla.
Muchas noches aquella bestia rodante se le colaba en los sueños con sus faros cegadores. Rose sabía a lo que venía, venía de nuevo en busca de Frank, porque nunca se cansaba de él. Y Rose quería avisar  a Frank y le gritaba ¡Huye Frank, que ya viene! Pero de su boca abierta no salía sonido alguno y volvía a intentarlo una y otra vez sin conseguirlo y entonces Frank aparecía silbando distraído y la bestia lo embestía con furia y lo lanzaba por los aires como un muñeco de trapo.  Luego, en su interminable descenso, Frank ya no tenía  cara, o al menos se veía desdibujada, y ella corría o le parecía que corría para ayudarle, pero lo que antes era asfalto ahora era un pantano negro que parecía succionarla hacia el fondo. Cuando por fin llegaba a su lado ya la bestia lo tenía atrapado entre sus dientes y ella gritaba ¡Noooooo!, del modo en que uno grita en los sueños y Frank le tendía la mano temblorosa y a Rose le daba asco esa mano que era un amasijo de sangre y carne desprendida y la rechazaba retirándose poco a poco, mientras él la miraba con desesperación. ¡Rose ayúdame!  Parecía que decía, pero no podía ser porque de su boca sólo salía sangre a borbotones, litros de sangre coagulada. Y cuando la cabeza de su marido quedó aplastada en el suelo, Rose miró con ansia dentro de sus ojos abiertos, porque una vez escuchó decir que lo último que ve un muerto se queda grabado en la retina, como una foto. ¿Quién te ha hecho esto Frank? Y de tanto mirar dentro de esos ojos abiertos que eran como una foto, al final Rose vio unos labios de mujer y un nombre dentro: Douglas. En el frontal de ese camión alguien había pintado una boca prometedora y dentro había escrito un nombre. Rose se lo dijo a la policía, pero no la creyeron. ¿Quién iba a creer a una vieja loca, que decía que había visto unos labios pintados dentro de los ojos de una masa de sangre incrustada en el asfalto?
Y es por eso que cuando la única hoja que le quedaba a aquel árbol pelado se posó suavemente sobre el suelo de hierba, Rose Mary pensó que debía darse prisa.
El sonido alegre de un ukelele la distrajo de sus pensamientos. Era John. John era un tipo entrañable. También lo habían llevado allí una tarde preciosa de otoño. También le habían dicho que era un lugar silencioso y que era lo mejor para él. John había sido escritor antes de que esa maldita enfermedad que barre los recuerdos le pasara por encima, como una maquina apisonadora. Por eso ahora John tocaba el ukelele. No me acuerdo de las palabras, Rose, decía. Con la música es distinto.
 —Tengo que marcharme de aquí, John.
—Vas en busca de esa boca pintada de rojo.
—Sí.
—¿Por dónde comenzaras a buscarla?
—Iré al Dixie boy. Dice mi hijo Curtis que es una especie de punto de encuentro de camioneros.
—Oye, Rose. ¿Vendrás a buscarme después?
—Sí.
—¿Y no quieres que te acompañe ahora? Me parece que sé conducir.
—Creo que yo aún lo recuerdo. Me apañaré.  No moriremos aquí dentro, amigo mío. Nosotros no.
El Dixie Boy era un recinto abierto al margen de la estatal número seis. Lo componía una gasolinera, una tienda de “todo a un dólar” y una cafetería. El Dixie Boy era el hogar de los camioneros, la parada obligatoria, el punto de encuentro para tomar un café matutino antes de emprender la larga marcha o una copa al anochecer, cuando se acababa la jornada. Entonces llegaban las risas y los codazos pícaros. El alcohol soltaba las lenguas facilitando las confesiones más guarras, contadas con un lenguaje soez. A la cuarta copa ya se hablaba de la puta de los pantaloncitos cortos que se había subido en la carretera ocho y le había comido el rabo a Jack “el mugriento”, que estaba casado con una vaca que tenía un pelo en la barbilla del tamaño de un árbol secuoya.
Cuando Rose entró en el local se hizo un silencio sepulcral.  El tipo que hablaba del grosor y de la dureza de su rabo,  y de cómo se lo hubiera metido él a la tipa del pantaloncito corto, se quedó con la boca abierta. AC/DC vociferaba en ese momento que el sonido de los tambores sonaba en sus corazones y que unas señoritas habían sido muy amables. Guau, nena, estupendo.
Rose se acercó a la barra y le dijo al camarero que deseaba una  taza de té de vainilla y canela, con dos terrones de azúcar moreno. Caliente por favor, gracias.
—No tenemos té de flores—dijo el camarero—.Tampoco tenemos tacitas de té.
