lunes, 17 de octubre de 2016

Eliminado


Acabo de llegar. Fue un largo viaje, desde los recónditos parajes del olvido. Aunque os parezca extraño o quizá hasta innecesario, allí también existe una divinidad. Nunca fui muy creyente. Mi creadora me hizo así, y me sorprendí orando a aquel Dios del país del extravío, pidiendo la respuesta a mis dudas, el porqué de mi destino. Y fui escuchado. 
Siempre pensé que su casa iba ser un caos, como su cerebro. Sin embargo desde este cómodo sillón puedo ver el orden estricto de todo el salón. Sobre todo, y no esperaba menos, hay libros, por doquier, pero perfectamente apilados, o puestos en sus estanterías por orden alfabético. Me detengo con tristeza en la letra H. Una congoja me aborda al pensar que yo...
Ahí viene, espero no asustarla.
"Pero... Quien eres, cómo ha entrado en mi casa... Y porque va vestido así?"
"Señora J.K. Rowling, permítame que me levante, y me presenté ante vos: Nigel Rain, profesor de hechizos vegetales, iba a ejercer en Hogwarts, concretamente impartiendo mi sabiduría con los chicos de Cryffindor, y el querido y adorable Harry Potter... Hasta que usted, en una sucia maniobra, cambió de opinión. Mi indumentaria, va acorde con mi estilo, clásico, pero con ese toque vanguardista que pensó para mí. No voy a negarle, que hubiera preferido unos colores menos chillones, para la capa y el sombrero de ala ancha."
"Usted es solo otro de esos frikis que devoran mis libros, le ruego que abandone mi casa cuanto antes o llamaré a la policía."
"Oh... Descuide, pronto marcharé, mi tiempo aquí es limitado. Pero antes debo saber el porqué."
"El porqué?... Pero de que habla?. Si lo desea le firmaré un autógrafo, le regalaré algún libro..."
"Autógrafos!. Cree qué he venido desde tan lejos, por su estúpida rúbrica?. Señora. Cómo veo que su mente ha echado un tupido velo sobre mi existencia le recordaré quien era, lo que llegué a ser... Usted me creó. Soy fruto de su imaginación. Me dió una identidad, una historia, unos modales, unos poderes. Iba formar parte de su novela: Harry Potter y  el cáliz de fuego. Pero, no le convencí... Me eliminó..."
"Debo estar soñando, no?."
"Se preguntará como es posible. Que hago aquí frente a usted... El mundo señora Rowling es más complejo de lo que cree. Nunca ha pensado, ni siquiera un segundo, que pasá con las cosas que crea y no le convencen, con todos esos personajes que asesina o que mueren de forma natural en sus libros?. Existen lugares, infiernos o cielos, limbos o vacíos, donde vamos a parar todos."
"Nigel Rain... Ahora lo recuerdo... Si, fuiste un posible candidato a mi novela, pero al final no me convenciste. Te faltaba algo..."
"Algo?. Por todos los Dioses y Hechizos!. Qué, qué me faltaba?"
Puedo ver sus ojos azules, brillan. En el fondo siente desprecio por ella misma. Leer sus pupilas es fácil.
Se acerca al sillón que está a mi lado, me toma las manos y me mira profundamente.
"Humanidad... Te faltaba humanidad. Lo siento, de veras. No todo lo que surge de mi cabeza es perfecto. Mira, un personaje para ser creíble tiene que tener ese halo, ese espíritu de un ser vivo, nosotros, como pequeños y traviesos arquitectos, Dioses menores, os insuflamos la vida, os donamos la identidad. Pero muchas veces, créeme, más de las que te imaginas, tenemos, debemos que desechar muchas ideas. No te lastimes, un creador, siempre retoma lo que ha empezado. Lo moldea, lo cambia. Tú fuiste el germen de otro de mis personajes, vives, o viviste en él... Entiéndeme, yo tengo la obligación de mimaros, sois mis hijos. No puedo descuidarme..."
"Me hubiera gustado complaceros, Señora. Vivir las aventuras con los chicos. Siento mi agresividad, y os pido mil disculpas."
"No, no, soy yo la que se excusa nuevamente. A veces crear un personaje es como parir. Tiene su periodo de gestación, largo y doloroso en muchos casos, y, corto y fluido en otros. Noches enteras de insomnio, de café aguado dándole forma a un escrito, buscando la perfección."
"Y la encontró?"
"Nada más lejos de la realidad caballero. Siempre queda un resquicio, una mella. Como cuando por mucho que mires la luna siempre se va en el horizonte."
"Y las decisiones?. Las toma usted misma, o se deja llevar por la marea de la imaginación.?"
"Mire... En ocasiones antes de ponerme a escribir ya se que va a ocurrir, tengo la certeza de que tal personaje o tal acción tiene su destino. Sin embargo a veces, esos personajes se revelan, me muestran que un cambio es necesario y rindo pleitesia a sus pretensiones"
Observo con detenimiento el enorme reloj que con parsimonia  mueve su pesado péndulo desde una de las paredes del salón. Ella me mira con curiosidad.
"Se le acaba el tiempo?"
"Es inevitable. No somos dueños de nosotros mismos, marionetas de hilos invisibles."
"Y ahora?"
"Deja el viento de soplar, acaso las mareas desisten en su empeño en su amor imposible con las afiladas rocas, no cae el rocío sobre la hojarasca muerta?... Pues seguiré mi existencia en el otro lado, imperturbable, a veces, dubitativo otras tantas."
"No sé qué decirle... Solo que seguiré escribiendo, y tal vez, usted, renazca de las cenizas..."
"Una cosa... Le he parecido bastante humano?"
La última cosa que veo antes de desaparecer es su rostro, y el atisbo de una sonrisa naciente...

FIN

Consigna: deberás escribir un relato en primera persona en el cual nos contarás tu experiencia de haber conocido a J. K. Rowling.


