martes, 1 de marzo de 2016

Nada mejor que escuchar a Charlie Parker durante la cena

Por Ángela Eastwood.

Cuando María aparcó su coche en nuestro jardín y bajó de él me arrepentí hasta los huesos de haberla invitado a cenar. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Habíamos ido juntas a la universidad y allí nos hicimos amigas inseparables. Luego ella se casó y se fue a vivir a París. Yo hice lo mismo, pero me quedé en Madrid. Pasaron los años. Cuando se separó de su esposo volvió de nuevo y se instaló en un apartamento pequeño. Unos días atrás me llamó por teléfono. Dijo que mirando unos libros de la universidad me había recordado y le entró nostalgia. Y yo la invité a cenar.

Tenía ese tipo de belleza que vuelve loco a los hombres. Sus andares eran muy femeninos, su forma de mirar era candente y su sonrisa  hipnótica. Llevaba el pelo recogido de una forma muy sensual, que realzaba la fragilidad de su cuello. No iba demasiado maquillada. Solo un poco de carmín en los labios y algo de sombra en los ojos para realzar el azul de sus pupilas. Un vestido blanco de lino se ajustaba a su cuerpo delgado pronunciando la estrechez casi quebradiza de su cintura. No llevaba sujetador. Recuerdo que pensé en aquel momento que sus pechos tenían la medida exacta del cuenco de unas manos masculinas. Y sin saber por qué miré las de Juan.

Antes de la cena mi marido preparó unos Martinis  y le enseñó sus discos. Ella alabó su gusto musical y él puso un vinilo de Billie Holiday para escucharlo en el transcurso de la velada.   María comió poco, pero  dijo que la carne estaba deliciosa. Como la noche era muy agradable salimos al jardín a tomar unos licores.  Soplaba una suave brisa y se oía el sonido monocorde de los grillos. Acariciando su vientre plano como una tabla y con una pierna montada sobre la otra, María habló un poco de lo duro que había resultado su divorcio con Andrés. Luego nos contó cosas de París. Y como yo no había estado nunca en Paris y comenzaba a aburrirme, se me ocurrió preguntarle si aún pintaba y dijo que sí. Que le dedicaba todo el tiempo que podía a sus cuadros. Juan era un gran entendido en arte y, eufórico,  dijo que le encantaría echarles un vistazo.

Era muy tarde cuando la acompañamos a su auto. Nos saludó con la mano y aún nos quedamos unos minutos viéndola maniobrar marcha atrás para salir del jardín. Luego yo recogí los platos de la cena y mi marido me preguntó si no me importaba que él se quedase un rato más en el jardín fumando un cigarrillo.

Lo observé a través de los cristales de la cocina mientras fregaba los cacharros. Llevaba veinte años casada con aquel hombre. Había perdido algo de pelo, se había adelgazado un poco y unas arrugas muy finas enmarcaban su mirada oscura y apasionada, pero los años le sentaban muy bien. Estaba más atractivo que antes. Y yo más enamorada que nunca.

Para corresponder a nuestro gesto, a la semana siguiente María nos invitó a cenar en su apartamento. Tenía pocas cosas: una cama enorme con dosel, una mesa de madera tallada y unas cuantas sillas a juego, montones de libros, vinilos y algunas velas perfumadas. Acurrucado sobre las sábanas blancas dormía un gato rubio y gordo. Se llama Gato, dijo, como el de Desayuno con diamantes. Juan encontró enternecedor ese detalle y acarició la cabeza del felino.

Había cuadros apilados por todo el dormitorio. Desnudos, paisajes, bodegones, autorretratos. Mi marido los estudió muy despacio y opinó que eran muy buenos. Dijo que conocía al amigo de un tipo que tenía una galería y que tal vez podía montarle una exposición. María se llevó las manos al pecho y lo abrazó efusiva. Hablaron de manera entusiasta  durante horas. Yo bebía vino y los observaba y cuando se acababa mi copa volvía a escanciarme otra. En algún momento ella acarició su mano con ternura y le dio las gracias por su generosidad. En algún otro instante Juan apoyó su mano sobre  el hombro desnudo de ella y la dejó allí demasiado tiempo para mi gusto. Se sonreían constantemente. María se ruborizaba ante los elogios de Juan y él sonreía enternecido de los rubores de ella. Se intercambiaron los números de teléfono y Juan prometió hablar con su amigo en breve.

