Por Robe Ferrer.
Siempre que vuelve a casa, me pilla en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masa. Pero aquel día iba a ser diferente. Era una noche especial, ya que íbamos a celebrar nuestro décimo aniversario y la cena estaría lista cuando él llegara.
Como entrante, le he preparado unos riñones al jerez. Para prepararlos, lo que hice fue, en primer lugar, limpiarlos bien por fuera, abrirlos y limpiarlos por dentro. Después los dejé reposar con agua y vinagre en un bol durante un cuarto de hora.
Como entrante, le he preparado unos riñones al jerez. Para prepararlos, lo que hice fue, en primer lugar, limpiarlos bien por fuera, abrirlos y limpiarlos por dentro. Después los dejé reposar con agua y vinagre en un bol durante un cuarto de hora.
Entretanto,
corté la cebolla en cuadradito pequeños y la sofreí en una sartén con ajo
picado y aceite de oliva. Ese olorcillo del sofrito me abrió el apetito, así
que, para calmarlo, me comí un trozo de queso y me bebí una copa de vino. Cuando
pasaron los quince minutos, eché los riñones escurrido a la sartén, le agregué
mostaza y un generoso chorro de vino de jerez y lo dejé cocer todo durante ocho
minutos. Lo mantuve con el fuego al mínimo para que siguieran calientes hasta
la llegada de mi marido.
Aquella
mañana había preparado el plato principal, carne guisada. Como era un plato que
llevaba más tiempo, lo preparé antes, y así solo tener que calentarlo un poco
mientras disfrutábamos los riñoncitos.
Me
costó un poco, porque era la primera vez que la preparaba. Puse los pimientos
choriceros en remojo durante dos horas y después los limpié por dentro.
Salpimenté y enhariné la carne antes de poner a rehogar en aceite tres dientes
de ajo y las hojas de laurel. Añadí la carne y le eché la cebolla, que
previamente había cortado en tiras. Tras un par de minutos, le añadí un vaso de
vino. En lo que se evaporaba el alcohol, le eché el pimentón al guiso. Le puse
los pimientos y cubrí todo de agua para dejarlo cocer durante dos horas. Corté
la zanahoria en gruesas rodajas y se la añadí. Rectifiqué un poco la sal, y lo
dejé reposar hasta hace un rato que lo puse a calentar a fuego lento.
Para
el postre, tenía una tarta helada. Pero antes, había un tercer plato, pero no
lo podré preparar hasta el último momento, porque si se queda frío, no sabrá
igual. Mi marido se chupará los dedos o eso espero. Además, cumpliré el deseo
que siempre me repite una y otra vez y nunca lo hago, pero hoy es un día
especial.
Oigo
las llaves entrar en la cerradura y girarla. Mi marido ha llegado. Salgo
inmediatamente de la cocina para recibirlo con un beso.
—Hola,
cariño. ¡Feliz aniversario! —le digo con entusiasmo.
—¿Es
nuestro aniversario? ¿Cuántos años llevo aguantándote? —me espetó.
—Diez.
—¿Y
en diez putos años aún no has descubierto que lo que quiero al llegar a casa es
una cerveza, y no que vengas como un perro faldero a chuperretarme? Tráeme una
cerveza, que voy a ver las noticias. ¿Está lista la cena?
—Sí,
amor —le respondo. Obediente, saco una cerveza del frigorífico y se la llevó al
salón. Allí está sentado, con los pies descalzos sobre un pequeño escabel que
tenemos. Le entrego la cerveza, recojo sus zapatos y le traigo las zapatillas
de estar en casa. Después le entrego un paquete—. Te he comprado un regalo.
Él
lo coge y lo abre. Mira el llavero de plata. Lo mueve entre los dedos, lee la
inscripción que mandé grabar.
—Muy
bonito. Ahora podrías traerme otra cerveza.
—Pero
aún tienes esa por la mitad y la cena está lista, se va a enfriar.
—¡Cómeme
la polla y tráeme la puta cerveza! —me dice a la vez que me lanza el llavero,
el cual me impacta en la espalda por girarme como acto reflejo para protegerme.
Mañana seguro que tendré un buen moratón .
Ya
estoy acostumbrada a esos arranques de furia después de diez años que hace que
nos conocemos. Al principio todo era maravilloso y nada hacía pensar que mi
marido fuera un hombre violento. Al año de relación, nos casamos y nos fuimos a
vivir juntos en un pequeño apartamento de las afueras. Al principio todo era
ilusión y planes de futuro, pero estos se truncaron cuando no podía quedarme
embarazada. Entonces fue cuando él empezó a beber con asiduidad y a culparme de
que no pudiéramos tener una familia.
Me
hice pruebas y visite a varios médicos, y todos me dijeron que estaba bien, que
no tenía ningún tipo de problema de fertilidad. Que estaría bien que mi marido
se realizase pruebas para ver si era él quién tenía el problema o simplemente
era cuestión de tiempo. También me hablaron de la posibilidad de utilizar
técnicas de reproducción asistida.
Con
una nueva ilusión, llegue a casa y le conté a mi marido lo que me habían dicho
los médicos; que él debería hacerse también pruebas y que en el caso de que
fuera él el que tuviera el problema de fertilidad, podríamos recurrir a
técnicas de laboratorio.