—Max, ponle una taza de té a la dama. Y si no tienes té tal vez podrías servirle  una infusión de esas que le preparas a Willy cuando tiene indisposición estomacal. Ya sabes—dijo un camionero  grande como una montaña que llevaba tatuada una calavera en llamas en el brazo.
—Soy Ron, amiguita. ¿Qué hace una chica como usted en un antro como este?—dijo el de la calavera, ofreciéndole su manaza.
—Soy Rose Mary, jovencito. Busco a la dueña de un camión con unos labios pintados en el frontal—dijo Rose.
Desde la máquina de música  alguien chilló que Connie “la flaca” llevaba unos labios pintados en el frontal de su viejo Peterbilt.
Connie. Se llama Connie, pensó Rose. Connie “la flaca”.
—Necesito hablar con ella.
—Pues eso va a ser complicado, señora, porque  está en el manicomio. Dicen que se ha vuelto loca. Hace algunas noches la policía la encontró vagando por la calle, contando la misma historia sin parar. Una y otra vez. Siempre lo mismo.
—¿Y qué es lo que contaba, si puede saberse?
—Decía que no podía salir del interior de los ojos de un muerto.  Que luchaba, pero que él no la dejaba y que la sangre le llegaba ya a la cintura. Que esa sangre estaba llena de coágulos tan grandes como el tumor maligno de una vaca y que pronto le llegaría al cuello, luego a la boca y luego a los ojos. Después de esto se tomó un bote entero de pastillas y la encontraron en medio de un vómito. Alguien la llevó al hospital comarcal y allí decidieron que está como un cencerro.
Connie. Connie “la flaca”. La chica que se volvió loca porque no pudo con los remordimientos. La chica que no pudo soportar tanta sangre dentro de unos ojos. Ni el abismo que vio en ellos. La mujer hermosa que pisó el acelerador con un amasijo de sangre y vísceras bajo su viejo Peterbilt del 50. Tan sólo una noche antes Douglas la había abandonado. Le había dicho que su decisión era firme. Firme como una sentencia. Una decisión sin grietas. Inapelable. No lo vio. Simplemente no lo vio cruzar y se lo llevó por delante, con la salvaje violencia de la ceguera. Oyó el golpe sordo. Y luego sólo quiso correr. Correr y desaparecer del mundo.
Ahora los días eran nublados y grises en su mente. Una cortina piadosa se había interpuesto entre ella y toda esa sangre obscena.
Cuando Rose Mary se sentó frente a ella Connie no la miró. Hacía mucho tiempo que sólo miraba por la ventana. No había sabido nada más de Douglas. Debía saber que estaba internada y ni siquiera se había dignado a visitarla.
—¿Sabes quién soy?—preguntó Rose con una dulzura inesperada.
Como Connie no reaccionó, Rose Mary la tomó de la barbilla y la giró con mimo hacia ella. Que ojos tan dulces, pensó. Que ojos tan dulces tienes, Connie. Pequeña.
—Soy su esposa, Connie. Soy la mujer del hombre que atropellaste—dijo.
Connie negó con la cabeza, como una niña obstinada.
—No ha venido a verme. Él no ha venido. Me decía cada noche “no te vayas, quédate un poco más a mi lado, me moriré de frío si te marchas”.
—¿Quién, querida? ¿Douglas?
Connie la miró con los ojos muy abiertos.
—Me lo dijo por la emisora. Potro salvaje ya no verá más a su conejita verde. Es imposible. Lo siento, preciosa. Te deseo mucha suerte. Y aquella noche me revolví en mi cama como un animal herido. Di vueltas y vueltas, ahogando el llanto en la almohada. Mordiéndola con rabia, porque a veces el dolor se agarra a la rabia para dejar de ser dolor. No podía dormir, ni comer, porque su ausencia se me agarró a las tripas y no me dejaba ni respirar. Cuéntame de qué color llevas las bragas, nena, no cuelgues, mi mujer no viene hasta dentro de una hora, me decía a veces por teléfono. Son negras, mi vida, me las he puesto para ti. Luego tragaba saliva mientras él me susurraba que cosas me haría por encima y por debajo de las bragas.
—Connie. Connie. Mataste a mi Frank. Pasaste por encima de su cabeza con las ruedas de tu camión. Quedó tan incrustada en el suelo que tuvieron que rascar con una espátula  para despegar sus sesos del asfalto. Connie. No paraste. Tal vez podrías haberle ayudado. Y es por eso que ahora debes venir conmigo. ¿Sabes pequeña? Debemos pagar nuestros errores. Pero estarás bien. Te lo prometo. No sufrirás. No sufrirás como mi Frank. Será agradable. Y dormirás. Dormirás para siempre.
— Sí. Y podré escapar de sus ojos. Por fin podré escapar de esa playa de sangre. Porque Douglas ya no va a venir a verme ¿verdad?
—No, tesoro. Douglas no vendrá. Vamos, vamos. Estarás bien. Te prometo una muerte muy dulce.


