lunes, 12 de diciembre de 2016

Distancias


El cuerpo de Sungvin Yoo está tirado boca arriba, los ojos abiertos, la cabeza echada para atrás colgando sobre el abismo, en la cima de una montaña del parque nacional Bukhansan, a pocos kilómetros de Seúl. El sol cae con fuerza. Un hilillo de sangre brilla al bajar de su nariz por la mejilla, hasta alcanzar las pestañas del ojo izquierdo, se desvía hacia la sien y se pierde entre el cabello. Una gorda mosca se posa y empieza a sorber la sangre. Pasaría mucho tiempo antes de que alguien hallara su cadáver. "Joven y acaudalado diseñador web es hallado muerto en avanzado estado de putrefacción dos semanas después de reportarse su desaparición". Yoo parpadea, alejando ese pensamiento. La mosca levanta vuelo.
Se incorpora y se limpia la sangre que le ha brotado por el esfuerzo de la escalada. Él es un hombre de ciudad, no entiende cómo diablos se le ocurrió venir a este fin de mundo para "conectarse con la naturaleza". Recoge sus cosas e inicia el descenso. Nunca más hará caso a un consejo de Hong.

***

El hambriento buitre de Rüppell gira la calva cabeza en dirección al claro en medio de la jungla, cerca de Berbérati, prefectura de Mambéré-Kadéï. Baja en picada. El cachorro de humano está solo, inmóvil. Apenas unas cuantas moscas empiezan a revolotear sobre él. El buitre inicia el descenso, con la cabeza baja, el pico curvo apuntando hacia abajo, dispuesto para desgarrar la carne. Ya las garras rozan el suelo polvoriento. Cuando de la espesura surge ladrando el perro raquítico. El niño se incorpora de un salto. El buitre da un traspié, recobra el equilibrio y vuelve a elevarse. Da un par de vueltas sobre ellos y se aleja. Tendrá que seguir buscando.
Semidesnudo sobre la tierra rojiza junto al perro, que agita el rabo, orgulloso de su hazaña, el pequeño Dembé contempla a la monstruosa ave que estuvo dispuesta a hacer de él su desayuno. Otras aves han levantado vuelo también. Se encoge de hombros. De pronto, varios tiros retumban muy cerca. Dembé y el perro emprenden la carrera y se internan en la selva centroafricana. Cuando se detienen, casi sin aliento, se hallan junto a la prisión. Más precisamente, frente a la barraca de castigo.
Entre las hojas de madera medio podrida del portón asoman diez oscuros dedos, de largas uñas rotas ennegrecidas por la mugre. Y una voz rasposa que susurra: "ven". Dembé se acerca.

***

El empolvado Mini Cooper de Yoo entra en Seúl y se dirige al exclusivo distrito de Gangnam. Yoo deja el auto en el estacionamiento subterráneo y sube en el ascensor privado a su acogedor apartamento en el penthouse. Apenas se desliza la puerta con un suave zumbido, contempla el verdor del parque Dosan a través del amplio ventanal, bajo la fresca ráfaga de aire acondicionado. Yoo sonríe. Así es como le gusta disfrutar de la naturaleza.
Penetra en el apartamento pronunciando "Brit playlist" con su característica entonación de Oxford. Mick Jagger empieza a cantar "Satisfaction". Yoo se sirve un vaso de whisky escocés con hielo y ginger ale y se dirige a los controles del PSP. Necesita un buen partido de FIFA para relajarse de esa agobiante jornada al aire libre. Elige, como siempre, el Arsenal. El encuentro inicia.

***

Dembé permanece quieto. Se acerca la hora del almuerzo en el albergue y su vientre emite roncos gruñidos de apremio. Pero el niño no se mueve del sitio donde se sentó hace más de una hora, con la mirada fija al frente. El fiel perro lo acompaña en la forzada hambruna, estoico.
¡Ven, niño, ven!
La voz rasposa susurra desde la oscuridad de la barraca. Parece no provenir de una garganta humana, sino de la negrura misma, de las tinieblas. Dembé no mueve un músculo, pero tampoco aparta la vista. No puede dejar de preguntarse qué ocurre ahí. Cuando le preguntó, el padre Pierre sólo le dijo que no hablara con esa voz. Y, sobre todo, que, por nada, por nada del mundo, se acercara.
¡Ven, ven, acércate, pequeñín!
Dembé se da cuenta. No le habla a él ahora. El perro, curioso, se ha ido acercando lentamente. Ahora olfatea el interior.
¡No, "Amigo", no vayas ahí!
Los diez dedos aferran al perro con fuerza y lo jalan. Lo último que Dembé ve de él son sus patas traseras intentando hallar un asidero antes de perderse entre las hojas. Luego, sólo oye los gemidos.

***

Yoo arroja los controles a un lado. Observa cómo el parque va tornándose dorado bajo la luz del atardecer. Se oye "Here comes the sun".
Suena su smartphone. Llamada entrante de Gong Hong. Yoo selecciona "ignorar" y arroja el teléfono junto a los controles del PSP. Dice "silencio" y el vacío se hace en el elegante loft de superficies blancas. Se aproxima al ventanal. Observa los tonos malva del cielo sobre el parque. El parque es un gran mausoleo. Está vacío también.