El Gabo tiene quien le escriba


Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, hube de recordar aquella tarde remota en que mi padre me llevó a conocer al Gabo. El ferrocarril de la compañía bananera llegó a mediodía a Aracataca, entre nubes de mariposas amarillas que ocultaban la luz del sol hasta reemplazar sus rayos con los incesantes aleteos dorados. Descendimos en un andén solitario, sobre cuyos tablones agrietados flotaba el olor a pueblo por la tarde, que huele a guayabo y a la lavanda de los viejos jugando dominó. Nos encaminamos por las soleadas calles polvorientas, en las que revoloteaba libre la hojarasca como moscas sin rumbo. En la plaza, que consistía en un simple cuadrado de tierra mal apisonada, un gitano viejo de nombre Melquíades desorbitaba miradas mostrándoles la solidez del agua. Mi padre no me permitió detenerme a mirar a la gente que miraba el hielo, porque –me dijo– la ignorancia no se contempla, y el aprendizaje se respeta. Pero yo contemplé sin pena la cara del niño que sería coronel en una guerra, y memoricé su expresión de descubrir el hielo para después compararla con la de estar a punto de morir fusilado. Aunque esto no lo sabía entonces, claro, sólo lo supe muchos años después, frente al mismo pelotón de fusilamiento que me debía borrar todos estos recuerdos de un tronido.
Era yo aún muy niño entonces como para dejar de ver las cosas, debiera o no. Mariposas, hojarascas y miradas me revolotearon alrededor todo el camino de la estación a la casa, sin dejar de aletearme la curiosidad, y no se alejaron de mi vista y mi mente hasta que traspusimos, mi padre y yo,  el cerco que circundaba la propiedad hasta la altura donde a mi padre le latía el corazón emocionado por el cada vez más próximo encuentro con el autor cuyos libros eran los únicos que teníamos en casa que habían sido leídos tantas veces que varias páginas se le habían deshecho a mi padre en las manos, obligándolo a transcribirlas palabra por palabra en medias cuartillas para que no se perdiera nada que él no supiera ya de memoria. Nos abrió la puerta una mujer tan vieja que olía ya a lirios e incienso. Llevaba mantilla y un rosario cuyas cuentas no paraban de dar vueltas entre sus dedos nudosos, como un ciempiés extraviado en un sarmiento. Nos hizo pasar a una oscura estancia en la que los fantasmas de niñas novias nos observaban con perplejidad desde los daguerrotipos descoloridos y las niñas que aún no eran novias ni muertas se avocaban concienzudamente a lamer el encalado de las paredes sin detenerse a dedicarnos una mirada. Observé las oscuras costras de mis rodillas durante todo el tiempo que tomó a mi padre contar Arcadios en un árbol genealógico imaginario. Hasta que apareció por el corredor una muchacha tan bella que mi padre me cubrió los ojos para que no terminara de enamorarme de ella. Cuando retiró la mano que cubría mis ojos aún tenía la otra cubriendo los suyos, y permaneció así mucho después de que los pies descalzos de la muchacha dejaron de hacer oír sus pasos hacia la cocina, explicándome que ya la última vez se había enamorado un poquito de ella, como yo entonces, y que eso era lo máximo que un hombre vivo podía soportar sin enloquecer por completo. Fue entonces cuando la vieja mujer del rosario volvió para anunciarnos:
–Don Gabo los recibirá bajo el castaño en flor, rogándoles que perdonen las hormigas.

