martes, 20 de septiembre de 2016

El agua dónde estará


Los rayos de sol incidían sobre el rostro ajado de Joe de la forma más inmisericorde. Apenas eran las ocho de la mañana, y el calor reinante poco difería de la caliginosa tarde de estío que cada día le esperaba. Frunció el ceño, arrugó los labios en un gesto reflejo y se desperezó lentamente, con la esperanza de que al abrir sus ojos el escenario que le envolvía fuera, por fin, distinto.
Nada más lejos de la realidad, musitó. El hedor a bourbon reinaba por toda la estancia, acumulado gota a gota en la madera maltratada de aquel cobertizo maltrecho al que Joe llamaba casa. Ni siquiera él se engañaría tanto como para llamar a aquel antro un hogar. Los escasos muebles estaban astillados, como si formaran parte de un mal atrezzo, y la alfombra polvorienta de la entrada permanecía enroscada desde el mismo día en que Joe llegó a aquella chabola. Dentro, los restos del anterior sheriff se embalsamaban lenta pero inexorablemente, tan bien conservados que apenas se percibía el olor a putrefacción por encima del licor derramado. Solo dos buenos zapatos, que sobresalían por un extremo del fiambre enrollado, servían de prueba para confirmar la verosimilitud de aquella historia.
Se levantó malhumorado, escupiendo sobre la alfombra de la entrada, maldiciendo su puñetera estampa. Ojalá estuviera ahora más allá del río Arkansas, a salvo de aquella rutina de muerte que le sojuzgaba y le destruía gota a gota; quizá a estas alturas, de haber seguido su camino, habría llegado ya a tierras lejanas, allá donde los indios a los que llaman navajos aún se atreven a defender su tierra con mayor ardor que los colonos que intentan domeñarlos. Pero no lo hizo, decidió acogerse a la serenidad que transmite una estrella de cinco puntas sobre el pecho y a los ojos de la bailarina más hermosa a este lado del Colorado. Ahora que lo tenía todo, no podía más que despreciarlo casi tanto como a sí mismo.
¿Por qué no abandonar? ¿Por qué seguir en aquel erial que no prometía nada más que desolación y arena en la garganta?
No, se dijo, aún no había llegado el momento.
Salió de su casa tambaleante, como cada mañana, en dirección al saloon de Mary Jane. Cada vez que se despertaba, se juraba a sí mismo que no la molestaría, y menos a esas horas en que todas las chicas dormían y el pueblo se encontraba en relativa calma. Después, con un par de tragos de whisky barato en la garganta, se desdecía de todo lo meditado y se repetía que, qué demonios, por algo era él la máxima autoridad del pueblo. Sonrió ufano, mientras la incipiente ebriedad le sugería procacidades que recitar al oído de su amada.
Pasó junto al loco Pete, que cavaba un hoyo en mitad de la calle, daba igual la hora que fuera; parecía como si su único alimento en vida brotara de la pala herrumbrosa con la que sacaba más y más terrones apelmazados, mientras canturreaba una ingenua cancioncilla que cualquier habitante de Dust City conocía al dedillo:
—Dub dub dubidubá, el agua dónde estará...
Sus cabellos luengos agudizaban su imagen de hombre trastornado, a la vez que inofensivo. Quizá eso era lo que impedía que Joe le metiera una bala entre ceja y ceja. Al fin y al cabo, tenía demasiados maleantes en el pueblo como para fijarse en aquel pobre muchacho sediento.