***

El perro sale arrojado de entre las hojas del portón de la barraca. Cae en la tierra y queda inmóvil. Dembé corre a verlo. El animal respira con dificultad. Su cuello está doblado de una manera extraña, parece roto. Del ano escurre un fluido espeso, mezcla de sangre, excremento y semen. Una sombra oscurece su cuerpo maltrecho. Dembé levanta la vista al cielo. El buitre dibuja un par de círculos estrechos muy cerca del suelo antes de animarse a bajar a pocos pasos. Dembé grita y agita los brazos, corriendo hacia él, intentando ahuyentarlo. El buitre se limita a dar cortos saltitos a un lado, como si no considerara al cachorro humano una amenaza importante. Otra sombra se dibuja en el suelo. Y otra más. Otros dos buitres bajan a participar del inminente festín. Dembé corre de un lado a otro, amenazándolos, pero ellos sólo siguen brincando alrededor de él, como burlándose de su pequeñez. Finalmente, una de las aves se anima a dar un picotazo al perro. Dembé corre hacia ella y le propina un puñetazo. El buitre bate las alas, haciéndolo trastabillar, y le grazna en la cara. Dembé cae de culo, desconcertado, y ve a los tres buitres arrojarse a la vez sobre el perro, que no hace nada por defenderse. Dembé comprende que está muerto. Una ronca carcajada sale de la barraca.

***

Yoo pica con desgano un plato de "fish and chips" cuando llega el mensaje. El texto es corto y viene acompañado de una imagen. "Mr. Yoo, le envío una carta de su ahijado Dembé escaneada. Saludos. R. P. Pierre Marat." Ha explicado varias veces al padre que Yoo es su nombre de pila y Sungvin, su apellido. Mira la hora: diez de la noche. Allá son las dos de la tarde. Abre la imagen.
"Hola Mr. Yoo. Padre Pier dice le escriba en pantalla pero quiero usted vea mi letra y mi inglés mejor. Pantalla hace trampa. ¿Cómo está? Espero bien. Yo triste. Quiero contar a usted porque joven y bueno. Padre Pier viejo y bueno. Hoy mataron mi perro. Era Amigo. Me salvó de buitres. Yo no pude salvar. Manos de barraca rompieron cuello y culo. Murió. Buitres comieron. Lloré mucho Mr. Yoo. Mucho. Duele pecho. Le quise contar. Siento mejor. Gracias por mandar dinero y preguntar y contar cosas. Usted estuvo Londres. Yo quiero ir. Seúl también. Seré diseñador. Estudiaré. Seré bueno. Gracias Mr. Yoo por dinero y palabras y fotos. Usted bueno. Adiós. Dembé."
Yoo se pasa la mano por los ojos. Mira la pantalla en silencio un momento. Escribe un mensaje.
Me gustaría comprar un perro a Dembé.
¿Desea que asigne una parte del dinero?
No, pensaba en comprarlo con él. Acá, en Seúl.
Se hace una larga pausa. Yoo bebe un sorbo de té. Pronuncia "play". Se oyen los primeros acordes de "Norwegian wood". Mira el parque. Llega la respuesta.
Los niños necesitan dónde jugar. En especial cuando tienen perros.
Hay un parque a pocos pasos.
Dembé es un niño de espacios abiertos.
Yoo sonríe.
Hay un parque nacional muy cerca.
Eso suena mejor. Pero creo que lo mejor sería que Dembé decida. Lo pondré en videollamada.
Yoo ve el radiante rostro de Dembé llenar toda la pantalla.
¡Hola, Mr. Yoo!
Hola, Dembé. Dime "Yoo" a secas, por favor. Oye, te tengo una pregunta.
Dime, Mr. Yoo.
Yoo toma aire.
Dembé, ¿te gustaría escalar una montaña conmigo?


FIN

Consigna: deberás escribir un relato de género libre.