Papá

(imagen de la película «Maleficio», basada en la novela homónima)


Seudónimo: James Godwear.
Autor: Antonio Tomé Salas.


Soy Neil, os voy a contar una historia de cuando tenía nueve años, y viví la peor experiencia de mi vida.
Corría el mes de mayo de 2001, y era media mañana. Yo estaba en mi habitación, jugando al ordenador, cuando mi madre me llamó desde la cocina.
-Neil, baja a la cocina, no puedes imaginar quién está en casa. -chilló mi madre desde la cocina.
Bajé a paso lento, me daba un poco de miedo tropezar por las escaleras; siempre bajaba las escaleras agarrado muy fuerte a la barandilla.
La luz del sol entraba a raudales por la ventana de la cocina, teníamos una casa muy bien iluminada. Por desgracia, tanta claridad me permitió ver bien el rostro de ese señor que me miraba fijamente desde la silla de ruedas.
-Pe pe pe pero...¿eres tú? -Tartamudee presa de la gran confusión que bullía en mis pensamientos.
El hombre extendió los brazos, quería que lo abrazara. Pero la media sonrisa que se dibujaba en su boca me alejada de el. Me daba miedo ver una sonrisa que en el lado izquierdo se curvaba hacia abajo. A demás estaba muy delgado, su cabeza parecía una calavera de película de piratas, los pómulos estaban hundido, los ojos más oscuros de lo normal, y la sonrisa..., la sonrisa era lo peor; a demás de la curva de los labios, los dientes parecían enormes en contraste con su cabeza consumida por la delgadez.
De repente sentí algo en mi espalda. Era la mano de mi madre que me empujaba para acercarme a ese hombre, mi padre.
-Vamosshh Neil...esshh que no vasshh a darle un abrashho a tu padre. -me dijo el hombre de la silla de rueda, salpicando saliva en todas direcciones a causa de su boca torcida.
Le di un empujón a mi madre, y apartando su brazo de mi hombro, salí corriendo de la cocina y subí las escaleras de casa hacia mi habitación, como alma que lleva el diablo.
Cerré la puerta de un portazo y me tiré en la cama de un salto. Me tumbé mirando hacia la pared y sin poder evitarlo, los recuerdos acudieron a mi mente.



-Neil ven aquí, tengo que contarte algo que ha ocurrido. -mi madre estaba sentada en el sofá frente a la televisión apagada, y con una montaña de pañuelos de papel a su derecha.
Me senté en el extremo más alejado del sofá, y un calor inexplicable subió a mi rostro. Intuía que algo muy malo se avecinaba y las manos me empezaron a sudar, sintiendo un hormigueo por todo mi cuerpo.
-¿Qué ha pasado Mamá, es algo malo?
-Me temo que sí pequeño Neil, algo muy grave le ha sucedido a tu padre. -Mamá retorica un pañuelo en sus manos, y pequeños trozos se acumulaban en su falda negra.- Esta mañana mientras tu estabas en la escuela me han llamado del hospital...
En ese momento mi madre se derrumbó y se echo a llorar a lágrima viva. Recorrí  la distancia que me separaba de ella y la abracé muy fuerte, como si pudiera evitar escuchar lo que había pasado, no quería saberlo.
-Papá ha tenido un accidente de coche, muy grave. -Me dijo Mamá entre lágrimas. -En unos minutos viene a casa Tía Sara para cuidar de ti, yo iré al hospital para comprobar cómo está Papá.
Al cabo de veinte minutos llegó a casa tía Sara, y Mamá se fue dándome un beso en la mejilla, dejándome la cara mojada de lágrimas.

Papá tubo un accidente de coche muy grave, casi pierde la vida, pero no fue así. A cambio pasó dos años en coma, y en muchas ocasiones llegué a olvidar su rostro, y hasta su voz.
El hombre que había vuelto a casa no era mi padre. Era muy delgado, y juraría que esa voz no era la de mi padre.

Me quedé dormido recordando todo lo que sucedió, y al cabo de un tiempo desperté  en mi habitación totalmente a oscuras.
La puerta de mi  habitación sonó dos veces seguidas, y la voz de mi madre sonó desde fuera.
-¿Puedo pasar Neil?
Pude imaginar la cabeza de mi madre junto al marco de la puerta. Odiaba que me preguntara si podía pasar, y ella entrara en mi habitación sin mi consentimiento.
-Ya lo has hecho seguramente, entra. -intuía.
 Yo seguía tumbado junto a la pared, y sentí como el colchón se hundía a mis espalda cuando mi madre se sentó en la cama.
-Cariño, entiendo que estés confuso por el regreso de tu padre después de tanto tiempo ausente. Pero tienes que entender que para el también es difícil, es como si en su mente hubiera pasado apenas unos días, y ahora, ahora eres todo un hombreton para el.
Estaba recién despierto y todavía me sentía desorientado, así que me limité a escuchar.
-He estado hablando con tu padre, y hemos llegado a un acuerdo. Para aliviar tu confusión, hemos pensado que tendríais que pasar más tiempo juntos para recuperar el tiempo perdido; de modo que yo me iré a casa de Tía Sara a modo de vacaciones, y así estaréis los dos solos unos cuantos días para poneros al corriente de todo lo que ha pasado, incluso podéis recuperar la afinidad que teníais los dos antes del accidente.
La vida puede cambiar en unos segundos, y por culpa de esos segundos que perdí en no contestar y negarme a los planes de mis padres, finalmente todo cambió.