Cuando pasamos al huerto, vimos con alivio que habían tenido la deferencia de desatar las extremidades del Gabo del añoso árbol, para que pudiera gesticular libremente a sus anchas, aunque permanecía el tronco atado al tronco.
–Buenas tardes, amigos, disculparán las hormigas y las fachas.
Don Gabriel José de la Concordia García Márquez era un hombre de blanca guayabera y corta estatura, cuya rebelde pelambre canosa alcanzaba apenas el nacimiento de las ramas más bajas del castaño, y su bigote blanco daba sombra a un acento musical de mestizo caribeño. Su mirada inteligente y tierna sacaba chispas a esas dos yescas negras que llevaba bajo las cejas gordas como nubes de tormenta. Uno de los ojos estaba renegrido de tanto mirar con deseo las corvas de la ayudanta de la cocinera, una mulatita preciosa de pechos como berenjenas que le traía la comida y le quitaba los piojos.
–Tomen asiento donde le plazca al culo.
Giramos en redondo sin ver más que dos piedras filudas y un tocón embreado. Las dos manos agrietadas de la cocinera negra, gorda y redonda como una pesadilla bien soñada, nos acercaron las sillas de mimbre y desaparecieron antes de recibir las gracias, que quedaron flotando del árbol como guirnaldas incómodas. Hicimos crujir las sillas a la vez y nos quedamos quietos, contemplando ese tótem parlante que floreaba con su cadencia de las Antillas.
–¿Tengo carta?
Un gallo de pelea picoteaba los pulgares de los pies del Gabo, sin que éste pareciese reparar en ello, atento como estaba a las pulpas carnosas que la mulatita llevaba por labios.
–Nada, don Gabo, ya le dije que yo le aviso.
–Dicen que me van a imprimir, ¿saben? –Gabo se dirigía a nosotros–. Una editorial de la capital. Pero creo que se han desanimado, porque dicen que mis historias no se las cree nadie. ¡Como si yo me las inventara!
En ese momento, el gallo puso un huevo entre sus talones. Los del Gabo.
–Yo que creía que le habían comido la cresta en la arena. En fin, habrá tortillas.
El animal aludido levantó el pico tintado de yemas, dedicándonos una nerviosa mirada de soslayo.
–¿Gustarían un caldo? Meme no demora nada entre quebrar el pescuezo y hervir las patas.
–No, gracias, don Gabo, hemos venido únicamente a ver cómo se encontraba usted. No queremos importunar.
–No importunan, igual este bicho termina en la cacerola porque termina. ¡Niña, hazme consomé de gallo!
–¡Que no es gallo, don Gabo! ¿No ha visto cómo le pone los huevos?
–¡La que me pone los huevos así eres tú, pollita!
Enfurruñada, la mulatita cogió al animal del pescuezo y se lo llevó a la cocina. Un grito ahogado seguido del sonido de hueso quebrado anunció que el consomé estaría pronto en camino. Mi padre carraspeó, reacomodando el culo en el asiento.
–¿Y qué me contaba usted, don Gabo, de esa editorial que piensa publicarlo?
–¿Editorial? ¿Publicarme? ¿Qué me dice usted, amigo Buendía? ¡Si yo jamás he garrapateado una línea!
–Don Gabo, yo no soy...
–¿No es quién?
–En efecto: no soy quién para contradecirlo. Le pido disculpas por mi confusión.
–¿Ha leído usted a Kafka, amigo Buendía? Era un escritor checo que escribía en alemán historias muy latinoamericanas.
–Sí, don Gabo, he leído a Kafka, me gusta mucho cómo escribía.
–¿Verdad que es muy bueno? Yo algún día escribiré así. Cuando aprenda a escribir.
–No lo dudo, don Gabo.
Levanté la vista hacia mi padre, extrañado. Él me hizo un gesto para que guardara silencio.
–Meme me está enseñando a leer y escribir. Aunque yo prefiero que me enseñe la muchacha, claro.
–Lo imagino.
–Meme me lee libros de Kafka, pero ella no los entiende.
–Me lo imagino.
–¿Y usted qué me cuenta, don José Arcadio?
–Pues nada, don Gabo, sólo vine a verlo trayendo a mi hijo para que lo conozca.
El Gabo me observó fijamente, como queriendo recordarme de alguna parte.
–¿Aureliano, verdad?
–Yo...
–Sí, don Gabo –intervino  mi padre–. Aureliano, como su abuelo.
–Buen nombre. ¿Y doña Úrsula? ¿Y Amaranta? ¿Cómo están ellas?
–Muy bien, don Gabo, gracias por preguntar.
–Bien, bien –dijo el Gabo, con la mirada perdida en los guayabos, para luego volver–. ¿Tengo carta?
Mi padre me miró una vez más. Me hizo señas de que nos levantáramos.
–Bueno, don Gabo, nosotros pasamos a retirarnos.
–¿Tan pronto? ¿No se quedan para el almuerzo? Están preparando caldo, me parece. ¿Alguien ha visto al gallo?
Mi padre y yo dejamos al Gabo en el huerto, esperando su carta atado al castaño en flor, rodeado de excremento de gallo muerto y con el olor del caldo flotando en el aire caliente. Caminamos de regreso por las soleadas calles polvorientas, entre la hojarasca, las mariposas y las miradas, camino del andén.
–Papá, ¿el Gabo está loco?
Mi padre pareció meditar un momento.
–No lo sé. Tal vez sólo está viejo. O tal vez se volvió loco por estar tanto tiempo amarrado a ese árbol.
–Yo creía que lo habían amarrado porque estaba loco.
–Oh, no. Lo amarraron para que no siguiera tumbando mulatitas empujándolas por las corvas.
–¿Y por qué las tumbaba?
–Pues porque no se querían tumbar solas, ¿por qué más?
El tren partió de Aracataca a la hora del almuerzo. Nuestros estómagos gruñeron a la vez apenas abandonamos la estación entre los aleteos dorados.
–Debimos aceptar ese caldo de gallo.
No volví a Aracataca hasta muchos años después, como he dicho, cuando la guerra mató más gente que el cólera. Entonces me reencontré con el niño del hielo, que era ya coronel, pero tenía la misma expresión de asombro frente al pelotón de fusilamiento que apuntaba al centro de nuestros pechos en ese patio de quinta como la que tuvo al contemplar la solidez del agua en la feria que el gitano Melquíades montaba en la plaza del pueblo, donde vendía, entre otros cachivaches, los pergaminos que estoy escribiendo ahora.
Entonces dirigió su mirada hacia mí. Me guiñó un ojo. Y se elevó al cielo flotando entre las sábanas del cordel.
Lo último que yo oí fue al sargento gritar "¡fuego!". Y el aleteo de mil mariposas flotando en el aire caliente, como una hojarasca arrastrada por los vientos huracanados que nos desterraron de la memoria de los hombres.

FIN

Consigna: deberás escribir un relato en primera persona en el cual nos contarás tu experiencia de haber conocido a Gabriel García Márquez.