Perros de rabia


   El invierno nos había pillado desprevenidos. En un principio solo se notaba una cierta frialdad en los rayos del sol que se colaban caprichosos por entre las ramas de los pinos, después la brisa se convirtió en viento, un viento que removía la hojarasca parduzca de un sitio a otro de forma aleatoria. Levantamos la cabeza del sendero que seguíamos por  aquella sierra y observamos como las nubes se estaban apretando unas contra otras en el horizonte y el cielo azul cobalto se oscurecía igual que una noche sin retorno. Olía a mojado, se metía por la nariz y hacía cosquillas. La brisa traía de lejos pequeñas partículas de agua y un manto de nubes prietas que se cernía sobre nuestras cabezas…  goterones grandes como monedas comenzaron a caer al azar. Con un escalofrío nos detuvimos en medio del camino para ponernos el chubasquero mientras vimos a los animales salvajes buscando cobijo entre el monte bajo. Los árboles se zarandeaban llevados por el viento en una comunión resuelta desde hacía milenios. Primero un gran copo de nieve, como una flor blanca y sedosa, se depositó en mi hombro. Fue sólo el principio de una gran cortina helada que cubrió el cielo y se tragó la luz del atardecer.  De la admiración de contemplar el espectáculo natural pasamos al pavor de quedarnos atrapados en la montaña. Corrimos por aquella vereda mientras la tormenta se desataba en silencio. Un silencio que había contagiado al entorno. No se escuchaban ni los pájaros, la nieve caía sin sonido y la montaña parecía acogerla con cierto toque místico. A lo lejos vimos una cabaña, de su tejado salía una lanza de humo que apremiaba a ir más deprisa, a refugiarse  en aquel fuego extraño y salvador… golpeamos la puerta con los nudillos congelados. El ocaso era sólo un punto concreto de donde parecía nacer la ventisca. Cuando la puerta se abrió el calor de la estancia se reflejó en nuestros anhelantes ojos. Un rudo anciano de edad indeterminada y con una media sonrisa de un solo diente nos recibió en la entrada. Era una vivienda humilde, rustica, pero caliente.
-Pasad-nos dijo-pronto la nieve se convertirá en cuchillas afiladas.
Y la pesada puerta se cerró tras nosotros con un sonido sordo… el fuego tiene la cualidad de renacer los ánimos o adormecerlos a parte iguales. Estuvimos largo rato mirando las llamas, mudos, hipnotizados por el crepitar del fuego, hasta que nuestro anfitrión nos invitó a sentarnos a su mesa, donde ya humeaban unos jarrillos con café.
-Es de puchero… pero revivirá vuestros helados huesos.
Nos sentamos a la mesa, mientras el murmullo de las cabras en el tinado llegaba a nosotros como una súplica.
-Voy a atrancar las puertas… en noches como ésta es cuando salen a buscar comida… el ganado lo presiente.
Y nos dejó allí, mirándonos los unos a los otros, apurando nuestros cafés amargos. Sorprendidos por tal afirmación. Sin saber que decir y con el misterio metido en el cuerpo.
Cuando regresó a la mesa nos miró uno por uno con unos ojos que reflejaban humildad. No se hizo esperar y tras sentarse en una silla de mimbre que crujió como mil huesos rotos comenzó a contarnos la historia.
-Dicen que vienen del infierno, que se escaparon por una de las numerosas puertas de acceso que el averno posee por todo el planeta… y yo puedo afirmarlo.
 “Tuve la mala ventura  de cruzarme con ellos. Yo ya había escuchado cuando era mozuelo aquellas espeluznantes historias. Cuentos que nos narraban nuestras madres y abuelas para asustarnos y de paso disuadirnos de que no anduviéramos solos por la calle. El tono de sus voces se hacía enigmático cuando nos describían los relatos. Leyendas que mostraban a una endiablada jauría  de enormes bestias. Cuya espantosa particularidad ni se podía nombrar. Recorrían los campos por las noches, asesinando sin compasión a cualquier ser vivo que tuviera la mala fortuna de cruzarse en su camino. No había escapatoria, y la muerte era cruel y dolorosa ya que devoraban vivas a sus presas. A nosotros, los niños, se nos quedaba cara de alelados, y si salíamos a la calle procurábamos  no alejarnos mucho de las puertas de nuestras casas. Hasta que se nos olvidaba la historia y volvíamos a aventurarnos en el desafío del asfalto. Pero siempre había alguien que la recordaba y la contaba de nuevo, a su manera eso sí. El sólo hecho de imaginarlo te ponía los pelos como escarpias, la sensación escalofriante no te abandonaba nunca…
Yo siempre amé el campo. Desde pequeño, por eso tenía claro cuál sería mi oficio. La libertad que se percibe cuando vas con el ganado por el monte es inigualable. Es un trabajo duro, pero satisfactorio”.
El viejo hizo una larga pausa para beber  de su abollado jarrillo. En su cara arrugada y tostada por el sol se podían leer todas sus vivencias como en un libro abierto… los perros en el cobertizo aullaban poseídos por un extraño miedo.
“La vida en la sierra tiene brega, pero los años fueron pasando rápido, demasiado rápido. Las hojas de los árboles mudaron sus vestiduras infinitas veces… ya no recordaba aquella terrible historia… hasta esa noche.
El viejo talabartero había estado aquella mañana aquí. Era un gran aficionado  a los espárragos amargueros, y la verdad, de esos abundan por estas lindes. Estuvimos largo rato sentados al solecito para calentarnos los viejos huesos, y de paso informarme de cómo iban las cosas  por el pueblo mientras nos bebíamos un par de mostos.