De vuelta a casa me dijo que me había comportado de forma grosera con María. Ella había sugerido que podían cenar de nuevo los tres en un restaurante francés, un sitio pequeño y coqueto para tratar el tema de la exposición y yo me había negado, alegando un compromiso previo por mi parte. Y así fue como una cena de tres se convirtió en una cita de dos. Fue mi culpa, pero era tarde para retroceder. No hay nada más patético que una mujer celosa.

Los días previos a su encuentro no pude comer ni dormir. El mundo se había parado bruscamente en su eje. Los celos me devoraban desde el interior del estómago. Me arañaban, me revolvían las tripas, me hacían tiritar. No podía pensar en otra cosa. En mi mente estaban ellos dos solos y a oscuras. Sonaba de nuevo la Holiday, pero cantaba para ellos dos. Cuando cerraba los ojos los veía desnudarse y era testigo de cómo mi marido enterraba, febril,  su nariz entre las braguitas de ella, para oler con ansia su aroma de mujer. Veía, después, cómo la despojaba de aquella delicada prenda y cómo introducía su lengua ávida entre las piernas de ella, abriendo más y más sus muslos para  saborearla mejor.  Los gemidos agónicos de ella resonaban en mi cabeza, se multiplicaban, y luego, cuando él la montaba y llegaban juntos al orgasmo, esa explosión de los dos me encontraba mordiendo las sabanas, con los nudillos blancos de apretar la almohada y arrasada en lágrimas. Eso ocurría en mi cabeza, todo el tiempo. Una y otra vez.

A veces lo veía sonriendo, distraído. Tal vez ella le había enviado un mensaje de texto  confesándole que se moría por morderle los labios y él lo había encontrado arrebatador. Otras veces lo intuía alterado. Miraba el teléfono repetidamente. Entonces imaginaba que se habían enfadado y que él esperaba ansioso unas palabras de ella.

La noche de la cita Juan llegó muy tarde a casa. Cuando le pregunté por el motivo dijo que a la cena había acudido el futuro mecenas de María y, tras unas copas, habían decidido pasar los tres por el apartamento de ella para ver los cuadros.

Pero yo sabía que era mentira. En mi cabeza los había visto subir juntos al coche de María. La había visto conducir hasta un lugar solitario y, una vez allí, apagar el motor.  La vi subirse el vestido hasta la cintura y sentarse a horcajadas sobre él, mirándolo a los ojos. Noté cómo entraba su falo duro como una piedra dentro de ella y cómo se acoplaba a él, con rabia, con fuerza, clavándole las uñas en los hombros. Lo quería todo entero dentro de ella y se movía de manera acompasada y buscaba su boca y le mordía los labios. Juan la agarraba de las caderas y la apretaba contra él y decía su nombre: María, María, María.

Sí. Lo vi todo. 
A partir de aquel día discutimos a diario.
La noche que le dije a Juan que su idilio con María debía terminar me miró estupefacto. Me observó de arriba abajo, como lo haríamos con un ser venido de otro planeta. Dijo que estaba muy mal de la cabeza, que no había nada entre ellos dos, que de dónde había sacado esa idea absurda. Me advirtió que su paciencia tenía un límite y se marchó dando un portazo. Al cabo de una hora volvió y le pedí perdón llorando. Me hinqué de rodillas. Le dije que María estaba preciosa y yo ajada y mayor. Que me entendiera. Que por ese motivo tenía esos celos enfermizos.  Le supliqué que no me dejara, que me volviera a querer. Me comprometí a cambiar. Pero él no hablaba. Había levantado un muro infranqueable. Y dije lo último que debe decir un enamorado: si me abandonas me mato.
Juan me miró con los ojos desorbitados. Estás loca, dijo, estás para encerrarte.

Llega un punto en que una persona enamorada ya no sabe parar. Entiende que ha perdido. Entiende que roza el ridículo, sabe que se está arrastrando. Pero no puede parar.
Aquella noche aún me humillé más y le amenacé con llamarla por teléfono y decirle que lo sabía todo. Haz lo que quieras, dijo Juan, estoy exhausto. Y se dispuso a acostarse.
No podía creer que mi marido se fuese a dormir en plena discusión. Simplemente no podía creerlo. Se iba a dormir y me dejaba a  mí con el mundo del revés. Loca de dolor. Rota. Ahora estaba segura de que no me había querido nunca. Al otro día se levantaría y haría sus maletas. Sin mirarme. Evitando mis ojos. Luego saldría y se iría a ese apartamento pequeño y coqueto de ella. Y dormirían en ese cuarto con las paredes pintadas de azul. Yacerían en aquella cama blanca con dosel. La noche les encontraría todavía enredados y haciendo el amor, locos, olvidados del mundo y de mí. Mi nombre desaparecería de la boca de él.