Joe prosiguió su camino con paso inseguro pero alegre, deseando enredarse entre los brazos de su mujercita. Disfrutaba del paseo hacia su cama casi tanto como de sus besos robados, de sus caricias íntimas. A veces le gustaría que ella dejara el saloon y se fuera a vivir con él a su casa, bueno, a esos cuatro maderos juntos donde dormía, y quizá así sus ganas de salir huyendo se evaporarían y pensaría en una vida más próspera, más digna. Luego recordaba por qué seguía verdaderamente allí y sus sueños de cambio se convertían, una vez más, en polvo que esparcía el viento.
A mitad de camino, los vio. No había que ser un lince para identificar, allá a lo lejos, a los cuatro jinetes del apocalipsis vestidos de negro. Todo el mundo conocía a los hermanos Morton, bien de oídas, bien de primera mano. Aunque esto último era menos habitual, pues no les temblaba el pulso a la hora de arrasar y saquear a todo ser vivo que se cruzara en su camino. Esta vez, por desgracia para Joe, le había tocado el turno a Dust City.
Masculló una blasfemia. Allí estaban aquellos cabritos, dispuestos a joderle el día. Montados en sus caballos blancos, eran como fichas de dominó que atraían la muerte a cada cabalgada, a cada pisada de herradura sobre el suelo rojizo del camino. Quizá venían cansados de cometer diversas fechorías, quizá no habían empezado aún. En cualquier caso, su presencia en la ciudad suponía un verdadero problema.
Detuvo la marcha de los cuatro con un gesto. Tragó saliva. Desearía estar sobrio en ese momento.
—Alto ahí. ¿Quiénes sois vosotros? —dijo, inseguro.
—Oh, vamos, sheriff —habló el más bajito—, solo somos unos buscadores de oro extraviados en mitad de la nada. ¿A quién íbamos a hacer daño?
Joe sonrió, dispuesto a seguirles el juego. Quizá fuera la única opción para perderles de vista.
—Escuchad. El oro hace tiempo que se acabó en estas colinas —mintió—, y ya solo hay yacimientos a cuarenta millas al sur. Tal vez allí tengáis suerte.
—¿Cuarenta millas? —suspiró el mayor. Eso esta muy lejos.
—Sï —protestaron a coro—, quizá debamos quedarnos un tiempo en este pueblo para reponer fuerzas.
Joe hervía por dentro. A los treinta grados que ya marcarían los termómetros y al ardor que sentía por Mary Jane, se unía la insolencia de aquellos cabritos maleantes. Si fuera lo suficientemente rápido, la mejor opción para todos sería matarlos y esparcir sus restos entre las caballerizas. Pero Joe no era el más rápido; en realidad, ni siquiera tenía la puntería necesaria para sobrevivir a un puesto de sheriff durante demasiado tiempo.
—Ya... no quiero problemas en mi pueblo, ¿me habéis oído? Ni la más leve travesura —susurró, taladrándoles con la mirada.
—Descuide, sheriff. Apenas notará nuestra presencia.
Joe sonrió. Los hermanos Morton sonrieron. Todos sonreían, sabedores de lo alejados que estaban en aquel momento de cumplir su palabra. En el fondo, parecía que todos disfrutaran de la sensación previa al clímax, del aura que precede a la tormenta que, a buen seguro, había de descargar sobre la polvorienta Dust City para convertirla en puro barro.