No le echaron en falta hasta el segundo día. Vi bajar lentamente por la vereda al todoterreno de la guardia civil. En seguida supe que algo iba mal. Ellos sólo vienen por estos lares si ha ocurrido alguna desgracia en la montaña o si había un fuego cerca. De boca del sargento averigüé que el anciano no había regresado a casa y que andaban buscándolo desde entonces.
-Tú conoces bien la sierra, Antonio-dijeron -¿quién mejor que tú para ayudarnos a encontrarlo?
No sé porque pero tuve un mal presagio. Algo en mi interior me dijo que no volvería  a ver al viejo talabartero… al menos con vida…
El sol ya estaba alto cuando comencé a desesperar. Llevaba un tercio de terreno recorrido y no encontraba hechizos que me indicaran que un ser humano hubiera pasado por allí. El ansia pudo conmigo. Aunque conocía la montaña de sobra sabía con certeza que la noche era traicionera. Sin embargo se hizo la oscuridad y las primeras estrellas comenzaron asomar  por entre un tapiz denso de nubes. De vez en vez dejaban ver el cielo en todo su esplendor. Desde allí arriba observé como los guardias se retiraban, más prudentes que yo, que inevitablemente me hallaba muy cerca de la cima de la sierra. La luz era escasa, cada paso que daba tenía que ser premeditado. Un resbalón fortuito y acabaría despeñado colina abajo. Me sabía de memoria todas las veredas que atravesaban la montaña, un mapa imaginario en mi mente. Me dirigí hacia el lado opuesto del macizo montañoso. Era un camino más largo, pero menos peligroso para un descenso nocturno…  cuando llevaba media hora aproximadamente de bajada unos sonidos extraños llamaron mi atención. Eran como gruñidos, chasquidos, igual que cuando se parte un palo seco para avivar la lumbre. Procuré acercarme con recelo para averiguar que era. Al principio solo pude apreciar un bulto que se movía. Una sombra dentro de otra sombra. Repté entre el matorral intrigado. Al encontrarme más cerca supe que eran animales salvajes. Y que se disputaban una presa, con tal contundencia que se escuchaban de forma escalofriante los lamentos de la pobre criatura, que había tenido tan mala fortuna de caer en aquellas hambrientas fauces. Los gruñidos, el sonido de la carne desgarrada y el hueso roto me revolvieron el estómago. Tenía que huir de allí con celeridad. El viento estaba a mi favor, pero si cambiaba me olerían y entonces sería yo la víctima. Pero cuando me reincorporé para irme ocurrió la tragedia. Y bien sabe Dios que no duermo bien desde entonces, y sabe Dios que desde aquella noche atranco las puertas por seguridad, aunque esta casa se encuentre lejos de la cima de la sierra… el cielo se aclaró, era como si unas manos invisibles apartaran las nubes de repente. Una luz creciente iluminó la montaña y aquella escena dantesca, que me cortó la respiración.  Sobre la presa se abalanzaban llenos de ira una manada de perros, pero, ¡ay! Carecían de pelo. Sus carnes brillaban sanguinolentas. Músculos, tendones, nervios, palpitando bajo la tétrica luz lunar. Era un espectáculo tan terrible que mis miembros quedaron paralizados por el terror. En seguida aquellas viejas historias que nos contaban cuando éramos chiquillos se agolparon en mi cabeza. Las tenía delante de mí. Como en una pesadilla que se escapa del mundo onírico para asustar la realidad. No entraba en razones, no quería creerme lo que estaba sucediendo. Me froté los ojos, en un intento inútil de que aquello tan atroz desapareciera. Pero aún el destino me tenía reservado un duro golpe. Los descarnados perros se movían peleándose entre ellos y en uno de esos fatídicos momentos la presa quedó al descubierto. El alma se me fue a los pies. No era un animal lo que estaba encontrando la muerte bajo aquella diabólica jauría, no era una cabra, o una oveja descarriada. Lo que moría despedazado era el viejo talabartero. No lo puedo decir con exactitud, pero creo que sus ojos me miraron. Y pude leer en sus pupilas que rezara por su pobre alma. Un inmenso dolor me atravesó el pecho, pero algo, el instinto de supervivencia, activó mi adrenalina y mis piernas reaccionaron de nuevo… hui de allí, con la mirada del viejo clavada en mi espíritu. Pero sabía que ya nada podía hacer por él, que ya estaba perdido incluso mucho antes de que lo encontrara por casualidad. Bajé a ciegas por la abrupta montaña, con el corazón palpitante y un sudor frio perlando mi frente. Cuando llegué a la llanura caí de bruces, derrotado. Así me encontraron los guardias civiles y esto les conté. Claro está que no me creyeron. Pusieron un sinfín de estúpidas explicaciones en el informe, cuando a la mañana siguiente encontramos los huesos pelados del pobre anciano. Pero yo sé lo que vi.”
El viejo se acercó lentamente al montón de leña que había al lado de la chimenea, cogió un tronco gordo y atizó el fuego.
-Es mejor que paséis aquí la noche”
En el cobertizo el ganado se hallaba inquieto, fuera, como un quejido inhumano, un aullido terrible rompió el silencio de la noche fría y oscura… nos miramos los unos a los otros y vimos como el pastor se encogía de miedo, preso de un antiguo recuerdo…


