martes, 18 de agosto de 2015

Lazos de amistad

(imagen de la película «Christine», basada en la novela homónima)


Seudónimo: Victor Hugo.
Autor: Gean Rossi.

1

Stuart Coleman caminaba junto a su mejor amigo Glen Báez como todos los días luego de una larga jornada de trabajo mal remunerado.  Sus pasos cansinos tendían a desviarse de cuando en cuando al montarral que delimitaba la carretera, y luego otra vez sobre el pavimento; era ya una acción de ocio que se había convertido en rutina. La carretera se hallaba apenas iluminada por el ligero resplandor de una luna menguante que luchaba por hacerse notar entre el cielo nublado que se extendía sobre ellos. Era una noche oscura. 
            En un país en crisis, un par de bachilleres graduados hacía ya cinco años, nunca comprometidos por una carrera universitaria lo más que podían hacer era limpiar tanques de agua para ganarse la vida.
            —Bueno, no nos fue tan mal hoy —comentó Glen—, cuarenta pavos en un día. Creo que la subida de sueldos mejorará nuestras vidas, ¡ya verás!
            —¿Me estás jodiendo? —Stuart sentía pena de las cosas que salían de la boca de su mejor amigo desde toda la vida. Ya estaba acostumbrado a sus comentarios—, seguiremos siendo pobres sabes.
            —Ah, tienes razón —dijo con la cabeza gacha mirando sus pasos en la oscuridad. Unos segundos después, ambos rompieron a carcajadas.
            No faltaría mucho para llegar a casa. Stuart estaba seguro de que en lo que pisara su habitación caería muerto sobre la cama; Glen seguiría sus pasos. Éste último había perdido la cuenta de cuanto llevaba viviendo en casa de Stuart —casa que había heredado tras la muerte de su padre—.
Glen por su parte, nunca había sabido nada de su madre, y aseguraba que su padre había muerto hacía ya bastante; Stu nunca lo llegó a conocer.
            La carretera se iluminó de pronto por una súbita y radiante luz amarilla. Eran los faros de un vehículo que venía a lo lejos. La intensidad de la luz con el contraste de la oscuridad no permitía determinar qué carro era.
            Ambos se detuvieron a ver el vehículo como quien hace autostop mientras las luces se hacían cada vez más grandes. Pasó a gran velocidad levantando el polvo del pavimento. Stu propuso que era un Plymouth Fury, pero Glen le contradijo como siempre, decretando que parecía más un Buick.
            Pasados no más de tres segundos que el coche pasó junto a ellos, éste viró súbitamente hacia la derecha, al montarral, desprendiéndose de la vía para empezar a volcarse como trompo a través de los árboles.

2

—Gracias por salvarme —decía el conductor del auto, cubierto de vendas desde la camilla del hospital—, qué hubiese sido de mi si no fuera por ustedes.
            Stuart y Glen llevaban ya al menos tres horas en el hospital. Al momento del accidente habían corrido hacia el auto,  el hombre que conducía estaba inconsciente cuando lo encontraron. Ambos se dijeron que el tipo había salido con suerte pues no parecía tener grandes heridas. El auto había caído parte del barranco abajo, siendo frenado por dos pinos. No había llegado muy lejos por lo que pudieron alcanzar rápidamente el lugar del accidente. Y en lo que fueron veinte minutos de adrenalina, lograron sacar el hombre del auto, llamar a una ambulancia —Glen nunca cargaba encima su teléfono pero por alguna razón ese día lo llevaba con él— y llegar por fin al hospital.
            —No fue nada señor…
            —Llámame Mario —completó el hombre.
            —No fue nada señor Mario —continuó Stuart—. Soy de los que cree fielmente que todo pasa por algo, y Dios nos puso allí para salvarle.
            —¡Así es!, No encuentro palabras para demostrar lo agradecido que me encuentro. Prometo recompensarlo.
            Al oír aquellas palabras, Stu se visualizó en una bañera de oro revolcándose en dinero. Aquel hombre parecía millonario, pero lo más probable es que estuviera fantaseando de más.
            —Tranquilo, no hay necesidad de ir más allá —comentó Glen—, lo hicimos por neto gesto de humanidad.
            —Así es —inquirió Stu dándole un discreto puntapié en ademán de “¿qué coño dices?”—. No fue nada, nos conformamos con saber que usted se encuentra a salvo.
            Pasaron quince minutos más acompañando al hombre en la habitación antes de que la enfermera los corriera y decidieran encaminarse por fin a casa.

3

                Al día siguiente, una grúa dejó un Plymonth Fury del 58 frente a su casa. Ya la grúa se había ido para cuando despertaron.
            —¿Qué hace esto aquí? —preguntó Stu mientras miraba el auto por todas sus perspectivas.
            Estaba abollado en cada rincón por el que mirara. Había perdido una rueda, parte del parachoques se hallaba desprendido. El capó y todos los vidrios habían pasado a otra vida, quién sabe en qué parte del monte habrían ido a parar.
            —Hey, pilla esto — Glen le tendió un papel que encontró cerca de la puerta.
Mis salvadores, no tengo mucho para dar actualmente, por eso quiero dejarles el auto como forma de agradecimiento, es lo más que puedo hacer. Sé perfectamente las condiciones en las que quedó, quizá no se le pueda hacer mucho o quizá sí, quién sabe. Peor es no intentarlo.
            Nuevamente muchas gracias. Sumamente agradecido firma: Mario B.
            PD: Solía llamarlo Christine.