CINCO MINUTOS


El día que me dijeron que lo conocería en persona tuve una mezcla de sensaciones. Obvio que estaba sorprendida, pero lo que predominó fue el miedo. Miedo a quedar mal, desubicada. A equivocarme. Era mi primera vez y el debut sería con una celebridad, un escritor de su talla.
Me habían entrenado poco. Casi nada. “Entrás, son unos minutos y te vas. No hables. No es necesario hacerlo. No interactúes.”, fueron las instrucciones. Me dijeron que no se podía charlar, llorar, reír. Me lo prohibieron en realidad. Pero había un problema, desde siempre sentí admiración por él. No tanto por sus grandes novelas, aunque si por sus cuentos. Y eso quería decirle. Que sus cuentos eran tan extraños como mi vida. Que me habían acompañado en mis peores momentos y que de alguna manera, fueron un consuelo en mis horas oscuras.
—Recordá, son solo 5 minutos con él—escuché al atravesar la puerta. “Cinco minutos”, pensé. “No me va a alcanzar. No se puede”.
Entré a la habitación donde él yacía. Había cierta luminosidad que lo rodeaba. Casi angelical. Jamás había visto algo semejante. Mágico. Se encontraba acostado en una enorme cama. En la mesita de luz había numerosas fotos de su familia. Ninguna de sus logros. Solo de sus afectos. Estaba solo, sin embargo. Quizás sabía de mi visita, después de todo.
Me acerqué dudosa. Temía hacer el ridículo o equivocarme. Eso sería terrible, una equivocación que alterara el curso natural de las cosas. Sin embargo me di cuenta de que era él. No podía ser otro. Era inconfundible. Los años habían sido buenos con él aunque se le notaba el cansancio en la mirada, en sus ojeras. Ya no quedaba mucho tiempo. Era claro que los míos serían sus últimos cinco minutos.
—¿No dirá nada? —dijo y me quedé petrificada.
—No puedo…—comencé. Pero enseguida tiré las reglas al tacho de basura—Tengo tanto que decir que estos cinco minutos no me van a alcanzar, Gabo…perdón Señor García Márquez. —no debía hablar y lo hice. Era imposible entrar y salir sin emitir sonido. Observar y salir. Él se merecía más que eso y era mi primera vez. Creo que los dos merecíamos más que el silencio.
—Llámeme como quiera y terminemos.
Se incorporó en la cama con dificultad y clavó sus ojos en los míos. Puedo jurar que el mundo se frenó en seco en ese instante. Temí por las reglas, por él y por mí. Quizás me castigarían pero…valía la pena arriesgarse. Sin embargo noté que la parquedad de sus palabras no eran las de él. Sus ojos invitaban a quedarse, a charlar e inventar historias. Y de pronto me encontré recordando mi infancia. Sin pensarlo, me senté en la cama junto a él y le conté que era nueva en esto. Que él era el primero. Mi debut. Le dije que era huérfana desde muy chica y que leer sus relatos me había salvado de la angustia. También le conté que mientras leía su Crónica de una muerte anunciada, el amor de mi vida moría de igual manera, con un cuchillo atravesándole el abdomen y desgarrando sus intestinos.
—¿Es coincidencia? —le pregunté con un llanto ahogado.
—La vida es un gran material para la literatura como la literatura lo es para la vida. Quién sabe qué se alimenta de qué. Si la vida de las ideas o viceversa. Es un misterio, como el universo en sí mismo.
“Como yo”, pensé y la angustia se calmó de pronto. Él era un consuelo para mí. Me repuse un poco y recordé el motivo por el que estaba ahí. Eso me entristeció nuevamente por lo que continué con la charla que era mucho más interesante.
—Una vez pensé que usted me escribía a mí. Qué locura ¿no?
—No veo locura en eso. Yo escribí para todos y para nadie en particular. Mi cabeza siempre estuvo llena de ideas que fueron tomando forma lentamente. Así nacieron mis personajes, alimentados de la vida cotidiana, y transformados en maravillosos seres. Vos podrías haber sido uno de mis entrañables personajes. Estoy seguro….
Recuerdo que lo observé y sentí que me convertía en uno de ellos. Me imaginé como protagonista de una maravillosa historia de amor y desesperación. O quizás lo deseé. Pensé que aquel encuentro estaba solo en su mente, que yo era producto de su imaginación y que esos cinco minutos eran su encuentro final con la literatura. Tal vez así fue. Porque para mí parecieron horas de charla y encuentro mutuo aunque realmente solo fueron cinco minutos. O quizás menos.
Antes de irme le conté que había muerto luego de la muerte de mi prometido. Que me corté las venas en la bañera de casa porque lo extrañaba demasiado. El dolor que me penetró hasta los huesos persistió demasiado y me sentí muy sola. La soledad es un gran enemigo cuando hay dolor, le dije.
—Ese es un gran final de historia, mi amiga Parca.
—Lo es. Aunque ahora debo hacer esto para poder redimirme. Una eternidad de miserias. Pero tengo una duda: ¿Lo hice bien, querido Gabo?
—Lo hiciste muy bien. Me diste paz, me quitaste el miedo y ahora puedo abandonar este lecho e ir a un lugar mejor.
—Sí, vas a un lugar mucho mejor. Sólo te pido que me recuerdes y que si algún día volvés…escribas alguna historia sobre mí.
Fue un 17 de abril de 2014, cuando tomé la vida de Gabriel García Márquez. Ese fue mi primer trabajo, mis primeros cinco minutos de muchos otros que se fueron sumando. Aquel día, como pude, lo acompañé al otro lado. La tristeza apareció por supuesto, aunque entendí que él me dio mucho más de lo que yo le quité.

FIN

Consigna: deberás escribir un relato en primera persona en el cual nos contarás tu experiencia de haber conocido a Gabriel García Márquez.


Y todo por un cuento


     Con el tiempo me he acostumbrado a que la gente me pregunte cómo conocí a Chuck. Preguntan si es verdad que hizo un cuento con mi historia, en vez de preguntar qué me pasó en la cara o cómo perdí el ojo. Prefieren correr a la biblioteca a buscar el cuento en que aparezco para saber los detalles morbosos de mi trasformación. Y es que a nadie le gusta escuchar a una chica de diecisiete contar por qué perdió la movilidad de la mano derecha y menos explicar todas las cicatrices del cuello y brazos.

     Así que les digo que sí. Que el buen Chuck vino a verme y me pidió permiso para usar parte de mi historia en un cuento. No les digo que Palahniuk cambió varias cosas, pero usó mi nombre y mis heridas. Tampoco les digo que lo conocí gracias a dos errores garrafales de los cuales me arrepiento y me arrepentiré siempre.

     A ti te lo puedo contar. Sé que me juzgarás y emitirás tu sabia opinión. Pero no me importa. No te conozco, nunca me toparé contigo frente a frente y tu sabia opinión me la puedo meter por el culo si se me antoja. Además, el famoso es Chuck no yo.

     Hace dos años caminaba por el centro de Tacoma, Washington (lugar donde vivo), hacía tanto frío que tenía la cara metida en una bufanda y no sentía mis rodillas. Estaba enojada. Ahora recuerdo que en ese entonces siempre estaba enojada, molesta por algo, iracunda. Todo lo que me rodeaba me daba asco…me gusta justificar esa etapa diciendo que sólo tenía quince años. La gente pasa por alto muchas cosas cuando se trata de una adolescente. El caso es que eran las siete de la noche y mi madre me esperaba a esa hora para cenar. Y claro, pensaba llegar tarde. ¿Por qué? Porque sí.