FIN

Consigna: deberás escribir un relato de género libre.

lunes, 14 de noviembre de 2016

El Señor Presidente


Los demás lo llaman "la caverna". Y a él, "el monstruo". Para él, es su santuario. Y él es Dios. Resuenan los acordes iniciales de "Carmina Burana" bajo la elevada bóveda, de cuyo óculo central cae un único haz de luz que atraviesa los densos vapores. En la penumbra, seis gárgolas vomitan las aguas oscuras de las que emerge el cráneo sin pelo del Excelentísimo Señor Presidente Constitucional de la República. Una profunda cicatriz baja por su rostro, cruzando en diagonal el ojo vaciado, la nariz quebrada, los labios partidos. Asciende su monstruosa humanidad de ciento cincuenta kilos repartidos en dos metros y un centímetro. Sube por la amplia escalinata de mármol, aferrándose con fuerza al pasamanos. Se cubre con la bata. Se calza las sandalias. Se sirve otra copa de ajenjo. Coge el bastón y empieza a renquear por las baldosas, iniciando así su acostumbrado paseo nocturno por las altas galerías del Palacio de Gobierno. Su palacio.
A su izquierda contempla la ciudad que duerme al otro lado del río. La contempla a través de los vitrales que narran las más importantes hazañas de sus casi tres décadas en el poder, sirviendo sacrificadamente a su amado pueblo. Algunos traidores a la patria intentaron interrumpir la esforzada obra de su gobierno. Mas la Providencia, que acompaña siempre a los justos, permitió que fuesen derrotados. Aunque en varias partes de su cuerpo quedasen las marcas de esos atentados. Y, como en las más apoteósicas construcciones de la historia, los cuerpos de los enemigos de la Patria pasaron a formar parte de cimientos y paredes de este imponente palacio. Dios bendiga a la Patria.
El Señor Presidente arrastra los hinchados pies gotosos por la penumbra espesa, apenas interrumpida por las franjas de luz lechosa que arroja la luna llena a través de los vitrales, tiñéndolo todo con una tonalidad azulina. Frente a esa ventana se yergue el añoso roble bajo el cual se apostaron los jefes gremiales para protestar cuando asumió el poder. Eso quiere decir que ahora, al pasar junto a esa ventana, camina sobre sus cuerpos cubiertos de cal. Bebe un largo sorbo. Sigue andando, apoyado en su bastón como un venerable patriarca. Contempla la terraza que se abre sobre el río varios metros más adelante, tras aquel recodo. Veintiocho banqueros organizaron una huelga de hambre cuando se les expropió sus bancos. Esa terraza está elevada varios metros sobre el río. Pocos saben que la prominencia original era algunos centímetros más baja. Aproximadamente la altura de veintiocho cuerpos calcinados. Bebe otro trago.
Entonces oye el primer ruido.
Es como un largo lamento. Un sonido gutural, inhumano, que se rompe hacia el final en un quiebre agudo. El Señor Presidente no puede evitar el escalofrío que recorre su espalda torcida. Se detiene. Recorre con la mirada ambos extremos de la galería vacía. Mira hacia arriba, pero sólo ve las pesadas arañas que penden de las vigas sobre su cabeza, tintineando con el aire frío de la noche, como descomunales atrapasueños de cristal. Se arrebuja en su bata. Bebe otro largo trago, pensando en aquellos que decían ser sus camaradas y lo apuñalaron por la espalda. Literalmente.
    De ahí colgaban, los bastardos, como guayabas maduras, pataleando con la lengua afuera.
Oligarcas vendepatria, gremios obstruccionistas, traidores sin conciencia. Todos los enemigos de la Patria coludidos contra él.
    ¡Sangre!
El ronco bramido llena la galería, retumbando en sus oídos. Apoyando firmemente el bastón en el piso, el Señor Presidente gira en redondo con su único ojo muy abierto.
    ¿Quién está ahí?
    ¡Tus muertos!
El Señor Presidente arroja al piso la copa, que se hace añicos sobre las baldosas. Con la mano libre, empuña el pistolón que lleva siempre escondido bajo la bata.
    ¡Sal de donde estés, cobarde hijo de mil putas!
    Estoy aquí.
El Señor Presidente gira hacia su izquierda, de donde proviene el débil susurro. Ve al pálido hombre semidesnudo de pie junto a la ventana, mirándolo fijamente. Dispara su arma sobre él. Pero el sindicalista ya no está ahí. Los vitrales han estallado en mil fragmentos, permitiendo la entrada de una fuerte corriente helada. El Señor Presidente tiembla.
    Estoy aquí.
El Señor Presidente gira hacia su derecha. El aristocrático caballero vestido de frac lo contempla a través del monóculo. Tiene la mitad del cráneo rota; sus sesos sanguinolentos parecen palpitar.