El terror apenas duró un día, pero me dejó marcado para siempre.
Esa misma noche mi madre se fue a casa de Tía Sara, y mi padre y yo nos quedamos solos.
Yo estaba en mi habitación cuando escuché a mi padre llamarme:
-Neeeiiiillll.
Me levanté de la cama, y bajé por las escaleras agarrando muy fuerte el pasa manos. Un olor muy apetecible ascendía por las escaleras, y me abrió el apetito.
Crucé el umbral de la cocina, y frente a mi estaba la silla de ruedas, vacía. No había rastro de mi padre.
-Neeeiiiilll
La voz provenía del salón, así que me giré y empecé a caminar con pies de goma hacia el salón de casa. Allí, en el sofá donde hace dos años mi madre lloraba desconsolada, estaba mi padre sentado.
-Ven hijo, tenemoshh que hablar. -Me dijo mi padre salivando en abundancia.
En esta ocasión me senté de nuevo en el extremo del sofá, pero a diferencia de la vez anterior, esta vez no me acercaría a mi padre, me daba miedo.
-Hijo, sholo quiero que lo pashhemoshh biieeennn. -decía mi padre mientras que con su mano se quitaba el cinturón.
Pensé que iba a agredirme con el cinturón, pues mi padre siempre tuvo, antes del accidente, las manos muy largas. En esta ocasión me equivocaba, y mi padre fue mucho más lejos.
Poco a poco empezó a desnudarse, y una vez estuvo en ropa interior, sacó su pene por un lado del calzoncillo. Empezó a agitar su miembro de arriba a abajo, y con la otra mano me agarró la muñeca izquierda. Yo empecé a tirar de mi mano, y el apretaba con más fuerza.
-Ven Neil, no perdamoshh el tiempo, vamos a recuperarlo, juntosshhh.
Con todas mis fuerzas le propiné una patada en sus partes, y conseguí liberarme de el.
Corrí con todas mis ganas, y cuando alcancé las escaleras me giré para ver dónde estaba mi padre. Estaba saliendo del salón, iba desnudo, y su miembro flácido destacaba más en contraste con su delgadez, se balanceaba.
-¡Neeeillll, vuelve ahora mishhmo! -gritaba desde la puerta del salón.
Subí los escalones de tres en tres, me metí en mi habitación cerrando de un portazo, y arrastré la cama contra la puerta, para evitar que entrara. Me senté en la cama para hacer más fuerza, pues con su delgadez pensé que no podría abrir la puerta. Pero me equivocaba.
Al cabo de unos minutos de un inquietante silencio, de repente, escuché un fuerte estrépito que procedía de las escaleras. Pude imaginar el cuerpo de mi padre, delgado, huesudo, precipitándose hacía el vacío. Seguramente sus huesos se habrían quebrado por muchos lugares. Y su pene..., su pene estaría a la vista de mis ojos. Tenía mucho miedo, y no quería salir de la habitación.
Finalmente salí, tras muchos minutos aguardando con el oído pegado contra la puerta. No tenía más remedio.
Tuve que apartar con sumo cuidado la cama de la puerta, tratando de ser lo más silencioso posible. Poco a poco, con toda la paciencia que pude tener, gire el pomo y abrí la puerta.
Me asomé muy lentamente y con más valor del que creí tener jamás en mí vida, salí de la habitación.
El pasillo estaba en penumbra, y tenía miedo de acercarme a la escalera; no sabía en que estado encontraría el cuerpo de mí padre.
Me acerqué al filo de los escalones, y allí...no había nadie.
Como una alarma que va cresccendo, sonó el grito de mí padre a mis espalda:
-Neeeeilllllll. -gritó cómo un loco. -Vamosh a querernoshh juntossshhhh.
Juraría, o eso llegué a pensar más tarde, que mi padre venía hacia mi con el pene chorreando; estaba eyaculando mientras extendía los brazos hacia mí.
Tenía tantísimo pavor, que las escaleras no las vi. Perdí el equilibrio y empecé a caer hacia detrás. En ese momento mi padre se lanzó hacia mí, y los dos caímos por las escaleras en una maraña de brazos y piernas.
Mí padre se fracturó el cuello, y eso le causó una muerte instantánea. Yo, sufrí múltiples contusiones y quedé inconsciente; el daño fue psicológico más que físico.
Mí madre llamó esa noche por teléfono, y al descubrir que nadie atendía la llamada, vino rápidamente a casa. Y allí nos vio, a los pies de la escalera; una persona muerta y otra traumatizada para el resto de su vida.