     De un edificio de vidrio, una especie de hotel o centro de negocios en la calle 4 salió un hombre. Muy delgado y alto. Llevaba una gabardina negra y una especie de maletín pequeño. El tipo se detuvo en la acera para arreglarse la bufanda y se colocó el maletín bajo el brazo.

     Ese fue mi primer error. Sin pensarlo corrí y al pasar detrás de él le arrebaté el maletín y seguí corriendo. Él gritó pidiendo ayuda, trató de seguirme pero yo era muy joven y pude perderlo con facilidad. Llegué a la parada junto con el autobús y me subí a toda prisa. Revisé todo lo que venía en la maletita en cuanto me acomodé en el asiento. Comencé a sudar por la carga de adrenalina. Era adicta a eso, creo. Al subidón de energía, a la posibilidad de ser atrapada, a la satisfacción de no serlo.

     ¿Necesitaba dinero? No. Pero robaba de todos modos. Me gustaba robar carteras, bolsos, maletas. Nunca robaba móviles y jamás usaba las tarjetas de crédito. Unos días después de mi hurto y de quedarme con el efectivo, reportaba haber encontrado una cartera o un bolso. Si lo robaba cerca de un café pedía hablar con el gerente. Ponía mi cara más inocente y decía «Encontré esta cartera/bolso a una cuadra, quiero saber si alguno de sus clientes reportó un robo» El gerente entonces me contactaba con mi víctima quien, en la mayoría de los casos, me daba una recompensa. Era un buen plan.

     Este maletín tenía una agendita llena de anotaciones, un bolígrafo muy fino, un libro, y una billetera con trescientos dólares en billetes chicos, dos tarjetas platino y una oro, una licencia de conducir a nombre de Charles Michael no sé qué y un pasaporte. Coloqué el maletín sin la billetera entre los asientos del autobús para simular un olvido y guardé la billetera dentro de mi bota. Al menos hasta que llegase a mi recámara y pudiera planear qué hacer con esos trescientos dólares sin que mi madre lo descubriera.
    
     Bajé del autobús a cinco calles de mi casa. Sólo por el placer de retrasarme; ya estaba anocheciendo y sentía un regocijo insano cada vez que mi madre se preocupaba por mí. Este fue mi segundo error garrafal. Iba tan contenta, con mi sistema aún inundado de la euforia de mi pequeña fechoría que no reparé en el auto que pasó tres veces a mi lado.

     Cuando eres mujer hay una cosa que nunca debes dejar de hacer: Nunca dejar de mirar alrededor. No importa si vas acompañada, si eres mujer no debes bajar la guardia. Cualquier rincón oscuro puede ser mortal. Si piensas que soy una feminazi que ve peligro en cualquier hombre fálico opresor, me importa una mierda tu opinión. Cualquier mujer puede decirte esto, NUNCA DEBES BAJAR LA GUARDIA. Es algo que nos enseñan las madres, que les enseñaron sus madres y las madres de sus madres. Ni siquiera es segura una zona iluminada o el que sea pleno día. Ni siquiera tiene que haber gente en la calle para sentirte protegida. Nadie se moverá mientras te raptan por mucho que grites. Tienes quince años, vas sola por la calle, es de noche y se te acerca un tipo que te sobrepasa treinta centímetros, pesa veinte kilos más que tú y te mira. Todas tenemos esa alarma que se dispara y te dice que estás en peligro, hasta que el tipo pasa de largo y sigue su camino.

     Pues esa alarma no me sonó esa noche. No me fijé que del auto salieron dos hombres, no me di cuenta cuando uno de ellos se me echó encima  y me levantó en vilo, como se levanta a un bebé. ¿Grité? Sí. ¿Me defendí? Sí. ¿Alguien me vio? Sí. ¿Ese alguien llamó a la policía? No.

     Mi madre reportó mi desaparición. Un agente recorrió el barrio de casa en casa y una mujer albanesa mencionó haber visto cómo dos sujetos se llevaban a una joven, dos noches atrás. Entregó mi bufanda a la policía diciendo que la había encontrado fuera de su jardín la mañana siguiente a mi rapto. Cuando me enteré, después de un año y medio en el hospital, fui a buscar a la albanesa para reclamarle. Podrías haber encendido una luz, pensaba decirle. Podrías haberlo reportado, quería reclamarle. Pero nunca la encontré.

     Si quieres los detalles de lo que me hicieron esos hombres, puedes leer el cuento de Chuck Palahniuk. Se los conté una mañana en la que apareció en mi habitación del hospital. No había hablado con nadie. No había dicho ni una palabra, ni siquiera a mi madre. La policía había mandado a un psicólogo para que me revisara y tratara de ayudarme en la declaración. No dije nada. Pero cuando Chuck me preguntó, con esos ojos azules fijos en los míos, si podía usar mi historia abrí la boca por primera vez y a pesar de los dientes rotos, las puntadas en los labios y la lengua, le dije que no.

     Dijo que lo entendía. Me miró fijamente y entonces lo reconocí. Era el dueño de la billetera que robé ese día y resulta que el tipo era un escritor famoso.

    ¿Tienes miedo? preguntó ¿Tienes miedo de que presente cargos por robo?

     Miedo… Tuve miedo de que me violaran cuando me metieron en ese auto. Tuve miedo de que me molieran a golpes cuando me violaron repetidamente. Tuve miedo de que me dejaran ciega cuando me golpearon la cara y las manos con un tubo de acero. Cuando mi ojo izquierdo quedó colgando de su cuenca y quedé ciega, tuve miedo de que me desgarraran por dentro. Tuve miedo de que me torturaran más cuando me metieron un tubo de escape por la vagina. Tuve miedo de que nunca me encontraran cuando me arrancaron el pezón derecho a mordidas.

