martes, 20 de septiembre de 2016

Ovejas descarriadas


Aquel día José no tuvo ningún deseo de vestirse. Es lo que suele suceder cuando uno anda con el corazón dolorido: que todo da igual. Y es por esto que cuando aquella tarde llamaron al telefonillo del portal y una voz cantarina anunció “traemos la palabra del señor” José se limitó a susurrar con desgana “la palabra del señor siempre es bien recibida” y enlazando una diminuta toalla con motivos florales a su cintura se sentó en una silla para esperar el ascenso que intuía sofocante ya que el edificio, antiquísimo, carecía de ascensor y eran seis pisos contando con el entresuelo.

Tras un tiempo indefinido—cuando uno sufre el tiempo es irrelevante—, un anciano enjuto y una joven muy linda se vislumbraron por fin.

—Alabado sea Dios—saludó la joven con su voz alegre. El anciano intentó saludar pero de su pecho solo brotaron ramas rotas y flautas y José lo intuyó próximo al derrame cerebral.
—¡Oh, inconsciente de mí! No recordé avisarles que no hay ascensor. ¡Por favor, pasen ustedes! Les ofreceré un té— exclamó José solícito, ayudando al viejo a pasar.

En primera instancia el viejo, ciego de cansancio, no se dio cuenta de la casi desnudez de su anfitrión. Fue después, cuando el joven le ayudó a acomodarse en el sofá que descubrió que bajo aquella toalla con dibujos de capullitos de rosa no había ninguna prenda que sujetase aquello que balancea o cuelga. Asombrado observó al joven e intentando levantarse de nuevo exclamó:

—¡Oh! Creo que hemos llegado en un mal momento, tal vez se disponía usted a su aseo diario. Yo lo suelo hacer por la mañana, pero con este calor tan terrible que estamos sufriendo es posible que haya usted postergado el placer de la higiene a la tarde, más cercana a la hora del descanso nocturno. No le molestaremos más. Haga usted sus gargarismos, abluciones y esas cosas tan necesarias para el bien del cuerpo y del espíritu. Vamos Alicia, que este joven  estaba pronto al aseo y lo hemos molestado sin querer.
—¡No! ¡No han interrumpido nada!—exclamó José empujando suavemente al anciano de nuevo hasta el sofá—. El caso es que me viene muy bien tener compañía. Voy a prepararles un té y luego nos sentaremos a charlar un poco.
Cuando José se marchó a la cocina, el anciano,  que aun llevaba una revista visionaria y esclarecedora llamada “la atalaya”, donde se contaba que la felicidad estaba en las manos de Dios y qué Él nos solucionaría todos nuestros problemas, dijo así a su discípula:
—Debemos marcharnos en cuanto tengamos la ocasión, Alicia. No sabemos si este tipo es un loco peligroso. Va casi desnudo. Imagina que en algún momento se cae su toalla o se la quita. Podría ser un exhibicionista. ¡Incluso un violador!
—Todos llegamos desnudos a este valle de sufrimiento, maestro—argumentó la muchacha, apasionada y vehemente—. Además ha dicho que tiene el corazón roto. Tal vez podamos ayudarle.
—Pero, hija, prométeme que si de pronto se arranca la toalla tú mirarás hacia otro lado—rogó el viejo.
—Maestro, el cuerpo de este hombre está hecho a imagen y semejanza del cuerpo de  nuestro señor. No creo que haya nada perverso ni maligno en su desnudo. Deberíamos centrarnos en su corazón y no en su miembro viril.

—Tienes razón de nuevo. No hagas mucho caso de este torpe anciano—suspiró el viejo, avergonzado y vencido ante esa respuesta de peso. Pero los malos pensamientos vuelven como vuelve un boomerang a la mano del lanzador y este viejo no pudo evitar la imagen de Priapo, el dios griego de la fertilidad. Sí, lo recordó con aquella verga de dimensiones grotescas apoyada en la balanza, rodeado de bucólicos  jardines frutales. Tantas emociones le provocaron un ligero desmayo. Cuando despertó unas manos grandes le procuraban aire con un cartón en forma de media luna.