Ahora tengo 23 años, y cada vez que veo las escaleras de mí casa tiemblo, tiemblo con toda el alma.


Los héroes de San Patricio

(imagen de la película «El resplandor», basada en la película homónima)


Seudónimo: Mell.
Autora: Gloria Neiva Antúnez.


Michael estaba en verdad emocionado por su fiesta de cumpleaños. Ese año había empezado a ir a la escuela. Así que a parte de sus amigos del vecindario, sus primos y demás familiares, ahora podía invitar a sus compañeros y compañera de clase. Ese mes mientras la tan esperada fecha llegaba fue contando los días que faltaban para el gran día.
Su cumpleaños caía el diez de agosto, por lo que mirando sus manos fue capaz de eliminar los días que faltaban. Incluso pego una hoja en blanco en la pared de su habitación y fue pintando uno a uno lo palitos que representaban los días.
El primer día su madre le dio muchas invitaciones para que las repartiera. En total tenía a 15 alumnos que asistían con él. Cuando llego a la escuela, y repartió las tarjetas de color azul con el dibujo de un oso montado en un avión, dudo un poco si invitar a Benjamin, porque siempre andaba molestándolo durante las clases. Es más, recordaba Michael mientras se acercaba al otro niño, una vez ni siquiera le permitió jugar con él con un rompecabezas que le gustaba mucho.
Pero cuando estuvo frente a Ben, le dio la invitación igualmente porque también recordó que su mamá le había dicho que él debía ser bueno. No estuvo muy convencido de hacerlo, es más, su rostro estaba en verdad serio mientras le hacía la invitación, pero como su madre se lo dijo, Michael pensó que debía ser cierto, y él no quería ser un niño malo.
El segundo día despertó emocionado, aunque en verdad hubiera deseado que ya fuera el día. Se arrepintió un poco de apresurar a su mamá de que le dieran las invitaciones a sus compañeros y compañeras de clase, pero luego cuando ya estaba tomando su desayuno, se dijo que era mejor, así pensarían en grandes y geniales regalos para él.
El tercer día empezó a buscar entre sus cosas los juguetes más lindos que tenia para mostrárselos a sus amigos, ya que nunca había podido llevar ninguno a la escuela porque su mamá no quería.
El cuarto y el quinto día se olvido de que estaba esperando su cumpleaños porque lo llevaron a comer unas ricas hamburguesas. Se divirtió tanto que al día siguiente andaba muy feliz hasta que uno de sus amigos le pregunto que deseaba para su cumpleaños.
Por su parte el padre de Michael, más conocido como el señor Gutierrez, estaba no ansioso sino más bien preocupado porque su hijo obtuviera el cumpleaños que deseaba. Al ser su primer hijo, quería darle todo lo que él no pudo recibir cuando era niño.
—Cariño, deja de preocuparte ¿sí?—le dice su esposa Margarita antes de darle un abrazo. El señor Gutierrez estaba sentado en la cama cuando su esposa se le acerco para asegurarle que todo estaría bien.
—Eso espero, deseo que mi hijo tenga todo lo que quiere para su cumpleaños.
—Amor, no lo consientas demasiado. Que después ya sabes cómo se pone, no me gustaría que nuestro Michael se convierta en un niño caprichoso. ¿Quieres saber algo? El otro día me dijo que casi no invita a uno de sus compañeros porque no le cae bien.
—Seguro que es el niño que lo molesta ¿verdad? Cuando yo tenía su edad no me dejaba, los enfrentaba, no huía de mis problemas.
Ella lo mira entrecerrando los ojos antes de añadir:—Mi hijo no va a recurrir a la violencia. Así que le dije que deben hacerse amigos y lo invito.
El señor Gutierrez no creía en esa clase de arreglos pero no dijo nada. En especial porque ya sabía cómo era Margarita.
—De acuerdo. De todos modos, deseo que mi pequeño hombrecito tenga el cumpleaños que se merece.
La señora Gutierrez estaba de acuerdo con su esposo, por lo que después de hacer unos arreglos ambos  se fueron a acostar.
Cuando llegó el gran día, todos estaban bastante animados, ni hablar de los niños que empezaban a llegar con regalos y cintas azules, el cumpleaños estaba empezando bien. La Señora Margarita por su parte, sin embargo estaba atendiendo a los invitados hasta que escucha sonar el teléfono.
—¿Hola? ¿Quién habla?—le pregunta con una sonrisa que se le borro enseguida cuando escucho lo que tenía que decir la persona del otro lado.—¿Qué quiere decir que el oso no va a venir? Lo reservamos con antelación… ¿Qué? ¿Enfermo? No puede ser.
La señora Gutiérrez estaba preocupada mientras le decían que no había solución. Cuando colgó el teléfono trato de que la desesperación no se le notara en la cara. Fue hasta su esposo y le dijo en casi un susurro:—Querido, el oso Yogui no vendrá.
El señor Gutiérrez casi se atraganta con el agua.
—¿Cómo? ¿Por qué no?—le pregunto a su esposa. Pero ya pensando en un plan.
—El hombre que se encarga del espectáculo se enfermo y no podrá asistir.
—¡Dios! Lo que faltaba, te dije que no los contrataras, pero siempre haces lo que quieres.
—Cariño no te pongas así, ¿cómo iba a saber que iba a enfermar?
—Tienes razón, tienes razón.
Y mientras le decía eso, Michael se le acerco con una gran sonrisa.
—¡Papá! ¡Todos quieren ver a Yogui! Ya les conté que vendría.
—Si hijo, ya enseguida viene.
Al señor Gutiérrez no le alcanzó el valor para decirle a su hijo, que no se le cumpliría el sueño de ver al oso Yogui en persona. Hasta que se ocurrió una idea, cerca de su casa había una tienda de disfraces en la que tal vez tendrían el del famoso oso. No es que el señor Gutiérrez alguna vez hubiera prestado atención a como era el oso Yogui, pero se dijo que era un oso, así que cualquiera serviría.
Con un beso en su mejilla se despidió de su esposa y fue a comprar el disfraz. Cuando lo obtuvo, entro en su habitación y empezó a desvestirse. Le había pedido a su amigo Aníbal que subiera a ayudarle a cambiarse. El traje era verdaderamente sofocante, pero se hizo a la idea de que podría estar varios minutos antes de quitárselo.
El problema empezó cuando se dio cuenta de que el cierre del disfraz no se podía cerrar correctamente, es más se atoro y le fue imposible terminar de vestirse. El señor Gutierrez medio gemía y murmuraba medio malhumorado porque no podía aún bajar hasta donde se encontraban los niños. Mientras tanto abajo los niños se encontraban impacientes esperando al oso Yogui.  “¡Oso Yogui, oso Yogui!” se escuchaba desde el piso de arriba mientras el señor Gutiérrez luchaba por colocarse el traje.
Michael se acerco a su mamá.
—¡Mamá ¿dónde está Yogui?!
—Ya vendrá cariño, ya vendrá.
—Mamá, ¿Va a venir verdad?
La señora Gutiérrez no tuvo más remedio que calmar a su hijo diciéndole que ya estaba en el piso de arriba y que estaba en la habitación en donde dormían su esposo y ella. Claro que ella no fue consciente de lo que acababa de empezar. Porque lo primero que hizo Michael fue gritar todo emocionado que el oso ya estaba y que se encontraba en la habitación de sus padres. Grande fue la sorpresa de la señora Margarita Gutiérrez cuando se encontró con una tropa de pequeños niños yendo a toda prisa hacia la habitación en donde se encontraba su marido.
—¡Cariño, no! Espera a que baje…—le trato de decir a su hijo pero ya era tarde.
Michael y sus amigos ya estaban en la puerta de la habitación de sus padres y el emocionado abrió la puerta, antes de empezar a gritar por lo que vio.
Estaba un horrible oso atacando a su tío Aníbal.
Hasta hoy en día, todo San Patricio se acuerda del suceso. De cómo unos niños salvaron a un hombre, saltando sobre un gran oso que -según la versión de los pequeños- trató de comerse al tío de Michael.