     Fue gracias a aquel robo que la policía dio conmigo, aunque esperaban encontrar a un ladrón y no a la chica que llevaba tres días desaparecida. Uno de esos cerdos encontró la billetera en mi bota, tomó el dinero y las tarjetas y fue a gastar lo que pudo en cerveza y drogas. El banco ya tenía el reporte de robo; el cerdo usó la tarjeta en una licorería y la policía lo identificó por la cámara de seguridad. Comenzaron a seguirlo. Entraron en tropel cuando uno de ellos me orinaba y el otro estaba muy ocupado penetrándome por el ano. El que meaba escuchó los pasos de los policías a su espalda  y disparó. Lo abatieron en ese instante. El otro cerdo trató de usarme como escudo humano y escapar. Pero yo estaba tan débil que me le escurría de entre los brazos, decidió dejarme tirada y tratar de correr mientras disparaba. Lo mataron antes de salir de su casa.

     ¿Miedo? le dije a Chuck a través de los vendajes Miedo me da que no me venga la regla el siguiente mes. Usted puede hacer lo que quiera.

     Se sentó a mi lado y tomó aliento.

     No lo entiendes, pequeña dijo con compasión. Te estoy ofreciendo un escudo. Una distracción. Una cortina de humo.

     No lo entendí. Pero no se podía esperar mucho de mí. Estaba hasta el tope de antibióticos y calmantes. Mi cerebro no trabajaba bien.

     —Te lo explicaré dijo acomodando su flaco trasero en el colchón rechinante de mi cama. Hay más de quince periodistas ahí fuera esperando a que des una entrevista. Ahora mismo tu madre no puede ni salir al baño sin que la molesten. La policía necesita tu declaración para proceder. La necesita. Los dos tipos que… los que te hicieron esto están muertos. La policía necesita justificar ese uso de fuerza. Tienes quince años. Pronto vendrá un representante de alguna cadena de noticias a ofrecerte miles de dólares por una entrevista, aceptarás porque tu madre no tiene dinero para pagar todas estas facturas de hospital. Harán un show sobre ti. Te meterán en medio de un remolino mediático que provocará que nadie te contrate cuando puedas trabajar y las trabajadoras sociales te miren como a una estadística más cuando te den un cheque de veinte dólares semanales por incapacidad.

     Hizo una pausa y continuó.

     Entrarás a la escuela y tus compañeros sabrán todo sobre ti. Tu madre estará siempre deprimida, nunca podrás zafarte de esto. Esos bastardos seguirán violándote y torturándote una y otra vez, sin piedad por el resto de tus días, en cada comentario que la gente haga a tus espaldas. Entrarás a un café y la gente murmurará Oh, es la chica a la que hicieron pedazos, dirán. Escuché que le gritó a Oprah que la dejara en paz, dirán. Seguro era una de esas rameritas calientabraguetas, dirán.  
    
     Lo miré con mi único ojo y pensé en lo que decía.

     —He retirado los cargos por robo y he prohibido a mis abogados mencionarlo si quiera. Eso es un hecho. Pero si tú aceptas dijo ante mi silencio, me encargaré personalmente de tus gastos médicos hasta que te den de alta. Usaré el cuento en cada presentación, en cada lectura, recibirás regalías. Será el cuento más famoso que se escuche de Chuck Palahniuk. Sólo cierto tipo de personas leen mis libros, lo digo sin molestia porque es verdad, así que sólo una parte del país conocerá tu historia. Pero cuando ese representante del canal de los idiotas venga a tocar tu puerta estarás blindada. Dirás que me cediste la exclusiva y que no puedes aceptar. No podrán comprarte para usarte. La gente no preguntará por tus cicatrices, preguntarán por el cuento.

     Y esa es, básicamente, la historia. Un cuento sucio sobre lo difícil que es el mundo cuando eres mujer. Lo peligrosa que se puede convertir una caminata en tu propio barrio si tienes vagina. Si crees que soy una feminista amargada no me importa. Díselo a mi pecho mutilado, a mi ojo vacío, a mi vagina inerte, a mi mano inútil y a mi ano destrozado. Díselo a tu hermana a la que tocaron en una fiesta, a tu amiga a la que la violó su novio, a tu prima a la que tu tío le arrimó la polla, a tu madre a la que tu padre obligó cada noche a hacerle una mamada.

     Quizá pienses que me equivoqué al no aceptar las entrevistas y shows. Podrías ser una activista famosa, pensarás. Podrías haber sacado mucho dinero, opinarás. Y quizá tengas razón. No quiero ser una activista, ni salir en televisión. En este momento me preocupa más mi próxima operación reconstructiva que llamarme víctima. ¿Me equivoqué? Probablemente. Pero he sobrevivido a mis dos últimos errores garrafales…creo que puedo sobrevivir a uno más.     

FIN

Consigna: deberás escribir un relato en primera persona en el cual nos contarás tu experiencia de haber conocido a Chuck Palahniuk.