4

            Revisaron el Plymonth Fury por todas partes. Intentaron reconstruirlo lo mejor posible en un vago intento por hacerlo funcionar otra vez. No hubo manera. Había demasiadas piezas dañadas y no contaban con el dinero para comprar los repuestos necesarios.
            —Así que prácticamente nos llenamos de chatarra —comentó Stu molesto, atinando una patada en un costado de la carrocería.
            —Eso parece. No creo siquiera que alguien quiera comprarlo —añadió Glen desesperanzado.
            Los asientos estaban rasguñados y rotos en varias partes resultado del accidente, pero aquel día —casi una semana luego de que ocurrieran todos los hechos—, Glen divisó algo en el largo asiento trasero que le llamó la atención, porque se diferenciaba de los rasguños y cortadas que presentaba la gamuza roja. Era una especie de recuadro perfectamente cortado. Glen introdujo los dedos por el margen del cuadro, y ejerciendo algo de fuerza lo retiró como una pieza de rompecabezas.
            Enterrado entre la gomaespuma había una caja.

5

            Los asiáticos en sus trajes negros, miraban fijamente la esmeralda que había posado Stuart sobre la humilde mesa de comedor de su casa. Uno de ellos —que parecía ser el líder de la pandilla—, se acercó a la piedra que a poco cabría en la palma de una mano por su gran tamaño. La miraba fijamente, deteniéndose en cada detalle. Glen sudaba, en cambio Stu hacía todo lo posible por mantenerse sereno y seguro frente a aquellos traficantes de minerales y piedras preciosas. Todo el proceso debía ser confidencial, o al menos así les habían explicado.
            Tras lo que parecieron eternos minutos de tensión. El líder del grupo anunció algo en un idioma totalmente desconocido para ellos. Un corpulento hombre que estaba detrás de él le acercó un maletín, que luego colocó sobre la mesa junto a la caja que contenía la esmeralda que habían encontrado en el Plymonth Fury.
            —¿Trato? —preguntó abriendo la maleta que rebosaba billetes verdes amontonados en lotes. Habría al menos un millón de dólares.
            —Trato —sentenció Stu, sus ojos estaban a punto de salir de sus cuencas y su boca cerca de babear.
            —Somos millonarios —le dijo Glen a su amigo luego de que la pandilla se hubiera retirado en sus grandes camionetas blindadas.
            Tras contar el dinero, descubrieron que en realidad había tres millones de dólares.

6

            Había pasado algo más de una semana. Stu dormía apaciblemente cuando un fuerte golpe en la cabeza le despertó dejándolo levemente aturdido.
            Al abrir los ojos se encontró con el oscuro agujero del cañón de un Magnum 357 frente a él. Vio que tenía la gran piedra verde junto a él entre sábanas, por lo que pudo deducir qué fue el golpe.
            —Nos has estafado, —le comunicó el líder de la pandilla. Eran al menos diez hombres que se distribuían en la habitación, todos cargaban grandes armas—. La esmeralda era falsa. Exijo el dinero devuelta.
            —No pu-puede s-ser —apenas pudo decir Stu—. De verdad que no tenía ni idea. Encontramos la piedra y-y pa-parecía genuina lo juro.
            —No me importa. Exijo mi dinero de inmediato.
            —Está bi-bien lo buscaré.
            Stu se levantó lentamente de la cama, temblaba de pies a cabeza y apenas pudo mantenerse sobre sí. Se dirigió al closet, donde habían guardado el maletín con el dinero. Hasta el momento habían usado el dinero solo para reparar el Playmonth Fury como forma de agradecimiento al auto por haberlos proveído de aquella cantidad de dinero. En aquel momento Stuart no se sentía tan agradecido con el auto.
            La maleta no estaba.
            —No está —comentó sudando—, seguramente Glen la habrá cambiado de sit…
            Lo golpeó con el arma en la frente interrumpiendo sus palabras.
            —En esta casa no hay nadie más, ya la revisamos completa —dictaminó el líder de la pandilla.
            —No puede ser… —susurró Stu para sí.
            Se hizo una fugaz idea de lo que había ocurrido allí.
            —Si no nos pagas el dinero, de alguna manera saldarás la deuda. —concluyó el asiático, quitando el seguro de la Magnum.

7

            A casi trescientos kilómetros de allí, un Playmonth Fury 58 rodaba libremente por la Autopista Regional del Este.
            —Ya debemos estar cerca de llegar a la frontera —comentó Glen a su padre que iba en el asiento del pasajero.
            —¡Lo logramos! —exclamó Mario Báez levantándose del asiento por la emoción de todo aquello. Esto le causó una punzada en la espalda, no se había recuperado del todo tras el accidente.
            —Tenía miedo de que pudieras matarte. Te lo tomaste muy en serio, a poco pudimos recuperar a Christine otra vez.
            —Lo siento, quería que pareciera real. Creo que me excedí un poco. —rió, su hijo no compartió la risa.
            —Lo mejor fue cuando los chinos esos aceptaron la piedra esa, más falsa que billete de tres —Glen soltó una risotada que retumbó en el interior del auto—. De verdad no entiendo cómo lograste hacer que pareciera tan real, tenías que haber visto sus caras.
            —Tengo mis contactos, hijo. Confórmate con saber eso.
            La vía se extendía llena de oportunidades frente a ellos. Cargaban una maleta con tres millones de dólares dispersos en un bolso lleno de ropa, un auto como nuevo y el precio de una traición que recaería en sus pensamientos y sueños por el resto de su vida. Las cosas no les podrían haber salido mejor, se dijo Glen. El mismo pensamiento no lo compartía Stuart, su amigo de toda la vida.

8

            Trescientos kilómetros atrás, un arma detonó tres veces en una pequeña casa de madera, dejando un cuerpo inerte sobre el suelo de la habitación.
            Nunca encontraron culpables.


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