Juan dormía profundamente. ¿Era una sonrisa en los labios eso que veía asomar? ¿La estaba besando en sueños? Tal vez ya correteaban desnudos en ese apartamento azul. A Juan le gustaba hacerlo cuando éramos  jóvenes. Me perseguía riendo por toda la casa y luego, cuando me cazaba, se echaba sobre mí, muerto de risa, y me introducía una fresa en la boca y me lamía los labios para compartir la dulzura.

Los pies me llevaron hasta el garaje. No sé cómo acabó el hacha de cortar la leña entre mis manos. Juan cortaba la leña con aquel instrumento afilado. Es certera como el hacha de un indio Cherokie, decía entre risas.
Del garaje hasta nuestro dormitorio hay una laguna lechosa en mi mente.  Si recuerdo, en cambio, haber pensado en lo costoso que resultaría limpiar la sangre de aquellas sábanas tan blancas.
Luego me quedé de pie, en la oscuridad, con el hacha en la mano. No podía hacerlo, yo no era una asesina. Es Juan, pensé, es mi Juan. Pero él tenía el móvil agarrado con fuerza en la mano. ¡Había estado hablando con ella antes de dormirse! Tal vez la había advertido de mi sospecha. Y luego le había dado las buenas noches y la había llamado “mi vida”, “mi amor”.

Levanté el hacha y la descargué con todas mis fuerzas en su cuello. La descarga no separó del todo la cabeza del tronco. Tuve que dar un segundo y un tercer hachazo más. Por fin la cabeza rodó hasta el suelo y su mejilla quedó pegada a la alfombra. Pero la sonrisa… ¡Maldito seas! ¿Por qué sigues sonriendo? ¿Acaso piensas acariciarla desde la muerte con tus manos repugnantes?
Las corté también. Dos tajos certeros. No la tocarás más, ni en esta vida ni en la otra. Son  mías. Y como mías que son estarán para siempre dentro de mí.

Con ellas sangrando me fui a la cocina. Sé que ya no era yo. No sabía quién era aquella mujer que abría y cerraba los armarios de la cocina. No conocía ya a esa persona que afiló el cuchillo, que se movía entre los cacharros como un autómata. La mujer de antes cantaba en la cocina, cantaba mientras troceaba los alimentos para su hombre, que no tardaría en llegar del trabajo. La extraña que lavaba aquellas manos  sanguinolentas bajo el grifo ya no era ella.

Pero ya nada importaba. Aquel monstruo en que se había convertido puso la olla a presión al fuego y metió las manos de su marido muerto dentro del recipiente. Luego, con un velo en los ojos, añadió una cebolla, una hoja de laurel, unos puerros y un vaso grande de agua. El autómata esperó hasta que comenzó a hervir y entonces ajustó la tapa y colocó la válvula. Cuando comenzó ésta a dar vueltas se sirvió una copa de vino y se dispuso a cortar cebollas. A Juan le hubiese gustado que fuese así. Luego troceó unos tomates y preparó unas hojas de laurel, unos ajos y una ramita de tomillo. Sal y pimienta, tal vez unas zanahorias. Pasado el tiempo establecido para la cocción sacó las manos del marido muerto y las colocó en una marmita de barro. Estaban retorcidas como garras. Pinchó la carne y comprobó que estaban muy blandas. Entonces añadió el sofrito y escanció un vaso del mismo vino que estaba tomando.

Luego anduvo arrastrando los pies hasta la mesa y la engalanó para un solo comensal.  Encendió una única vela.  Fue hasta los discos y eligió uno de Charlie Parker. Su saxo agónico sacudió el silencio. Puso las manos de su esposo en una bandeja de plata y la llevó hasta la mesa. Se disponía a comenzar a comer cuando entendió que no podía hacer aquello sola. Y es por eso que volvió a por la cabeza de Juan. La apoyó sobre su lado de la mesa mirando hacia ella. La mujer sin vida levantó la copa y brindó por el amor eterno.

Las lágrimas no le dejaron ver el brillo de aquel anillo de oro que aún conservaba la mano izquierda.


Fin



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