El beso


Todos los días tomo el tren para ir a la terapia.  A veces, en mitad del trayecto, a mi pequeño le entra hambre y se pone a berrear como un energúmeno. Entonces, para callarlo, no me queda más remedio que sacarme la teta. Al principio me daba vergüenza, porque los pechos se me han puesto enormes: puras fuentes de leche imparable y espesa. Pero ya no siento vergüenza, prefiero eso a oírlo chillar.
Hace días que no duermo casi y mis tobillos están hinchados. Demasiadas horas meciéndolo de un lado a otro de la casa intentando acallarlo. Llora, llora siempre y lo hace muy fuerte, llora todo el tiempo, constantemente,  y a veces su llanto enloquecido parece el chillido de un cerdo cuando lo abren en canal. A las tres de la madrugada su llanto compite con las sirenas de la policía, o de las ambulancias. A las seis con el rugido del camión de la basura. A las ocho con el pitido de las fábricas. A las nueve con el de los colegios.
Por eso cuando llora le meto el pezón en la boca, para que se calme,  y como nunca deja de  llorar mi leche se regenera todo el tiempo y siempre tengo más y más y mis pechos a veces parecen próximos a reventar.
La verdad es que le tengo miedo. Me produce escalofríos la manera fija y directa que tiene de observarme mientras mama.  Incluso juraría que a veces deja correr la leche, la deja derramar por la comisura, de manera provocativa. Pero en la terapia dicen que son imaginaciones mías,  que todo se debe a la extenuación que siento. Solo es un chiquillo. Un cachorro glotón.
En el tren a veces me adormezco. Es por el vaivén. Siento como si me hubiese caído al mar y la marea me succionase dulcemente mar adentro. Pero no me puedo abandonar, mi hijo podría caer al suelo. El otro día un borracho se acariciaba observándome. Estaba despatarrado frente a mí y vi cómo introducía la mano por debajo de su abrigo sin dejar de mirarme el pecho. No creo que se estuviese masturbando, porque el vagón estaba muy concurrido, pero sí que se manoseaba por encima de la ropa. Yo lo miré con total desaprobación, porque me pareció un insulto, pero no dije nada.
En cambio el tipo con gorro de lana que iba sentado a mi lado sí le reprendió con severidad. Le dijo que era un pervertido asqueroso, que si acaso le parecía que dar de mamar a un crío era algo excitante. El borracho le dijo que sí, que lo era y mucho. Aquel mirón estaba pasado de rosca. Farfulló también que dónde se suponía que debía poner los ojos  teniendo delante esas enormes tetas llenas de leche blanca, como grandes botijos,  que parecía que iban a reventar, que se le ponía la polla  como un piedra solo de pensar en enterrar la nariz entre ellas y le preguntó al tipo del gorro que si acaso a él no le se ponía dura, y que si no le sucedía eso es que era un marica de mierda. El tipo del gorro le dijo que sí, que era un marica de mierda, que cómo lo había adivinado, que si acaso lo había adivinado porque él se comportaba de manera civilizada y no como un onanista asqueroso y cabrón.
Yo le supliqué a mi defensor que parase, por favor, que no quería líos, no fuera a ser que el borracho se bajase en mi estación y me siguiese, que me daba miedo, que ya me habían asaltado una vez por la noche y que  no quería que sucediese más, que ya tenía bastantes problemas. Cuando el borracho se apeó le conté a mi salvador que iba a una terapia para perderle el miedo al niño, me contestó que él también iba a terapia, que todo el mundo iba, que incluso algunos lo hacían solo porque se sentían perdidos y necesitaban llorar en el hombro de alguien, llorar, llorar para poder dormir luego, vacíos ya de todo. El tipo añadió que la gente que no llora no consigue dormir bien. Me llamo Chuck Phalaniuk, dijo después, cuando nos bajamos del tren. Me parece que no me ha reconocido, añadió sonriendo. Encogiéndome de hombros le contesté que por qué debía reconocerlo, que quién era y qué había hecho de importante. Soy escritor, añadió. ¡Ah!, respondí. No tengo tiempo para leer, añadí. Pero le di las gracias de nuevo y me despedí porque llegaba tarde a la terapia.
En la reunión conté que en el tren un borracho me había utilizado para toquetearse y que Chuck Phalaniuk me había sacado del problema. Casi todos admitieron conocerlo, algunos habían leído sus novelas y otros habían visto esa película de culto titulada “El club de la lucha”. Alguien confesó que había sentido arcadas leyendo “Tripas”. Es homosexual pero muy buen tipo, aclaró otro, como si por ser una cosa no pudiera ser la otra. A su padre lo mató un ex presidiario, explicó una mujer que se declaró seguidora de su obra. El tipo cumplía condena por abuso a menores y cuando salió de la trena y supo que su chica andaba con el padre del tal Phalaniuk lo buscó, los encontró juntos y les pegó un tiro. Luego los arrastró hasta la cabaña de ella y allí le prendió fuego con ellos dentro.
Una semana después coincidí de nuevo con mi salvador. Llevaba el mismo gorrito rojo ladeado. Leía unos folios. Hola, le dije tomando asiento a su lado. ¡Hola!, me contestó con una sonrisa. ¿Qué lee?,  pregunté. ¡Oh! Estoy con un guion, resulta que quieren adaptar un relato mío al cine, explicó. ¿Cuál? ¿No será ese de las tripas?, pregunté componiendo un gesto de asco. Justo ese, contestó riendo divertido. Me han dicho que es repugnante y que la gente cae como moscas al leerlo, permítame que se lo diga, confesé a riesgo de perder su simpatía. Pero él rompió a reír a carcajadas y me preguntó qué tal me salía el cordero. Me sale realmente sabroso, contesté asombrada, sin saber a qué venía su pregunta. Ya sé que es muy atrevido por mi parte y que no nos conocemos casi, pero si me invita a cenar le leeré ese relato y así podrá juzgar por usted misma. Si no vomita otro día la invito a cenar en algún restaurante coqueto, ¿qué le parece? Ya oyó al borracho: soy inofensivo para las mujeres, dijo él sonriendo. No me mire con esa cara. Soy un cazador de lectores. Y de historias.
Acepté el reto. Compartir la cena con un ser humano mayor de edad y que no quisiera devorarme a través de mis pezones parecía algo agradable.
Son las seis en punto. Ojalá se hubiese arrepentido.