    ¿Quién mierda eres? ¿Quiénes son?
    ¡Tus muertos!
Dispara con furia sobre él. Pero el banquero ya no está ahí.
    ¡Yo no tengo muertos!
Un reloj deja oír en alguna parte sus broncas campanadas. El Señor Presidente observa el cielo. Nubes negras lo han cubierto casi todo. Pero se puede apreciar aún la luna en lo alto. Es medianoche. Hoy su revolución cumple treinta gloriosos años.
    ¡Feliz día!
Ve a su hermano junto al muro. No lo ve viejo, como él. Lo ve vestido con su uniforme de gala, joven y gallardo, como entonces, cuando se levantaron en armas juntos en una lejana guarnición perdida entre las montañas. Pero lo traicionó. Traicionó a la causa. Lo traicionó a él. Fue el primer gran traidor en ser ejecutado.
Descarga su arma sobre él, hasta vaciarla por completo.
    "¡Revolución o muerte!" ¿Recuerdas?
Arroja el arma vacía. Levanta en alto el bastón, empuñándolo como una espada. Lo coge con ambas manos. Con un rápido movimiento, desenvaina la brillante hoja de metal. Se arroja sobre el oficial en uniforme de gala.
    ¡Muerte!
Lo traspasa por completo. La hoja queda trabada entre las piedras. Debe emplear todas sus fuerzas para intentar zafarla. Lo consigue cuando el reloj da su última campanada. Entonces la tormenta estalla. La hoja sale junto a una de las piedras, que rueda a sus pies. Relumbra el primer relámpago. En el vacío que queda en el muro aparece una cabeza. Tiene la boca abierta, como si hasta el último instante hubiese intentado infructuosamente llevar aire a sus pulmones. El Señor Presidente retrocede varios pasos. Retumba el trueno. En las cuencas de los ojos de la cabeza dos cucarachas se agitan como una mirada inquieta. La mandíbula se mueve. La voz retumba, como el trueno.
    ¡Muerte!
Sin el apoyo de su bastón, el tambaleante Señor Presidente trastabilla. Pierde el equilibrio. Cae sobre su espalda, con un crujido de huesos viejos. Deja escapar un grito ahogado. Y así se queda, agitando los brazos como una cucaracha.
    ¡Muerte!
Con gran esfuerzo, el Señor Presidente logra girar sobre sí mismo, apoyándose sobre el prominente vientre. Y así se arrastra por el suelo.
Ahora parece un gusano.
Las piernas no le responden. Debe valerse únicamente de sus brazos para avanzar, arrastrándose por las baldosas. Hasta que en sus manos se clavan los vidrios rotos. Lanza un alarido. Mira sus manos ensangrentadas. Y las baldosas mojadas. No, no es sangre.
    ¡Es el ajenjo!
Lanza una carcajada que se multiplica al infinito. Vuelve a darse la vuelta para encarar a sus muertos.
    ¡Ustedes no existen! ¡No están ahí! ¡Es sólo una alucinación! ¡Es el ajenjo!
Sus muertos rodean al Señor Presidente.
    ¡Ustedes no existen!
La espada atraviesa el vientre del Señor Presidente, cuyo alarido deja impávidos a sus muertos. Logra arrancarse la espada. Se da la vuelta. Se arrastra por el suelo, dejando un rojo rastro de sangre, hacia el agujero de la ventana. Su única esperanza sería arrojarse al río.
Si el cauce no estuviese seco.
    ¿Recuerdas por qué nos sublevamos un día como hoy? Porque nos apremiaba la época de lluvias. Si demorábamos más, no podríamos vadear los ríos. Hoy es la primera lluvia. Como entonces.
A través del agujero, el Señor Presidente ve la lluvia precipitarse furiosa desde el cielo negro. Ve los relámpagos alumbrar el cauce seco. Oye los truenos retumbar en el lecho vacío. Ve crecer el charco que forma la lluvia sobre las baldosas al pie del agujero. Ve reflejado en él el cielo negro y los relámpagos.
    ¡Es el ajenjo, el maldito ajenjo!
    ¡Somos tus muertos!
El Señor Presidente termina de arrastrarse hasta el agujero. Tal vez habría podido dar la vuelta al recodo, llegar a la terraza, escapar... Pero resbala en ese charco que refleja el cielo. Se precipita al vacío sin saber dónde es arriba y dónde es abajo. Cuál es el cielo y cuál el abismo. Y su último pensamiento es que nunca lo supo. Porque, desde donde él flota ingrávido, se ven exactamente iguales.
    ¿Se resbaló?
    Yo creo que se arrojó.
    ¿Habrá sido el ajenjo?
    Repetía que no tenía muertos.
    El maldito mató a más gente que la peste.
    Yo no cometeré ese error.
Los demás observan al del uniforme de gala. Éste prosigue.
    ¿Por qué eliminar a los adversarios, si puedes comprar sus conciencias y mantenerlos fieles a ti, rendidos y serviles?
    ¡Muy cierto!
    ¡En efecto, tiene razón!
    ¡Es usted muy sabio, Señor Presidente!
El del uniforme  de gala sonríe, mirando a las alimañas que salen a la luz con la primera lluvia.
Sus ojos son dos cucarachas inquietas.