* * *

Joe se sentía feliz. Era feliz. Cada vez que yacía junto al hermoso cuerpo de Mary Jane, la vida cobraba un nuevo y enriquecedor significado. Se acurrucaban juntos, las manos sobre los hombros del otro, los ojos fijos en aquella mirada gemela. Hacer el amor se convertía en un dulce trámite que cumplimentar para gozar de los gestos de cariño que solo ellos sabían procurarse.
La miró lentamente, recreándose en cada surco de la piel que los años iban formando en su anatomía y que a Joe tanto le gustaba apreciar. Mataría por ella. Moriría por ella, si fuera preciso. Y, sin embargo, sabía que aquello no podía durar eternamente. El amor puede durar años, pero un capricho dura toda la vida. Y, pese a que la amaba con la sinceridad de un adolescente, jamás podría suplir el ansia que le proporcionaba el brillo dorado que, en alguna de aquellas montañas lejanas, se escondía.
—Joe, cariño...
—¿Uhmmm?
—Estás muy callado. ¿En qué piensas, cielo?
Desearía poder mentirla a la cara. Decirle que pensaba en ella, en su belleza deslumbrante. En llevarla un día a Salt Lake City, comprarle unos vestidos bonitos y una chimenea donde esconderse del mundo. Pero no podía hacerlo. No quería darle más falsas esperanzas de las que ella seguramente ya albergaría.
—Estaba pensando en... unos hombres que han llegado al pueblo.
—¿Forajidos? —se sobresaltó Mary Jane.
—No, no —intentó serenarla Joe, sin éxito—, son simples buscadores de oro que se han perdido. Pronto se irán de aquí. Para siempre.
—¿Me lo prometes?
—Sí, claro. Te lo prometo.
—Te juegas la vida cada día, Joe... no me des estos sustos.
—Descuida, sé arreglármelas yo solo —dijo, en el mismo momento en que dos disparos alteraron la pacífica mañana en Dust City—; vale, eso no me gusta.
—Ten cuidado, Joe —suplicó Mary Jane.
Se vistió a toda velocidad, con el eco de su amante aún retumbando en su cabeza. Apenas salió del oscuro saloon, la claridad del día le obsequió con una estampa demoledora. Varios vecinos, con las legañas todavía en la cara, se arremolinaban en torno a los recién llegados. Los tres mantenían un rostro de suficiencia terrible, máxime cuando a sus pies se encontraba, completamente inerte, el cuerpo del loco Pete. Las balas le habían agujereado la espalda, a quemarropa. Su camisa blanca se iba transformando en un inmenso clavel rojo, como si de un globo relleno de agua se tratase. El agua que no había encontrado aquel desdichado brotaba ahora de su espalda a modo de fuente, sin parar de manar.
Joe miró a los tres hombres detenidamente, mientras se desgarraba el labio inferior con sus dientes. aquello no le gustaba nada. Ni un pelo.
—¿Puede saberse qué ha ocurrido aquí? —soltó, con la voz más cavernosa que pudo.
—Oh, vamos, sheriff —sonrieron—. Usted nos dijo que en Dust City no había oro, y este hombre estaba picando el suelo en mitad de la calle. ¿Por qué nos ha mentido?
Cuatro miradas que se cruzan, convertidas en puro fuego.
—Le pedimos a este hombre parte del botín. Íbamos a ayudarlo, en serio —dijo el más bajito—... pero no quiso atender a razones. ¿Qué podíamos hacer? ¿Qué quería usted que hiciéramos?
La sucia retórica de aquellos malnacidos le hacía borbotear la sangre a Joe, que cada vez estaba más convencido de empuñar su arma. Sabía que aquellos desgraciados darían problemas, pero Pete era un ser tan querido como respetado en el pueblo. No merecía morir de una forma tan rastrera.
Entonces, se dio cuenta. Faltaba uno de ellos, el más alto de los hombres. Maldijo su suerte, mientras su mente intentaba pensar qué mil tropelías podía estar haciendo en ese momento.
Todos oyeron entonces un grito.
A Joe no le hizo falta aguzar el oído para comprender de dónde provenía aquella llamada de socorro. Salía del saloon, de los mismos labios que minutos antes había besado con frenesí. Aquellos gusanos habían atacado el punto más sensible de todos.
Salió corriendo sin mirar atrás, sin vigilar su espalda ni su nuca desnuda, donde podría recibir un nuevo zarpazo de aquellas bestias sin escrúpulos; por suerte para él, no desenfundaron el arma. En dos zancadas llegó al saloon y se introdujo a toda velocidad.
Allí estaba el cuarto hombre, el más alto de todos, forcejeando con una confundida Mary Jane. A su alrededor, las otras bailarinas lloraban o gritaban, en función de su estado de ánimo, sin atreverse a forcejar con él; con una mano, aprisionaba el cuello de la mujer que había osado resistirse a sus encantos; con la otra, apuntaba a quien se moviera con un revólver plateado, casi tan peligroso como quien lo portaba.
—No se acerque, sheriff —dijo, apuntando a la cabeza de la mujer—. Esta putita va a probar al bueno de Sam, quiera o no quiera.
Para Joe, toda la situación había llegado a un límite insospechado apenas unas horas antes, cuando pensaba que sería un caluroso día más. Ahora, cuatro hombres sin piedad no se conformaban con hacer volar la paz de Dust City por los aires; se habían atrevido a atacarle donde más le dolía.
No le costó gran esfuerzo levantar el arma y disparar a aquel rostro repelente.
Cuando los demás llegaron al saloon, no había nada que hacer. El hombre alto estaba tan frío como el loco Pete, con la misma expresión ridícula pintada en la cara. También su cuerpo era un odre de agua roja.
El semblante de sus compañeros quedó demudado por vez primera desde que llegaron al pueblo. Su plan de diversión y delincuencia había tomado un pequeño desvío.
—Has matado a Sam —dijo uno de ellos.
—Era nuestro amigo. Nuestro hermano —añadió el bajito.
—Pagarás por ello, sheriff —concluyó el tercero.
Joe no dijo nada, pues no había gran cosa que decir. Había matado un hombre, y bien sabía él que aquellos animales estaban en su derecho de reclamar justicia.