martes, 18 de agosto de 2015

Lazos de amistad

(imagen de la película «Christine», basada en la novela homónima)


Seudónimo: Victor Hugo.
Autor: Gean Rossi.

1

Stuart Coleman caminaba junto a su mejor amigo Glen Báez como todos los días luego de una larga jornada de trabajo mal remunerado.  Sus pasos cansinos tendían a desviarse de cuando en cuando al montarral que delimitaba la carretera, y luego otra vez sobre el pavimento; era ya una acción de ocio que se había convertido en rutina. La carretera se hallaba apenas iluminada por el ligero resplandor de una luna menguante que luchaba por hacerse notar entre el cielo nublado que se extendía sobre ellos. Era una noche oscura. 
            En un país en crisis, un par de bachilleres graduados hacía ya cinco años, nunca comprometidos por una carrera universitaria lo más que podían hacer era limpiar tanques de agua para ganarse la vida.
            —Bueno, no nos fue tan mal hoy —comentó Glen—, cuarenta pavos en un día. Creo que la subida de sueldos mejorará nuestras vidas, ¡ya verás!
            —¿Me estás jodiendo? —Stuart sentía pena de las cosas que salían de la boca de su mejor amigo desde toda la vida. Ya estaba acostumbrado a sus comentarios—, seguiremos siendo pobres sabes.
            —Ah, tienes razón —dijo con la cabeza gacha mirando sus pasos en la oscuridad. Unos segundos después, ambos rompieron a carcajadas.
            No faltaría mucho para llegar a casa. Stuart estaba seguro de que en lo que pisara su habitación caería muerto sobre la cama; Glen seguiría sus pasos. Éste último había perdido la cuenta de cuanto llevaba viviendo en casa de Stuart —casa que había heredado tras la muerte de su padre—.
Glen por su parte, nunca había sabido nada de su madre, y aseguraba que su padre había muerto hacía ya bastante; Stu nunca lo llegó a conocer.
            La carretera se iluminó de pronto por una súbita y radiante luz amarilla. Eran los faros de un vehículo que venía a lo lejos. La intensidad de la luz con el contraste de la oscuridad no permitía determinar qué carro era.
            Ambos se detuvieron a ver el vehículo como quien hace autostop mientras las luces se hacían cada vez más grandes. Pasó a gran velocidad levantando el polvo del pavimento. Stu propuso que era un Plymouth Fury, pero Glen le contradijo como siempre, decretando que parecía más un Buick.
            Pasados no más de tres segundos que el coche pasó junto a ellos, éste viró súbitamente hacia la derecha, al montarral, desprendiéndose de la vía para empezar a volcarse como trompo a través de los árboles.

