Por Mirella S.
Alguien
lo mira. Sobre su nuca siente que alguien lo mira. Acaba de llegar a la
ciudad y casi no puede darse vuelta en esa calle extenuada de gente. Las caras
que lo rodean parecen estar hechas con el mismo molde. Huecas de expresión. Los
hombres con trajes azules y sombreros de fieltro; las pocas mujeres, de gris.
Todo es neutro, de fábrica, como si la naturaleza se hubiera batido en
retirada. Una cohorte mecánica que camina por ese desfiladero encajonado entre
muros altos, donde las ventanas son rendijas. Sólo cemento, como las caras.
Sin embargo, él sabe que alguien lo
mira, y no son los ojos embalsamados de los que marchan a su lado. También
presiente que es un único ojo, lento, el que se desplaza desde la nuca al
cuello, sube por el pómulo y se instala en su sien derecha. Una leve tibieza se
le esparce en la piel. Como un beso. Se trepa a las cejas y se desbarranca por
el puente de la nariz, buscando la boca.
El entreabre los labios, pero se
produce un brusco movimiento en la multitud que lo desconcentra. Han llegado a
un semáforo y el círculo rojo es la solitaria nota de color en tanta opacidad.
Siente su cabeza cada vez más
atornillada a los hombros, como si fuera de una sola pieza. Ya no puede girarla
a pesar de que necesita buscar ese ojo ingrávido que lo sigue. El ojo de aire
que lo besa. Con la visión periférica vislumbra en el lado derecho una luz
parpadeante. Una señal —piensa—, un lenguaje intermitente de luces y sombras.
¿Qué le dice? ¿Cómo lo decodifica? ¿Serán las pestañas, que al abanicar el
aire, velan y descubren el relumbrar de ese ojo misterioso?
Ahora la tibieza se ha posado en la
comisura de sus labios. Se dispone a degustar el beso, cuando es empujado
nuevamente por los cuerpos de hormigón para cruzar la calle.
Atrapado en las caprichosas
evoluciones del ojo, ha perdido el registro que le dan los otros sentidos. Nota
una atmósfera aséptica, sin olores. Tampoco hay sonidos de voces, de tránsito,
apenas el acelerado raspar de las suelas sobre los adoquines para no perder la
pausa del semáforo. Pero en la esquina no hay autos que esperan la luz verde,
sino otra multitud, perfectamente alineada y quieta.
Con esfuerzo logra mover la cabeza
unos milímetros, en la dirección que supone debe estar el ojo. Un codo se le
incrusta en los riñones y lo hostiga a mantener el ritmo de la marcha. Le
parece ver más adelante, por encima del río de sombreros, un aleteo de luz. La
mirada ya no lo toca. El ojo lo libera de su peso. Se aleja volublemente para
seducir a algún otro turista desprevenido.
La sensación de abandono dura poco.
El lugar del pecho en el que solía sentir el pulso de la vida, está
extrañamente inactivo, tieso. En silencio. Adentro igual que afuera. Cemento.
© Mirella S. — 2012 —
Espero que les guste, elegí un texto que no fuera demasiado largo y con un toque enigmático.
ResponderEliminarMuchas gracias a Raúl por la invitación y saludos para todos.
Gracias a vos, Mirella, por prestarnos tus letras.
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