* * *

Las gotas de sudor caían por la frente de Joe como si fueran unas cataratas en primavera. Quedaban unos segundos para mediodía, y sabía que iba a morir. No tenía ninguna posibilidad de vencer aquel duelo desigual, aquella lucha entre él y los tres hombres que acompañaban al recién finado.
Toda la gente del pueblo, desde los niños hasta los ancianos, se había congregado en la plaza donde los cuatro contendientes se estudiaban a fondo. La estrategia de los tres bandidos era bastante clara: disparar a su único rival. Para Joe, sin embargo, no resultaba sencillo. Intentaba descubrir en los tres pares de ojos algún indicio, la más mínima certeza de a quién disparar primero, por si, en un alarde de benevolencia divina, tuviera ocasión de disparar una segunda o incluso una tercera vez. Lo cierto era que los tres parecían grandes tiradores. Un hombre no sobrevive de pueblo en pueblo sin haber afinado antes su puntería, se dijo Joe.
La aguja del reloj que presidía la plaza se acercaba a su cénit. Un hombre arrugado de gafas gruesas miraba y miraba sin querer perder detalle. Una mujer con sombrero intentaba tapar los ojos a su revoltoso hijo, sin éxito. Mary Jane se deshacía en lágrimas, mientras contenía un hipido. El pueblo entero contenía la respiración.
Sonaron las doce.
Se decidió por el más bajito, quien parecía el más diestro de los tres. Su errático disparo pareció perderse por unos momentos en el horizonte, pero finalmente impactó en el costado izquierdo. Rápidamente buscó al segundo objetivo, pero el zumbido de una bala le bloqueó por completo. Había pasado realmente cerca.
Falsa alarma. Ahora le tocaba a él.
Se propuso abatir al segundo hombre de un disparo en el abdomen, aunque su mala puntería hizo que apenas le rozara el codo. Estaba perdido, y lo sabía. Disparó de nuevo, a la desesperada, y esta vez sí, alcanzó la prominente barriga de su oponente. Sin embargo, sabía que estaba a merced del tercer hombre. Que este tenía todo el tiempo del mundo, antes de que Joe pudiera siquiera apuntarle con el arma.
Por fortuna para Joe, aquel hombre no iba a disparar.
Yacía en el suelo, derribado, junto a sus compañeros. Los tres habían caído en el duelo. Joe los había derrotado a todos.
La gente se frotaba los ojos para despertar del sueño, pero era real. Su sheriff, su guardián, se había enfrentado a tres criminales. Solo. Y había podido con ellos.
El júbilo se apoderó de los vecinos, de Joe, de Mary Jane. Los dos amantes corrieron a abrazarse, rebosantes de vida. Habían vencido a la muerte de manera milagrosa.
Pero la adrenalina que embargaba a Joe y que le provocaba unos deseos insaciables de copular con su amada, no le cegaba ni por un momento. Sabía que tenía que huir, escapar de aquel pueblo; volver a ser un simple hombre que sueña con encontrar oro. Dejar de ser sheriff, si quería vivir. Aunque eso supusiera dejar atrás muchas cosas.
Aunque eso supusiera dejar atrás a Mary Jane.
Así, mientras la promesa de un mañana mejor invadía los pensamientos de un exultante Joe, Mary Jane se abrazaba a él como si de su posesión más preciada se tratase. La ingenua Mary Jane, ignorante del deseo secreto de escapar de su amado, sentía una pasión enardeciente en su interior, fruto de su amor por Joe; aunque este acaloramiento también podía tener que ver con el arma que había empuñado segundos antes y que aún humeaba, caliente, debajo de su falda.


– FIN –

Consigna: Escribir un western.

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