2

—Gracias por salvarme —decía el conductor del auto, cubierto de vendas desde la camilla del hospital—, qué hubiese sido de mi si no fuera por ustedes.
            Stuart y Glen llevaban ya al menos tres horas en el hospital. Al momento del accidente habían corrido hacia el auto,  el hombre que conducía estaba inconsciente cuando lo encontraron. Ambos se dijeron que el tipo había salido con suerte pues no parecía tener grandes heridas. El auto había caído parte del barranco abajo, siendo frenado por dos pinos. No había llegado muy lejos por lo que pudieron alcanzar rápidamente el lugar del accidente. Y en lo que fueron veinte minutos de adrenalina, lograron sacar el hombre del auto, llamar a una ambulancia —Glen nunca cargaba encima su teléfono pero por alguna razón ese día lo llevaba con él— y llegar por fin al hospital.
            —No fue nada señor…
            —Llámame Mario —completó el hombre.
            —No fue nada señor Mario —continuó Stuart—. Soy de los que cree fielmente que todo pasa por algo, y Dios nos puso allí para salvarle.
            —¡Así es!, No encuentro palabras para demostrar lo agradecido que me encuentro. Prometo recompensarlo.
            Al oír aquellas palabras, Stu se visualizó en una bañera de oro revolcándose en dinero. Aquel hombre parecía millonario, pero lo más probable es que estuviera fantaseando de más.
            —Tranquilo, no hay necesidad de ir más allá —comentó Glen—, lo hicimos por neto gesto de humanidad.
            —Así es —inquirió Stu dándole un discreto puntapié en ademán de “¿qué coño dices?”—. No fue nada, nos conformamos con saber que usted se encuentra a salvo.
            Pasaron quince minutos más acompañando al hombre en la habitación antes de que la enfermera los corriera y decidieran encaminarse por fin a casa.

3

                Al día siguiente, una grúa dejó un Plymonth Fury del 58 frente a su casa. Ya la grúa se había ido para cuando despertaron.
            —¿Qué hace esto aquí? —preguntó Stu mientras miraba el auto por todas sus perspectivas.
            Estaba abollado en cada rincón por el que mirara. Había perdido una rueda, parte del parachoques se hallaba desprendido. El capó y todos los vidrios habían pasado a otra vida, quién sabe en qué parte del monte habrían ido a parar.
            —Hey, pilla esto — Glen le tendió un papel que encontró cerca de la puerta.
Mis salvadores, no tengo mucho para dar actualmente, por eso quiero dejarles el auto como forma de agradecimiento, es lo más que puedo hacer. Sé perfectamente las condiciones en las que quedó, quizá no se le pueda hacer mucho o quizá sí, quién sabe. Peor es no intentarlo.
            Nuevamente muchas gracias. Sumamente agradecido firma: Mario B.
            PD: Solía llamarlo Christine.

4

            Revisaron el Plymonth Fury por todas partes. Intentaron reconstruirlo lo mejor posible en un vago intento por hacerlo funcionar otra vez. No hubo manera. Había demasiadas piezas dañadas y no contaban con el dinero para comprar los repuestos necesarios.
            —Así que prácticamente nos llenamos de chatarra —comentó Stu molesto, atinando una patada en un costado de la carrocería.
            —Eso parece. No creo siquiera que alguien quiera comprarlo —añadió Glen desesperanzado.
            Los asientos estaban rasguñados y rotos en varias partes resultado del accidente, pero aquel día —casi una semana luego de que ocurrieran todos los hechos—, Glen divisó algo en el largo asiento trasero que le llamó la atención, porque se diferenciaba de los rasguños y cortadas que presentaba la gamuza roja. Era una especie de recuadro perfectamente cortado. Glen introdujo los dedos por el margen del cuadro, y ejerciendo algo de fuerza lo retiró como una pieza de rompecabezas.
            Enterrado entre la gomaespuma había una caja.

