martes, 20 de septiembre de 2016

Monstruos en la oscuridad


—Me gustan esas flores. Las flores blancas son puras. Y ese pequeño helecho en el ramo es delicado. ¿Vos creés que le guste así, Roberto?
Ella habla y mira para adelante. Parece petrificada, perdida. Sin embargo su mente está ubicada en un solo lugar: donde debe estar, allá adelante. Dónde el hombre habla sin parar, aunque ella no lo escuche.
Sus manos juntas descansan en la falda limpia, estrenada hoy.La planchó muy temprano porque era algo especial. Como su cabello tirante que termina en un rodete, perfecto. Ella nunca usa rodete, pero le parece pertinente hacerlo hoy. “Es lo mejor”, se dijo al peinarse aquella mañana. Cuando el peine atravesó su cabello lacio que se dejó dominar como si supiera que era necesario. Justo hoy. A Carmen no le importó que se le vieran las canas sin teñir. O que su frente pareciera más arrugada. O que las ojeras resaltaran caprichosas con semejante peinado. Ya no.
—No sé. No puedo saberlo, Carmen.
Él la observa. Siente un gran temor por ella. Por cómo pudiera reaccionar después. Teme porque la ama demasiado, quizás más que a él. Al pequeño. Desde la primera vez que la vio sintió amor. Aunque no le pertenecía, aunque debía ser de otro, la amó. Y tal vez ese fue el error de ambos. Amarse. Seguir adelante con ese sentimiento. Imaginar que el mundo podía ser un lugar diferente para ellos.
Roberto siente el dolor de la realidad en su pecho. A diferencia de ella, está despeinado y ya se fumó cinco cigarrillos a pesar de que dejó de fumar hace dos meses. Sabe que recaerá. Que ya no tendrá fuerzas para abandonar el vicio. Sabe que quizás muera de cáncer de pulmón o quizás de enfisema. Pero no importa ya.
—Está bien. No importa.—dice ella—Yo sé que le va a gustar. Lo único es…
—¿Es qué?
—Luz…no le gusta la oscuridad. Viste como se ponía a la noche cuando apagábamos la luz por error…los gritos. Esa desesperación. A veces me asustaba que gritara de esa forma y vos no hacías nada para ayudar. No es normal…
—Carmen…—ella continúa observando hacia adelante y Roberto se da por vencido, como siempre—No creo que le afecte—dice finalmente para no empeorar las cosas.
—Sí. Hay que ver que el lugar esté iluminado. Eso es importante. No quiero que se asuste—continúa ella sin siquiera prestar atención a las respuestas de su marido.
Él toma su mano, pero ella lo aparta de inmediato. Siente que su piel quema, como el infierno. No quiere que él sea condescendiente como siempre. Quiere que se vaya, que la deje sola. Recuerda por qué está ahí. Piensa en él. “No estoy loca”, se dice. “Necesita mucha luz, todo el tiempo”. Casi se le escapan esas palabras, en voz alta, pero prefiere callar.
Una paloma revolotea contra el vidrio esmerilado. Se golpea varias veces, insistiendo en salir. “Pobre tonta”, piensa él e instintivamente observa a su mujer. Quizás debería reunirse a su locura, a su desquicio. A la negación del mundo que la rodea. Tal vez así sería más fácil. Quizás el dolor sea menor. Vuelve a mirar la paloma y piensa que quizás se trate de una señal. Una de Dios. Observa de nuevo a Carmen. Ve sus facciones rígidas, imperturbables. El pelo recogido, la falda planchada con almidón. Y cree que mejor es llorar cuando se deba, cuando corresponda.
Con un suspiro descarta la idea de la señal porque en última instancia, no cree en esas cosas. Ya no. Sabe que la vida de los dos se convertirá en una tragedia desde ahora. Lo sabe, aunque no está seguro de que salgan ilesos, indemnes. ¿Qué hacer? Seguir. Sólo seguir. Porque hay que hacerlo. Porque es lo que queda…Piensa en la luz, en qué contestarle. Mejor es vivir en la realidad…se dice.
—Carmen…
—¡Es un nene chiquito, Roberto! —dice ella adivinando las palabras de su esposo.
Esta vez mira a su marido. Lo observa directo a los ojos, con una frialdad que a él le llega al corazón. Como una flecha mortífera.
—Está bien…—ahora él mira al frente. En silencio, pensativo. Reconsidera la señal, la vida, la muerte. El futuro.
Carmen continúa sumergida en sus pensamientos. Ella sabe que sólo eso la salvará. Quizás a él también lo salve aunque ya no le importa. No le importa Roberto. Ya no. Continúa…
—Además está la cuestión de los juguetes. Hay que dejar algunos por ahí…el autito rojo de madera. Y el oso de peluche que tanto le gusta. Con el que duerme…
—¿Para qué, Carmen?
—Para que juegue, Roberto. No preguntes estupideces.
Roberto cierra los puños y desea no haber nacido. Así quizás las cosas para ella hubieran sido diferentes. Tal vez Carmen se hubiera casado con el otro, y un hijo diferente hubiera nacido. No uno débil y enfermizo como el que tuvieron. Quizás uno sin temor a la oscuridad y a sus monstruos, con un corazón más fuerte para soportar los miedos imaginarios. Tal vez.
El cura finaliza el sermón. El silencio invade cada rincón de la iglesia. El único momento en que se interrumpe es cuando la gente se levanta. Los ruidos de zapatos haciendo eco, las ropas rozando los cuerpos. La paloma que sigue insistiendo con salir. “Por qué nadie le abre”, suspira Roberto. Piensa que quizás es él, el alma del niño que quiere volar. Piensa que Carmen no lo suelta. La culpa a ella. Nunca lo soltó. Jamás.
Alguien se acerca a ellos. “Cuánto lo siento”, murmura esa persona. Roberto agradece, pero Carmen no mira. Solo permanece sentada en aquel banco de madera, rígida observando el pequeño cajón blanco. “Sí”, se dice, “a mi bebé no le gustaba para nada la oscuridad. Pero no te preocupes mi amor, mamá te va a cuidar y pronto te acompañará. Muy pronto, mi cielo.”


– FIN –

Consigna: Escribir un relato dramático.

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