(imagen de la película «Christine», basada en la novela homónima) |
Seudónimo: Victor Hugo.
Autor: Gean Rossi.
1
Stuart Coleman caminaba
junto a su mejor amigo Glen Báez como todos los días luego de una larga jornada
de trabajo mal remunerado. Sus pasos
cansinos tendían a desviarse de cuando en cuando al montarral que delimitaba la
carretera, y luego otra vez sobre el pavimento; era ya una acción de ocio que
se había convertido en rutina. La carretera se hallaba apenas iluminada por el
ligero resplandor de una luna menguante que luchaba por hacerse notar entre el
cielo nublado que se extendía sobre ellos. Era una noche oscura.
En
un país en crisis, un par de bachilleres graduados hacía ya cinco años, nunca
comprometidos por una carrera universitaria lo más que podían hacer era limpiar
tanques de agua para ganarse la vida.
—Bueno,
no nos fue tan mal hoy —comentó Glen—, cuarenta pavos en un día. Creo que la
subida de sueldos mejorará nuestras vidas, ¡ya verás!
—¿Me
estás jodiendo? —Stuart sentía pena de las cosas que salían de la boca de su
mejor amigo desde toda la vida. Ya estaba acostumbrado a sus comentarios—,
seguiremos siendo pobres sabes.
—Ah,
tienes razón —dijo con la cabeza gacha mirando sus pasos en la oscuridad. Unos
segundos después, ambos rompieron a carcajadas.
No
faltaría mucho para llegar a casa. Stuart estaba seguro de que en lo que pisara
su habitación caería muerto sobre la cama; Glen seguiría sus pasos. Éste último
había perdido la cuenta de cuanto llevaba viviendo en casa de Stuart —casa que
había heredado tras la muerte de su padre—.
Glen por su parte,
nunca había sabido nada de su madre, y aseguraba que su padre había muerto
hacía ya bastante; Stu nunca lo llegó a conocer.
La
carretera se iluminó de pronto por una súbita y radiante luz amarilla. Eran los
faros de un vehículo que venía a lo lejos. La intensidad de la luz con el
contraste de la oscuridad no permitía determinar qué carro era.
Ambos
se detuvieron a ver el vehículo como quien hace autostop mientras las luces se
hacían cada vez más grandes. Pasó a gran velocidad levantando el polvo del
pavimento. Stu propuso que era un Plymouth Fury, pero Glen le contradijo como
siempre, decretando que parecía más un Buick.
Pasados
no más de tres segundos que el coche pasó junto a ellos, éste viró súbitamente
hacia la derecha, al montarral, desprendiéndose de la vía para empezar a
volcarse como trompo a través de los árboles.
2
—Gracias por salvarme
—decía el conductor del auto, cubierto de vendas desde la camilla del
hospital—, qué hubiese sido de mi si no fuera por ustedes.
Stuart
y Glen llevaban ya al menos tres horas en el hospital. Al momento del accidente
habían corrido hacia el auto, el hombre
que conducía estaba inconsciente cuando lo encontraron. Ambos se dijeron que el
tipo había salido con suerte pues no parecía tener grandes heridas. El auto
había caído parte del barranco abajo, siendo frenado por dos pinos. No había
llegado muy lejos por lo que pudieron alcanzar rápidamente el lugar del
accidente. Y en lo que fueron veinte minutos de adrenalina, lograron sacar el
hombre del auto, llamar a una ambulancia —Glen nunca cargaba encima su teléfono
pero por alguna razón ese día lo llevaba con él— y llegar por fin al hospital.
—No
fue nada señor…
—Llámame
Mario —completó el hombre.
—No
fue nada señor Mario —continuó Stuart—. Soy de los que cree fielmente que todo
pasa por algo, y Dios nos puso allí para salvarle.
—¡Así
es!, No encuentro palabras para demostrar lo agradecido que me encuentro.
Prometo recompensarlo.
Al oír
aquellas palabras, Stu se visualizó en una bañera de oro revolcándose en
dinero. Aquel hombre parecía millonario, pero lo más probable es que estuviera
fantaseando de más.
—Tranquilo,
no hay necesidad de ir más allá —comentó Glen—, lo hicimos por neto gesto de
humanidad.
—Así
es —inquirió Stu dándole un discreto puntapié en ademán de “¿qué coño dices?”—.
No fue nada, nos conformamos con saber que usted se encuentra a salvo.
Pasaron
quince minutos más acompañando al hombre en la habitación antes de que la
enfermera los corriera y decidieran encaminarse por fin a casa.
3
Al
día siguiente, una grúa dejó un Plymonth Fury del 58 frente a su casa. Ya la
grúa se había ido para cuando despertaron.
—¿Qué
hace esto aquí? —preguntó Stu mientras miraba el auto por todas sus
perspectivas.
Estaba
abollado en cada rincón por el que mirara. Había perdido una rueda, parte del
parachoques se hallaba desprendido. El capó y todos los vidrios habían pasado a
otra vida, quién sabe en qué parte del monte habrían ido a parar.
—Hey,
pilla esto — Glen le tendió un papel que encontró cerca de la puerta.
Mis
salvadores, no tengo mucho para dar actualmente, por eso quiero dejarles el auto
como forma de agradecimiento, es lo más que puedo hacer. Sé perfectamente las
condiciones en las que quedó, quizá no se le pueda hacer mucho o quizá sí,
quién sabe. Peor es no intentarlo.
Nuevamente muchas gracias. Sumamente
agradecido firma: Mario B.
PD: Solía llamarlo Christine.
4
Revisaron
el Plymonth Fury por todas partes. Intentaron reconstruirlo lo mejor posible en
un vago intento por hacerlo funcionar otra vez. No hubo manera. Había
demasiadas piezas dañadas y no contaban con el dinero para comprar los repuestos
necesarios.