5

            Los asiáticos en sus trajes negros, miraban fijamente la esmeralda que había posado Stuart sobre la humilde mesa de comedor de su casa. Uno de ellos —que parecía ser el líder de la pandilla—, se acercó a la piedra que a poco cabría en la palma de una mano por su gran tamaño. La miraba fijamente, deteniéndose en cada detalle. Glen sudaba, en cambio Stu hacía todo lo posible por mantenerse sereno y seguro frente a aquellos traficantes de minerales y piedras preciosas. Todo el proceso debía ser confidencial, o al menos así les habían explicado.
            Tras lo que parecieron eternos minutos de tensión. El líder del grupo anunció algo en un idioma totalmente desconocido para ellos. Un corpulento hombre que estaba detrás de él le acercó un maletín, que luego colocó sobre la mesa junto a la caja que contenía la esmeralda que habían encontrado en el Plymonth Fury.
            —¿Trato? —preguntó abriendo la maleta que rebosaba billetes verdes amontonados en lotes. Habría al menos un millón de dólares.
            —Trato —sentenció Stu, sus ojos estaban a punto de salir de sus cuencas y su boca cerca de babear.
            —Somos millonarios —le dijo Glen a su amigo luego de que la pandilla se hubiera retirado en sus grandes camionetas blindadas.
            Tras contar el dinero, descubrieron que en realidad había tres millones de dólares.

6

            Había pasado algo más de una semana. Stu dormía apaciblemente cuando un fuerte golpe en la cabeza le despertó dejándolo levemente aturdido.
            Al abrir los ojos se encontró con el oscuro agujero del cañón de un Magnum 357 frente a él. Vio que tenía la gran piedra verde junto a él entre sábanas, por lo que pudo deducir qué fue el golpe.
            —Nos has estafado, —le comunicó el líder de la pandilla. Eran al menos diez hombres que se distribuían en la habitación, todos cargaban grandes armas—. La esmeralda era falsa. Exijo el dinero devuelta.
            —No pu-puede s-ser —apenas pudo decir Stu—. De verdad que no tenía ni idea. Encontramos la piedra y-y pa-parecía genuina lo juro.
            —No me importa. Exijo mi dinero de inmediato.
            —Está bi-bien lo buscaré.
            Stu se levantó lentamente de la cama, temblaba de pies a cabeza y apenas pudo mantenerse sobre sí. Se dirigió al closet, donde habían guardado el maletín con el dinero. Hasta el momento habían usado el dinero solo para reparar el Playmonth Fury como forma de agradecimiento al auto por haberlos proveído de aquella cantidad de dinero. En aquel momento Stuart no se sentía tan agradecido con el auto.
            La maleta no estaba.
            —No está —comentó sudando—, seguramente Glen la habrá cambiado de sit…
            Lo golpeó con el arma en la frente interrumpiendo sus palabras.
            —En esta casa no hay nadie más, ya la revisamos completa —dictaminó el líder de la pandilla.
            —No puede ser… —susurró Stu para sí.
            Se hizo una fugaz idea de lo que había ocurrido allí.
            —Si no nos pagas el dinero, de alguna manera saldarás la deuda. —concluyó el asiático, quitando el seguro de la Magnum.

7

            A casi trescientos kilómetros de allí, un Playmonth Fury 58 rodaba libremente por la Autopista Regional del Este.
            —Ya debemos estar cerca de llegar a la frontera —comentó Glen a su padre que iba en el asiento del pasajero.
            —¡Lo logramos! —exclamó Mario Báez levantándose del asiento por la emoción de todo aquello. Esto le causó una punzada en la espalda, no se había recuperado del todo tras el accidente.
            —Tenía miedo de que pudieras matarte. Te lo tomaste muy en serio, a poco pudimos recuperar a Christine otra vez.
            —Lo siento, quería que pareciera real. Creo que me excedí un poco. —rió, su hijo no compartió la risa.
            —Lo mejor fue cuando los chinos esos aceptaron la piedra esa, más falsa que billete de tres —Glen soltó una risotada que retumbó en el interior del auto—. De verdad no entiendo cómo lograste hacer que pareciera tan real, tenías que haber visto sus caras.
            —Tengo mis contactos, hijo. Confórmate con saber eso.
            La vía se extendía llena de oportunidades frente a ellos. Cargaban una maleta con tres millones de dólares dispersos en un bolso lleno de ropa, un auto como nuevo y el precio de una traición que recaería en sus pensamientos y sueños por el resto de su vida. Las cosas no les podrían haber salido mejor, se dijo Glen. El mismo pensamiento no lo compartía Stuart, su amigo de toda la vida.

8

            Trescientos kilómetros atrás, un arma detonó tres veces en una pequeña casa de madera, dejando un cuerpo inerte sobre el suelo de la habitación.
            Nunca encontraron culpables.