FIN

Consigna: deberás escribir un relato de terror con la POLÍTICA como temática central.

Y el monje desnudo tenía razón


     El monje desnudo saludó sin inmutarse ante mi mirada de asombro. Estrechó mi mano y me deseó buen día; luego se inclinó ante el Abad y dijo algo sobre una nueva escultura. El abad me miró consternado pero guardó silencio hasta que el monje, en bolas, se alejó por el pasillo.
     Es el hermano Joaquín. Es un artista aclaró como si eso explicara el espectáculo que acababa de presenciar. ¿Continuamos?
     Me guió a través de un callejón bordeado de bugambilias moradas y me indicó que tuviese cuidado con las espinas. Yo estaba extasiado. Había peleado contra cielo, mar y tierra para que alguien me consiguiera un permiso para poder recorrer  el convento y cuando lo logré, me sentí pequeño ante la majestuosidad del recinto. Desde que comencé a escribir me obsesioné con las esculturas de los templos de la época de la colonia. Mientras España tuvo el control de más de la mitad del mundo, centenares de escultores fueron exportados de Europa para adornar extravagantes recintos religiosos por todo el continente, por eso es común en América Latina encontrar templos en medio de la nada con adornos en oro y mármol dignos de Viena o Bruselas.
     El convento de San Felipe Mártir fue construido en medio de la selva Lacandona, sobre un cerro sesgado en la cima para que las bases del convento fueran eternas. Pocas personas, aparte del clero, habían tenido la oportunidad de recorrer sus pasillos y contemplar la obra del escultor Enrico Turé, un italiano nacido en 1675 en Florencia y  muerto en Nueva España en el año 1758, según los datos de la Iglesia, envenenado por el Abad regente de entonces. El motivo de mi insistencia en conocer ese convento, es porque no hay registro de las obras de Enrico en ningún otro lado. Busqué en todas las bibliotecas a mi alcance (pues no confío en todo lo que dice Internet), molesté al cardenal Polinius de Nueva York tantas veces que me contactó con  monseñor Posadas en México, luego me dediqué a molestar al monseñor hasta que una mañana recibí una carta del Abad Rodríguez, rector de San Felipe, invitándome a pasar unos días con ellos. Fue tanta mi emoción que tomé mi equipaje y corrí al aeropuerto.
     Ahora, después de haber atravesado la selva con un guía nativo, cortesía de la iglesia, tenía el corazón acelerado a medida que el Abad me llevaba desde su oficina hasta los jardines donde, según mis investigaciones, encontraría a La Magdalena. Cuando la tuve frente a mí estuve a punto de arrodillarme. No me mal entiendan, nunca he sido religioso, pero ante esa perfección tallada en mármol, tuve el impulso de dar gracias al creador por permitir que algunos de sus hijos fueran capaces de realizar tales obras de arte. La estatua representaba a María Magdalena, de rodillas frente a la tumba cerrada de Jesús. Era de tamaño natural y sus cabellos caían sobre sus hombros con tal naturalidad que miré su pecho esperando captar su respiración. Pero lo que más me impresionaba era su rostro. De rasgos fuertes, cejas anchas y mentón firme, tenía los ojos cerrados y su boca se torcía en una mueca de dolor tan real que causaba lástima.
     El Abad me dejó contemplar a La Magdalena sin decir nada, respetando mi asombro y admiración. Cuando pude separar mis ojos de esa mujer de piedra, me indicó el camino hacia la biblioteca, en silencio. Varias estatuas de Enrico representando árboles, animales y ángeles, nos vigilaban inmóviles desde varios lugares, cada una de ellas impresionante en su naturaleza realista y detallada. Me habían pedido que tomara fotografías sin flash, ya que el Instituto Nacional de Arte e Historia las había declarado como patrimonio mundial y le había dejado al convento la responsabilidad del cuidado y mantenimiento de las mismas.
     La biblioteca era un recinto enorme, construido con cantera traída del centro del país. Al entrar, el contraste de la penumbra con el sol del exterior me dejó ciego por un instante pero, al acostumbrarse mis ojos a la poca luz del interior, pude apreciar enormes estanterías cargadas de libros antiguos y modernos; el olor a libro y tinta me llenó los sentidos, de un modo que sólo los lectores asiduos podemos comprender. El lugar estaba iluminado por unas cuantas lámparas de aceite y por la luz que entraba por los ventanales.
     Enrico pasó más de treinta años en este lugar, embelleciéndolo con sus obras –comentó el Abad en voz baja, era tal su talento y dedicación que los monjes llegaron a considerarlo uno más de la familia, no se le conoció mujer alguna y su única falla era que nunca asistió a misa. Dicen que un artista paga con su obra el precio de la inmortalidad y creo que Enrico logró vivir para siempre entre nosotros, gracias a su trabajo dijo con una sonrisa llena de complacencia.
     Dicen que el Abad de entonces lo envenenó repliqué a sabiendas de que estaba tocando un tema controversial.
     Claro que lo envenenó dijo una voz grave a nuestras espaldas. Estaba loco.
     Me giré sobresaltado y me tope de frente con el hermano Joaquín, quien seguía desnudo. Su cabeza calva armonizaba de maravilla con su barba poblada y canosa, le calculé unos cincuenta años, pero caí en cuenta de que una persona desnuda es difícil de analizar, por no mencionar la incomodidad de tratar de adivinar la edad de alguien cuando su pene se balancea flácido mientras camina a tu lado.
     Lo asesinó porque Enrico Turé usaba técnicas muy poco apreciadas por la sociedad. Su arte era tan realista que llegó a convencer al Abad de que era obra del demonio, pero no tuvo corazón para pedirle que dejara de crear aunque no podía seguir permitiéndoselo.
     Miré al Abad Rodríguez, esperando una explicación o alguna aclaración pero este me señalaba un muro lateral de la biblioteca. Me quedé sin aliento al verlo. Tenía unos veinte metros de alto y unos cien metros de ancho, pero toda la superficie estaba cubierta de esculturas en relieve que representaban la caída de Lucifer al infierno. Había muchos cuerpos tratando de subir, todos con alas mutiladas o miembros faltantes, fundidos en la pared, todos con expresiones de dolor o intensa agonía, mirando a una figura central, también en tamaño natural, al cual se le veía sólo el torso sobresaliendo del montón de cuerpos.
     A primera vista pensé que representaba a Dios o a un ángel, pero era un torso muy humano, detrás del cual sobresalían unas hermosas y dañadas alas de murciélago, tenía las manos extendidas como bendiciendo a los caídos en contraste con su cara de odio encarnizado hacía el espectador. Parecía mostrar, a quien se pusiera enfrente, la masacre que presidia y de la cual no era responsable. No tenía cuernos, ni barbita de cabra, ni uñas largas, representaba al Ángel de la Mañana justo en el momento de ser expulsado, antes de las leyendas, antes de que lo acusáramos de todo lo malo que tenía la humanidad. Sobre su cabeza, escrita con letra gótica se podía leer: Et non meliores quam nobis.