—Vaya, parece que ha sufrido usted un mareo. Tome un poco de agua. Le sentará bien—dijo José, preocupado.
—Debe ser cansancio. Tal vez sería un momento ideal para marcharnos, Alicia.
—¡Pero a mí me gustaría tanto que se quedaran un par de horas!—suplicó José—.No quisiera estar solo en estos momentos de dolor. Verán, hace dos semanas, en la fiesta de un amigo, descubrí a mi novia besando a un tipo. Los encontré besándose con frenesí en la oscuridad.
Alicia se ruborizó profundamente imaginando la viscosidad de esas lenguas encendidas y enredadas.
—Hábleme de esa casquivana novia suya—ordenó el viejo. En aquel momento, y ya recuperado del desmayo, solo era un paladín de Dios, un pastor auxiliando a la oveja perdida, daba igual que esta fuera negra, blanca o que corretease con las vergüenzas al aire, que durante el diluvio no expulsó nuestro señor animal alguno del Arca por semejante fruslería—. Todo apunta a que en la oscuridad de esa fiesta fue visitada por el maligno y empujada a actuar como una mujer ligera.
—¡Qué sé yo! —Gruñó José, dolorido—. Sólo sé que cuando llegué allí él intentaba desabrocharle la blusa para mordisquear tal vez los pezones erizados. ¡Oh dios! ¿Cómo pudo hacerme eso?
—¿Y vio usted si se quitaron por fin la ropa?—preguntó el viejo, sumamente interesado—. Necesito todo tipo de detalles para saber cómo puedo ayudarle. Porque usted lo que quiere es recuperarla ¿no?
—¡Sí! ¡No puedo vivir sin ella! Lo reconozco—confesó José bajando la cabeza para disimular las lágrimas y al ponerse en pie para tomar un pañuelo la toalla cayó al suelo, dejando al aire lo que debería estar oculto. Pero José, en lugar de cubrirse se quedó de pie, secando sus lágrimas—. Verán ustedes. Desde que ocurrió ese suceso me levanto por las mañanas arrastrando los pies. Luego voy a la cocina a poner la cafetera en el fuego y sé que si alguien mirase mis ojos los vería sin luz. No me importa nada, todo me da igual. Miro por la ventana y observo los árboles majestuosos y el sol, y cómo se refleja su luz en las hojas arrancándoles tonos rojos y dorados. Sí.  Todo es bello, pero para mí no tiene importancia si no lo comparto con ella. Pero lo peor son las noches. Cuando me acuesto y me acurruco pienso en ella y la invoco con fuerza y con rabia creyendo, iluso de mí, que la rabia de mí deseo y la fuerza con que la llamo conseguirán que ella tome el puto teléfono y me llame y me pida perdón. Pero el aparato se mantiene mudo, obstinado. Entonces intento dormir para no pensar más. Pero me daría lo mismo estar dormido que estar muerto.
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Durante todo el discurso el viejo no había podido apartar los ojos del animal dormido. Allí estaba, como ya intuyó,  el dios Priapo con su balanza y su cornucopia. Su temor se había cumplido. Miró a su discípula y la vio tragar saliva y vio cómo se encabritaban las olas de sus ojos oceánicos, antes mares calmados.

—¡Pero hombre cúbrase usted, que la tarde está llegando fresca!—gruño el viejo rojo de la ira tapando los ojos de Alicia—. Y ahora díganos cómo podemos ayudarle ¿Quiere usted que la llame por teléfono en su nombre? Nuestro señor desde su atalaya me ha dado la mejor de las armas para lidiar con el dolor de los hombres: la palabra ¡Deme su número, que voy a llamarla ahora mismo!

—¿Haría usted eso por mí?—preguntó José de nuevo al borde del llanto—. Si usted supiera con que ardor la amaba yo en las noches. Si supiera cómo gozaba ella y cómo me solazaba yo en esas carnes doradas y prietas, si supiera de qué manera debía   cubrir sus labios para que no aullara bajo mi cuerpo…

El viejo se encomendó al altísimo para que el  falo aletargado no se despertara de su sueño invocado por tan lujuriosas y ardientes ensoñaciones. Y a su mente vino una cobra y una flauta.

—Este es su número, recuerde que se llama Juliana.

El viejo marcó el número indicado y dijo así:

—¿Hola? Señorita Juliana—dijo el anciano—, usted no me conoce pero le ruego encarecidamente que se mantenga atenta a las palabras que le diré y no cuelgue el aparato. Verá, yo soy un portador de la palabra de nuestro señor Jehová y junto con mi discípula, Alicia, vamos de puerta en puerta para difundir la palabra divina. El caso es que ahora nos encontramos en la casa del novio de usted, José. Sí, sí,  y aquí lo tenemos, lloroso y desnudo. ¡Sí, sí, desnudo del todo! ¿Cómo dice? ¿Qué seguro que tiene a una guarra bajo la cama? ¡Oh, no, no, aquí no hay nadie más! Pero si no hace más que hablar de usted. Si lo oyera hablar del amor que siente. Ha dicho hace un momento que la luna brilla poco o menos, o casi nada si no está reflejada en los ojos de usted, o eso me ha parecido entender. ¿De qué se ríe? ¿Qué dice? ¿Qué esas moñadas de la luna son propias de él? Señorita pues a mí me ha parecido exquisito. Si usted viniera a verlo… si quisiera acercarse hasta aquí para darle consuelo. Dice que no duerme y que no come. Apiádese de él y venga, que aquí le esperamos todos. ¿Una secta? ¿Nosotros unos sinvergüenzas? ¡Señorita! Es usted una maleducada y una oveja descarriada. Uhmmm. Muy bien. Se lo diré ¡Adiós!

José miraba al viejo muy pálido. La había perdido para siempre.

—¿Qué ha dicho?
—Dice que está usted loco y que nosotros somos unos sinvergüenzas de cuidado que no hacemos más que molestar a la gente a la hora de la siesta con nuestros sermones de mierda, pero que estará feliz de verle a usted, convenientemente vestido, en ese lugarcito coqueto de la calle del Carmen a las nueve de esta noche. Dice que le perdone y que le quiere a usted con locura; que la noche de autos estaba muy borracha y que no fue consciente de sus actos. Que luego sintió vergüenza y miedo y que por eso no llamó. Pero que no puede olvidar su lengua de usted entre sus piernas y que los besos del otro no sabían a fresa como los suyos. Los labios de usted—dijo el viejo con los labios temblorosos.

José, llorando de alegría, los abrazó a ambos con todas sus fuerzas y mientras los acompañaba hasta la puerta los invitó a visitarles siempre que ellos quisieran, que allí tenían su casa y un amigo y que gracias, gracias, gracias, gracias.
Mientras bajaba las escaleras, Alicia, la de los mares calmados sintió un cosquilleo cálido y perturbador entre las piernas al recordar el abrazo apretado.


– FIN –


Consigna: Escribir una comedia romántica.

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