Por María Galerna.
El hidalgo de oxidada armadura, mira las otrora verdes llanuras y busca vivir grandes historias que lo hagan inmortal.
El hidalgo de oxidada armadura, mira las otrora verdes llanuras y busca vivir grandes historias que lo hagan inmortal.
Enjuto, montado sobre un caballo todo pellejo y moscas sueña
con “desfacer entuertos” para que los juglares canten loas en su honor.
El jamelgo, con la cabeza baja, va mirando sus patas
intentando no tropezar y hacer caer a su amo, tan huesudo como él. Tan hambriento y tan solo.
Recuerda el anciano grandes gestas en las que tanto él como
su caballo fueran dignos adversarios de otros tantos caballeros. Haciendo un
esfuerzo, ya que su memoria no es lo que era, trae a su mente un nombre, El Caballero de los Espejos, y sonríe al
pensar en cómo y pese a los encantamientos, logró vencerlo.
— ¡Pardiez! ¡Qué buenos tiempos, mi querido Sancho! —le
diría a su fiel escudero si aún estuviera a su lado.
Desmonta y se deja caer sobre el árido suelo, no sin antes
sacar de la alforja un libro, uno de esos malditos de caballería, de los que
dicen le ha sorbido el seso y vuelto loco.
— ¡Loooocooo…! —grita a la nada. Nunca había sido tan feliz
como cuando la bella Dulcinea era la señora de sus sueños.
Más ya no hay sueños, ni caballeros, ni Dulcineas. Está en
un mundo que desconoce.
“Pobre, pobre Quijote”
susurra el viento. Es el mismo que viera los grandes gigantes. El mismo que
viera cómo peleaba con bravura.
Si, quizá estaba loco. Con esa locura que lo contagia todo,
que lo trasmuta todo. Loco
La cabeza del hidalgo cae hacia un lado, mientras Amadís de Gaula resbala entre sus manos.
Duerme.
Pronuncia el nombre de su amada. Revive momentos nunca antes vividos. Daría su armadura y todo lo que
posee por sentir sus besos, volver a sus brazos, notar su calidez…
El sueño se torna intranquilo mientras llega la oscuridad.
No nota el frío de la noche.
—Harás fortuna, mi
fiel Sancho.
—No es oro todo lo que
reluce, mi señor.
—Andaremos por lugares
ignotos.
— ¡Ay! Más vale camino
viejo, que sendero nuevo.
— ¡Viviremos grandes aventuras!
—Hidalgo pobre,
fantasía de oro y olla de cobre.
El sueño se convierte en pesadilla.
— ¡El manco, el manco!
—grita despavorido aún inmerso en el mundo de la inconsciencia.
Despierta el durmiente con gran desasosiego. Palpa el lugar
donde debería estar su escudero, pero no
siente ni la tibieza que le diga que se acaba de levantar para ir en busca de
ese frugal almuerzo con el que reponer fuerzas.
¿Dónde se encuentra? Por un instante se siente perdido.
Piensa en rendirse y volver a su casa, aunque lo llamen loco. Pero ¡no!, no lo
hará. El es un hidalgo de rancio abolengo.
Recompone su vieja armadura y monta sobre su fiel rocín. Es
tan viejo como él y piensa si no será hora de darle un descanso. Lo acaricia
mientras una lágrima rueda por su arrugada mejilla.
—Iremos en busca de aventuras —le susurra en uno de sus orejas.
Parece como si lo entendiera, porque retorna a ser un brioso corcel. Alza la
cabeza y relincha. Si, grandes gestas los esperan. Y emprenden el viaje
dispuestos a enfrentarse a lo que la diosa fortuna ponga en su camino.
Allá, en lontananza, divisan una gran polvareda. El corazón
del hidalgo late con fuerza.
Se prepara.
— ¡Ah! ¡Bellacos! —maldice mientras afianza la lanza en su
costado. Y encomendándose a su señora Dulcinea para que lo libre de todo mal, se dirige al encuentro.
de sus enemigos.
La nube de polvo preñada de ruidos, avanza. El hidalgo con
los ojos entrecerrados se afana para distinguir a sus adversarios.
Un coche de policía y una ambulancia del psiquiátrico provincial
se dirigen en busca del huido “caballero”.
Una esperpéntica figura vestida con retales de chapa
engarzada con alambre, un largo palo en una mano y una especie de bacina en la
cabeza y montado sobre un caballo que apenas se mantiene en pie, les grita:
— ¡Ay! El diablo os confunda. Estos ruidos y estas luces no son de éste mundo —vocifera—
¡Follones! ¡Malandrines! No sé quienes sois, algún encantamiento os oculta a
mis ojos, pero por la devoción que profeso a la sin par Dulcinea, mi señora, os
juro que ¡caeréis bajo mi lanza!
Los esbeltos molinos eólicos mueven sus largas aspas en un
giro sin fin…”Loco, loco…”
La forma narrativa de este realto es muy bonita, debo expresar mi total gusto por las palabras escogidas.
ResponderEliminarA media historia, uno parece preveer un final mucho más oscuro, más amargo, por suerte (yo no lo deseaba, aunque quizás hubiera sido más dramático), la historia se reconduce y acaba mucho mejor, con la locura como tema principal (y no la muerte).
Cuando leo relatos así, donde las palabras están tan bien escogidas, me encanta formar parte de este Edén.
Bravo!!!
Abrazos. ^^