     Ellos no son mejores que nosotros dijo el hermano Joaquín traduciendo sin que se lo pidiera.
     ¿A qué se refiere? pregunté sin dejar de admirar esos realistas rostros atormentados.
     Supongo que a la eterna batalla de Lucifer contra los hombres, quizá un grito de rebeldía, tratando de hacer notar a su padre que los humanos no somos mejores que los ángeles.
     Turé era un genio dije en un suspiro y me acerqué a tocar una mano que salía de la pared, una mano suplicante, como si alguien pidiera ayuda para escapar.
     No lo toque dijo Joaquín con voz autoritaria, por favor. De todas las obras de Enrico en el convento, ésta es la más delicada pues no está hecha en mármol, sino en yeso italiano. Requiere de constantes cuidados y es tan delicada que hemos incluido una oración en cada misa para que no haya una tormenta fuerte o un temblor, pues sería una pérdida total.
     Así es dijo el Abad. Creo que Joaquín es el experto en la obra de Enrico. Si no tiene inconveniente señor Lorca, sugiero que el hermano le cuente todo lo que sabe al respecto mientras yo atiendo algunos asuntos en la rectoría. Lo veré en la cena.
     Y se despidió dejándome con el hermano Joaquín, quien me sonrió complacido. Muchas preguntas se me vinieron a la mente al mismo tiempo. Había tratado de encontrar el origen del escultor, saber algo más de la familia desde que vi en una revista arquitectónica en un café de Barcelona, la fotografía de La Magdalena, y no había encontrado nada más que rumores y negativas de la iglesia para darme acceso al historial, y ahora frente a la obra más hermosa que hubiese contemplado el ser humano y del cual no había fotografías ni bocetos, sólo se me ocurrió preguntar:
     ¿Por qué no va vestido como los demás?
     Porque no soy como los demás dijo con una sonrisa y continuó con la clase. Enrico tenía varias costumbres muy curiosas, y al contrario de lo que dice el Abad Rodríguez, los monjes se sentían consternados con algunas de ellas. Por ejemplo, salía del convento y tardaba días en regresar, pero siempre llegaba con su carreta llena de materiales, o eso decía él. Sacos de yeso, mortero, cantera, herramientas…mármol no, porque la iglesia lo proveía cuando el abad hacía el requerimiento acercó un par de sillas y se sentó en una, con las piernas cruzadas.
     ¿Y por qué les molestaba a los monjes? pregunté más concentrado ahora que no tenía su pene a la vista.
     Porque cada vez, justo después de su regreso, se reportaba una desaparición en los pueblos vecinos. Los lugareños comenzaron a relacionar las visitas de Enrico a sus poblados con las personas constantemente reportadas como perdidas. Las mujeres desaparecidas eran hermosas, se encontraban sus ropas pero nunca sus cuerpos. Los hombres también eran conocidos por la armonía de sus rasgos, pero no se encontró nada.
     ¿Los usaba de modelo?
     Puede ser. El abad controló los rumores por mucho tiempo, hasta que Turé terminó el muro. Ya sabe pueblo chico, infierno grande. O eso dicen. Lo acusaron de hombre lobo o de vampiro, dependiendo del pueblo. Pero él continuó su obra sin detenerse. Le tomó más de diez años ¿sabe? Era un perfeccionista. Lucifer, por ejemplo dijo señalando el rostro pálido, está tan bien proporcionado que si no fuera blanco, uno pensaría que está a punto de bajar a castigarnos por causar que Dios lo expulsara. ¿Ve las alas? Con cierta luz pueden notarse las venas y las grietas entre las mismas. He pasado muchos años frente a este muro y me sé de memoria muchos de los rostros lastimeros que lo adornan. He intentado igualar la técnica con materiales parecidos, pero no estoy ni cerca de lograrlo.
    De pronto el lugar me pareció tenebroso, como una tumba silenciosa cargada de muerte, un escalofrío recorrió mi espalda y le pedí que saliéramos. Asintió y se puso de pie al mismo tiempo que yo. Perdí el equilibrio y al tratar de sostenerme, cometí el error de aferrarme a la mano de yeso que había intentado tocar antes. Evité la caída, pero el dedo índice se desmoronó en mi palma, dejando al descubierto un hueso de falange que continuó señalándome. Cuando caí en cuenta de lo que había hecho, sentí un golpe en la cabeza y comencé a desvanecerme, me sostuve de la misma mano que continuó deshaciéndose revelando una estructura ósea, escalofriantemente humana, luego perdí la conciencia.
     Desperté en una habitación muy iluminada. Estaba desnudo, sobre una estera de yute en el piso. Me dolía la cabeza horrores pero me las arreglé para mirar a mí alrededor. El hermano Joaquín estaba sentado a mi lado, en flor de loto, mostrándome sus partes de nuevo, dibujaba algo con carboncillo en una raída hoja amarillenta. En un rincón estaba el Abad, quien al darse cuenta de que me movía, se acercó presuroso y me ofreció una taza con una infusión. Bebí con placer pues era deliciosa, aunque casi al instante sentí que los músculos se me tensaban y apenas pude preguntar qué me pasaba, entre balbuceos.  
     Ha cometido un grave error, hijo mío respondió el Abad compasivo. Hemos de reparar lo que destruyó pero la estructura no podrá resistir, es necesario reemplazarla.
     Se refiere a la mano que rompió aclaró Joaquín y agregó. El esqueleto está muy deteriorado y no soportará que lo parchemos.
     Abrí mucho los ojos, estaba aturdido. El Abad me ofreció otro trago, tuve muchas dificultades para beber.
     Té de mandrágora. Deberá paralizarle del todo en unos segundos dijo el Abad. No le dolerá mucho.
     Sentí como Joaquín me sostenía contra la estera, traté de resistirme pero mis miembros ya no me respondían. Cuando el Abad bajó el machete y me cercenó el brazo  derecho, efectivamente, no me dolió demasiado. Joaquín se apresuró a llevarse mi miembro y salió de la habitación.
     Lo siento mucho, hijo mío dijo el Abad mientras me vendaba. Los rumores eran ciertos, Enrico usaba cuerpos como moldes para crear el muro de Lucifer. Hemos tenido que hacer esto porque si el Instituto o la Iglesia se enteran lo derrumbarán, y no podemos permitirlo. Espero que pueda perdonarnos. Lógicamente no podemos dejarle ir. Deberá convertirse en uno de nosotros, le acogeremos y le daremos asilo. Pero aquí apreciamos a los artistas; podrá usted seguir escribiendo esas maravillosas historias que nos ha regalado durante años…en cuanto aprenda a escribir con la mano izquierda, claro.



FIN

Consigna: deberás escribir un relato de terror con la RELIGIÓN como temática central. La religión abarca infinidad de temas para tratar, y solo te pedimos que no escribas nada que tenga que ver ni con posesiones ni con exorcismos.