La casa está hecha un puro desastre. También yo tengo mal aspecto. Mi hijo no ha parado de llorar en toda la noche. Entra y veo que lleva una botella de vino dentro de una bolsa de papel y otra más que deja sobre la mesa. No has podido cocinar, ¿verdad?, pregunta mirando el paño africano de colores que llevo anudado a la espalda imitando al que utilizan esas madres negras que recogen los campos de algodón, mientras cantan las canciones de los negros. A ellas parece funcionarles, digo, yo he intentado cocinar pero el pezón resbalaba de su boca y cuando esto sucedía él chillaba cada vez más fuerte.  Como lo sospeché he traído comida, dice recogiendo la ropa que hay tirada por el suelo. Necesitas comer algo, añade.
El rosbif estaba muy bueno, pero no he podido acabarlo. El vino, en cambio, ha calentado mis huesos, pero intuyo que aumentará el flujo de leche. Los pechos me arden y creo que tengo un poco de fiebre. Mi invitado retira los platos de la mesa, los lava y se sienta frente a mí, frente a nosotros,  con su libro. Se ajusta las gafas, tose, me mira sonriendo y mirándome por encima de los lentes me recuerda el trato: “si no vomitas te invito a cenar fuera, en un buen restaurante”.
Pero antes de que comience a leer le pregunto: ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en una de esas cenas con otros escritores dónde habláis de lo que cuesta parir un relato mientras tomáis bourbon y mordisqueáis de manera desganada pero elegante diminutos canapés de caviar? Yo no soy nadie, no existo casi.
Estoy donde quiero estar. Calla y escucha. “Inhala”, dice.
“Inhala. Coge tanto aire como puedas. Esta historia debería durar aproximadamente lo que puedas aguantar tu respiración, y entonces solo un poco más. Así que escucha tan rápido como puedas. Un amigo mío, cuando tenía trece años oyó hablar de “hacerse estacas” Es cuando un tío se mete un consolador por el culo…”
Lee de manera pausada y su voz es acariciadora, aunque las imágenes son perturbadoras. De pronto mi hijo deja de mamar, se relame la boquita y gira, bruscamente,  la cabeza hacía él.
 “Se estimula la glándula de la próstata lo suficiente, y dicen que puedes tener orgasmos explosivos sin usar las manos”.
A mitad del relato un escalofrío me recorre la espalda y sufro una arcada. Mi hijo observa al lector con ojos conciliadores, absorto, juraría que en un estado placentero. Casi adivino una leve sonrisa en su boquita de vampiro. La leche mana de mis pechos hacia la cintura empapando mi ropa. Nadie la bebe. Ya nadie ordeña a la vaca. Trago saliva para ahuyentar el vómito que viene a la boca.
“Me vuelvo y miro atrás…. pero no tiene sentido. Una gruesa cuerda, como una serpiente, azul clara, trenzada con venas, ha salido del desagüe de la piscina y esta enganchada a mi culo”.
El vómito llega, pero solo es una pequeña regurgitación y me la trago, porque no quiero ser descortés.  Mi hijo se está durmiendo, se abandona dulcemente como si estuviese en las aguas templadas de esa piscina llena de perlas de semen. Como si esa serpiente azul clara, trenzada y brillante, fuese un columpio. Arriba, abajo, arriba, abajo. Y encima, en el cielo, hay un ramillete de nubes de algodón blancas y esponjosas. Lo miro mientras bosteza, abriendo mucho esa gruta hasta ayer huera de dientes. Suspira y con la manita me busca el pezón, y cuando lo encuentra lo retuerce. Pareciera casi que busca una  sintonía. Aprieto los dientes para soportar el dolor.  Podría darle un manotazo,  pero espantaría el sueño.
“No es una serpiente. Es mi intestino delgado. Mi colon sacado fuera de mí. Lo que los doctores llaman ¿PROLEPSIA? Son mis tripas sorbidas por el desagüe”.
Mi hijo duerme por fin y su respiración sincopada suena tranquila y me llega su aliento como esa brisa fresca que entra por la ventana una madrugada de primavera. Es reconfortante. También yo bostezo y se me cierran los ojos y mientras los pies se despegan del suelo a mis oídos llega la historia de un culo ajustado a un desagüe. Como dos bocas acopladas. Un beso apretado entre un  desagüe y un culo dilatado, sangrante. De pronto mi cuerpo flota, casi no estoy.  Siento unas manos suaves que me cubren los pechos chorreantes de leche tibia, que aún me arden. Esas mismas manos toman el cuerpo de mi hijo y lo colocan en su cuna. Nunca pensé que esa separación fuera posible. Me acurruco dejándome llevar por el vértigo de la caída. Estoy en una piscina de agua caliente y desciendo y desciendo. Mi cabello se mece como la hierba movida por el viento y no sé por qué me viene a la mente una vieja película donde había un coche en el fondo de un lago y dentro del coche había una mujer con las manos atadas al regazo y su pelo se movía como el mío ahora.
En el fondo, cerca del desagüe, veo un hombre con gafas de pasta, sonriéndome. Lleva un gorro que parece un coágulo rojo pegado a la cabeza y unas tijeras de podar en las manos. También lleva una aguja de tejer. Dice que me va a hacer un jersey con la serpiente. Arriba suena el  aullido de  una ambulancia. Es lastimero, siempre es así. Pero ahora no va acompañado de llanto. De hecho hay un silencio absoluto.
“Si os dijera como sabe, nunca jamás, nunca más volveríais a comer calamares”.
Amanece y me incorporo, sobresaltada. ¡Las siete! ¿Cómo he dormido tanto?
Me acerco a la cuna intentando no respirar. Mi pequeño duerme de manera placentera. Succiona en sueños. Ni siquiera me atrevo a cubrirlo por si se despierta y me alejo de puntillas. Sobre la mesa de la cocina hay un libro y sobre él  una nota:
“Creo que tu hijo se ha convertido en mi fan número uno, lo noté en su mirada atenta y en el modo de relamerse. Te he dejado el libro por si quieres leerle algún párrafo cuando llore. No sé por qué, pero intuyo que ya no tendrás más problemas de sueño.
De pronto se me ocurre que tal vez algún día forme parte de un relato extraño, escrito por este hombre amable. Un cuento impactante, que alguien leerá intentando controlar la arcada. O algo provocador, escandaloso.  Puede que tenga otro nombre, y que la historia ocurra en otro lugar u otro tiempo. Puede que nadie llore a mi alrededor, que solo haya calma.

FIN


Consigna: deberás escribir un relato en primera persona en el cual nos contarás tu experiencia de haber conocido a Chuck Palahniuk.