—Así
que prácticamente nos llenamos de chatarra —comentó Stu molesto, atinando una
patada en un costado de la carrocería.
—Eso
parece. No creo siquiera que alguien quiera comprarlo —añadió Glen
desesperanzado.
Los
asientos estaban rasguñados y rotos en varias partes resultado del accidente,
pero aquel día —casi una semana luego de que ocurrieran todos los hechos—, Glen
divisó algo en el largo asiento trasero que le llamó la atención, porque se
diferenciaba de los rasguños y cortadas que presentaba la gamuza roja. Era una
especie de recuadro perfectamente cortado. Glen introdujo los dedos por el
margen del cuadro, y ejerciendo algo de fuerza lo retiró como una pieza de
rompecabezas.
Enterrado
entre la gomaespuma había una caja.
5
Los
asiáticos en sus trajes negros, miraban fijamente la esmeralda que había posado
Stuart sobre la humilde mesa de comedor de su casa. Uno de ellos —que parecía
ser el líder de la pandilla—, se acercó a la piedra que a poco cabría en la
palma de una mano por su gran tamaño. La miraba fijamente, deteniéndose en cada
detalle. Glen sudaba, en cambio Stu hacía todo lo posible por mantenerse sereno
y seguro frente a aquellos traficantes de minerales y piedras preciosas. Todo
el proceso debía ser confidencial, o al menos así les habían explicado.
Tras
lo que parecieron eternos minutos de tensión. El líder del grupo anunció algo
en un idioma totalmente desconocido para ellos. Un corpulento hombre que estaba
detrás de él le acercó un maletín, que luego colocó sobre la mesa junto a la
caja que contenía la esmeralda que habían encontrado en el Plymonth Fury.
—¿Trato?
—preguntó abriendo la maleta que rebosaba billetes verdes amontonados en lotes.
Habría al menos un millón de dólares.
—Trato
—sentenció Stu, sus ojos estaban a punto de salir de sus cuencas y su boca
cerca de babear.
—Somos
millonarios —le dijo Glen a su amigo luego de que la pandilla se hubiera
retirado en sus grandes camionetas blindadas.
Tras
contar el dinero, descubrieron que en realidad había tres millones de dólares.
6
Había
pasado algo más de una semana. Stu dormía apaciblemente cuando un fuerte golpe
en la cabeza le despertó dejándolo levemente aturdido.
Al
abrir los ojos se encontró con el oscuro agujero del cañón de un Magnum 357 frente
a él. Vio que tenía la gran piedra verde junto a él entre sábanas, por lo que
pudo deducir qué fue el golpe.
—Nos
has estafado, —le comunicó el líder de la pandilla. Eran al menos diez hombres que
se distribuían en la habitación, todos cargaban grandes armas—. La esmeralda
era falsa. Exijo el dinero devuelta.
—No
pu-puede s-ser —apenas pudo decir Stu—. De verdad que no tenía ni idea.
Encontramos la piedra y-y pa-parecía genuina lo juro.
—No
me importa. Exijo mi dinero de inmediato.
—Está
bi-bien lo buscaré.
Stu
se levantó lentamente de la cama, temblaba de pies a cabeza y apenas pudo
mantenerse sobre sí. Se dirigió al closet, donde habían guardado el maletín con
el dinero. Hasta el momento habían usado el dinero solo para reparar el
Playmonth Fury como forma de agradecimiento al auto por haberlos proveído de
aquella cantidad de dinero. En aquel momento Stuart no se sentía tan agradecido
con el auto.
La
maleta no estaba.
—No
está —comentó sudando—, seguramente Glen la habrá cambiado de sit…
Lo
golpeó con el arma en la frente interrumpiendo sus palabras.
—En
esta casa no hay nadie más, ya la revisamos completa —dictaminó el líder de la
pandilla.
—No
puede ser… —susurró Stu para sí.
Se
hizo una fugaz idea de lo que había ocurrido allí.
—Si
no nos pagas el dinero, de alguna manera saldarás la deuda. —concluyó el
asiático, quitando el seguro de la Magnum.
7
A
casi trescientos kilómetros de allí, un Playmonth Fury 58 rodaba libremente por
la Autopista Regional del Este.
—Ya
debemos estar cerca de llegar a la frontera —comentó Glen a su padre que iba en
el asiento del pasajero.
—¡Lo
logramos! —exclamó Mario Báez levantándose del asiento por la emoción de todo
aquello. Esto le causó una punzada en la espalda, no se había recuperado del
todo tras el accidente.
—Tenía
miedo de que pudieras matarte. Te lo tomaste muy en serio, a poco pudimos recuperar
a Christine otra vez.
—Lo
siento, quería que pareciera real. Creo que me excedí un poco. —rió, su hijo no
compartió la risa.
—Lo
mejor fue cuando los chinos esos aceptaron la piedra esa, más falsa que billete
de tres —Glen soltó una risotada que retumbó en el interior del auto—. De
verdad no entiendo cómo lograste hacer que pareciera tan real, tenías que haber
visto sus caras.
—Tengo
mis contactos, hijo. Confórmate con saber eso.
La
vía se extendía llena de oportunidades frente a ellos. Cargaban una maleta con
tres millones de dólares dispersos en un bolso lleno de ropa, un auto como
nuevo y el precio de una traición que recaería en sus pensamientos y sueños por
el resto de su vida. Las cosas no les podrían haber salido mejor, se dijo Glen.
El mismo pensamiento no lo compartía Stuart, su amigo de toda la vida.
8
Trescientos
kilómetros atrás, un arma detonó tres veces en una pequeña casa de madera,
dejando un cuerpo inerte sobre el suelo de la habitación.
Nunca
encontraron culpables.
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