Entonces
sucedió. Con la velocidad de un rayo, me lanzó una bofetada que me rompió el
labio y me hizo caer al suelo.
—¡No
vuelvas a insinuar que soy yo quién tiene problemas para tener hijos! —me dijo
antes de escupirme—. Yo soy muy macho y puedo tener hijos. La culpa es tuya,
así que asume tus responsabilidades.
Esa
fue la primera y última vez que le hablé del tema. Ese día asumí que jamás iba
a ser madre.
Él
trabajaba de mecánico en un taller ocho horas al día. Aunque tenía tiempo para
venir a casa a comer, hace mucho que decidió quedarse a comer en algún bar del
polígono en el que está el taller. Y, aunque nunca lo he dicho en voz alta, lo
agradezco. Es una liberación para mí. Después del trabajo, siempre va a tomarse
algunas cervezas con sus compañeros antes de venir a casa. Al llegar, le
gustaba que la cena estuviera lista, aunque antes siempre se sentaba en el sillón
a beber una cerveza, o dos.
Yo
trabajaba en una tienda de moda durante dos años después de casarnos; sin
embargo, lo dejé por petición de mi
marido. Cuando todavía iba a casa a la hora de la comida, quería que esta
estuviera lista cuando él llegara. A mí aquello me costaba trabajo, ya que
salía a la misma hora que él y apenas me daba tiempo a tenerlo todo preparado a
su llegada. Todos los días había algún reproche: la comida estaba muy caliente,
salada, sosa, fría, no sabía igual que la que hacía su madre… Tuve que faltar
numerosas tardes al trabajo por tener que recoger sus destrozos para que cuando
volviera a la noche la casa estuviera en perfectas condiciones.
Una
y otra vez me decía que tenía que dejar de trabajar para ocuparme de la casa
como una buena esposa. Y así lo hice. Pedí mi baja voluntaria del trabajo y me
dediqué a las labores del hogar. A pesar de ello, las cosas nunca estaban a su
gusto. Si la comida estaba a tiempo, me gritaba porque había polvo en el
mueble, si no era por el polvo era porque no tenía una camisa planchada o por
una fotografía mal colocada.
Primero
hubo gritos, después empujones, golpes y lanzamiento de objetos. He soportado
todo eso durante años; en silencio, por la vergüenza y por el rechazo social.
También por miedo a las represalias que pudiera tomar contra mí. Realmente, ese
ha sido el principal motivo de de mi silencio.
Le
llevo una nueva cerveza y se la dejo en la mesa. Sé que cuando acabe la primera
(y eso será en pocos segundos) se levantará y se sentará a cenar, y quiere
tomarse allí la otra cerveza. Vuelvo a la cocina y cojo dos platos, dos vasos y
dos juegos de cubiertos. Las servilletas ya están en su sitio. Me siento
paciente a esperar que él haga lo mismo.
Por
fin se sienta y le sirvo el entrante de la cazuela de barro en la que he
mantenido los riñones calientes. Coge un trozo de pan y comienza a comer con
avidez, como si hiciera semanas que no hubiese comido. Coge la barra de pan y
se parte un generoso trozo para mojar en la salsa. En cuanto acaba, le sirvo la
carne guisada, de la que también empieza a dar cuenta. Me quedo a su lado para
verle comer.
—Esto
está buenísimo —me dice. Es el primer halago que recibo desde… Hace tanto
tiempo que ni lo recuerdo—. ¿Dónde has comprado la comida? Por que esto no
tiene nada que ver con la mierda que venden en la carnicería esa en la que
compras.
—Te
hice caso. No recuerdas que el otro día te pregunté que qué carne quería para
cenar hoy, y tu respuesta fue «de mi puta madre». Pues eso es lo que te estás
comiendo: a tu puta madre. La maté y la he guisado para ti.
Sin
darle tiempo a reaccionar, le inyecto un sedante que llevo escondido en mi
bolsillo.
Han
pasado tres horas desde que lo dormí y empieza a recuperar la consciencia. A
pesar de ello, la anestesia que le he suministrado después, impide que sienta
dolor. Le tengo atado a la silla de pies y manos. También le tengo la boca
tapada con cinta de embalar, la cual le retiro para que deguste el último
plato. Aunque al principio se resiste, finalmente, consigo que me meta en la
boca el pedazo de carne que le he cortado y tengo pinchado en el tenedor. Lo
mastica y lo mastica con lentitud. Yo también hago lo mismo, me meto un trozo
de carne y lo mastico. Después repito hasta acabarme mi ración. Él sigue con el
primer trozo en la boca. Supongo que los sedantes le impiden comer con
normalidad.
—Y
por fin he cumplido tu sueño —le dijo. El me mira con cara de incertidumbre—.
Te acabo de comer la polla.
Mira
hacia la entrepierna y se encuentra con que está desnudo de cintura para abajo,
con el miembro amputado y desangrándose por la herida que hay donde antes tenía
su inútil pene.
Wow
ResponderEliminarIncreíble manejo del giro de tuerca nunca lo vi venir
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