martes, 20 de septiembre de 2016

Los forasteros


Un alacrán pasea bajo la ventana cuando el sheriff Clyde asoma a la calle. Aún esperaba que fuese un día tranquilo antes de ver a un forastero entrar en el pueblo a pie, trayendo de la mano a un niño indio con una calavera en brazos. Se dirigen a la cantina. El sheriff escupe en los tablones del piso la espesa saliva marrón, para luego meterse más tabaco en la boca. Descuelga el rifle de camino a la puerta, pensando que debería hablar con alguien acerca de su jubilación.
  Otro día de trabajo duro, Billy —anuncia al retrato de su único hijo, asesinado salvajemente por los sioux hace un año.
Con el rifle apoyado en un hombro, el sheriff se encasqueta el sombrero y sale a la calle polvorienta, bajo el fuerte sol de mediodía. El alacrán que caminaba hacia sus botas queda cubierto por la saliva marrón.
  ¿Sheriff, vio al pequeño indio?
  Sí, señorita, lo vi.
La joven observa el rifle.
  ¿Y qué hará?
El sheriff acaricia el gatillo.
  Cumplir la ley.
Apenas ponen un pie en la cantina, todas las miradas recaen sobre ellos. El pianista deja de tocar. Un silencio casi absoluto acompaña sus pasos hasta la barra. El forastero acomoda al niño en un taburete y toma asiento a su lado, acodándose en la madera mugrienta.
  Un whisky doble. Y algo para el niño.
El cantinero no se inmuta. Una voz habla a la espalda del forastero.
  Ése no puede estar aquí.
El forastero voltea.
  ¿Cómo dice?
  No se admiten niños aquí. Es una cantina. Soy el reverendo McCallister.
  Wayne. No tengo dónde dejarlo. Acabamos de llegar al pueblo.
  Lo noté. ¿Es... su hijo, señor Wayne?
  Sí.
  La madre era piel roja, supongo.
  Sioux.
Esto lo dice el niño, con una voz inesperadamente ronca para su edad. El reverendo le dedica una larga mirada antes de volver a hablar.
  Sioux, claro. ¿Y la calavera?
  Un recuerdo de familia —responde el forastero.
  Ya. ¿Qué dices, Jack, puedes servir algo al señor Wayne y su hijo sioux, que carga un recuerdo de familia?
  No, reverendo. Acá no se admiten niños.
  Oh, vamos, Jack, ¿no puedes hacer una excepción? ¡Acaban de llegar al pueblo!
  Sin excepciones, reverendo.
  Bueno, señor Wayne, usted vio que lo intenté. Pero ya lo oyó: no se admiten niños aquí.
El forastero señala a un niño rubio sentado en un taburete más allá.
  ¿Y ése?
  Creo que el señor Wayne no entiende, Jack.
  Eso me parece a mí también, reverendo.
El cantinero saca un rifle de debajo de la barra. El reverendo desenfunda. El forastero se coloca delante del niño. Se lleva la mano a la cartuchera.
  Tranquilos, no busco problemas.
  Es muy tarde para eso, forastero.
  ¿Qué diablos pasa aquí?
Todos voltean hacia la entrada. El reverendo sonríe.
  Nada, sheriff. Todo en orden.
  Pues no lo parece. Quiero estar seguro de que nadie armará líos.
  ¡Maten al maldito indio!
  ¡No!
El primer tiro del sheriff perfora la mano de Jack, que suelta el rifle dando un alarido. El segundo le perfora la yugular, acallándolo. El tiro del reverendo da en el cráneo que lleva el niño indio en brazos. El del pianista yerra y da en el cráneo que lleva el niño rubio sobre los hombros. Una bala perdida casi mata al pianista, que se arroja al piso. El disparo del forastero da en la gruesa Biblia que el reverendo lleva sobre el pecho. El reverendo sonríe.
  La Palabra de Dios me ha salvado.
  Baje el arma, reverendo.
  Éste no es asunto suyo, sheriff.
  Todo lo que ocurre en este pueblo es asunto mío.
  Éste es un enviado de Satán, Clyde, ésa es mi jurisdicción.
  ¡Mierda, Jeremiah, no permitiré que mates a ese niño!
  ¡Por Dios santo, Clyde, piensa en Billy!
El sheriff contempla al niño indio sentado junto a su padre.
  En él pienso.
El reverendo amartilla el arma.
  ¿Quieres armar otro tiroteo?
El sheriff gruñe, contrariado. El salivazo marrón cae sobre la Biblia tirada en el piso. Grita.
  ¡Todos desalojen la cantina, si no quieren varios agujeros extra en el cuerpo!
Los parroquianos no se lo hacen repetir. Todos se precipitan a la calle. En el tumulto, a uno muy nervioso se le escapa un tiro. El pianista queda tendido a medio metro de la puerta. Los demás huyen. Sólo quedan en la cantina el sheriff, el reverendo, el forastero, el niño indio y los tres cadáveres.
  Menos bulto, más claridad.
  Suelta el arma, Jeremiah.
  ¿Serás capaz de dispararme? Lo averiguaremos en tres...
  No me pruebes, Jeremiah.
  Dos...
  ¡Fuego!
Los disparos son simultáneos. El del sheriff da en la mano del reverendo, que suelta el arma. El del forastero da en el pecho, donde ya no está la Biblia. El reverendo cae de rodillas, postrado ante el libro sagrado. E inmediatamente se desploma. El forastero, con los ojos muy abiertos, observa la mancha de sangre crecer en su pecho. Luego ve al sheriff, que no atina a reaccionar de forma alguna. El forastero cae de bruces, exánime. Sólo entonces el sheriff abre muy grandes los ojos. El niño indio aún tiene cogida la empuñadura del cuchillo ensangrentado.
Transcurren varios segundos antes de que el sheriff consiga articular palabra.
  ¿No era tu padre, cierto? ¿Tu padre es... ése de ahí?
De pie junto al cadáver del forastero, el niño indio deposita sobre el taburete la calavera rota.
  Mi padre está vengado.
Se miran a los ojos en silencio. Ninguno de los dos se anima a dar el primer paso.
Un alacrán manchado de saliva marrón cruza con despreocupada parsimonia el espacio entre ambos.


– FIN –

Consigna: Escribir un western.


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