lunes, 6 de febrero de 2017

Aquel que observa

Por Ángela Eastwood.

          El hombre de negro paró frente a la casa. Nadie por las calles. Un perro ladró desde algún lado y le sonó afónico. Ladró otra vez y luego se hizo el silencio. Había un coche estacionado dentro, era un Dodge color negro. Aún debía estar caliente el motor. No había luz en las ventanas y miró a los lados. Encendió un pitillo y esperó.  Sabía que tarde o temprano se encendería la luz de la ventana. La ventana de arriba. Los había visto apearse del auto y entrar tomados de la mano. Riendo, besándose.
La mujer era muy bonita, casi una chiquilla. Llevaba el pelo largo y negro, casi por la cintura y los labios  pintados de rojo. El color de las putas, de la sangre. El amante le había mordido los labios mientras buscaba su pezón rosado por debajo del abrigo. El hombre del maletín oyó nítidamente cómo el tipo  le decía a la chica al oído dónde le iba a meter luego la lengua si era buena chica y lo que harían después si ella consentía en darse la vuelta. Tenía ese poder el hombre de negro.  La chica rio a carcajadas apretando las piernas para contener  la humedad que ya se abría paso hasta sus braguitas minúsculas. Casi podía escuchar aquel mensajero cómo crujían las rodillas de tanto apretarse una contra la otra, intentando sofocar el fuego.  Esos muslos jóvenes capaces de ahorcar a un hombre entre ellos. Menuda cárcel.
Sí. Estaba muy claro que ella ansiaba lo que el tipo quería darle. No tenía ninguna duda. Ella quería abrirse de piernas, necesitaba los embistes que el tipo le venía prometiendo toda la noche. Ese tipo asqueroso. Y casado. Ella no, pero tampoco tenía ya remedio. Estaba condenada desde que, horas antes, se había sentado ante su coqueto mueble a embadurnarse la carita con todas aquellas mierdas que no le hacían ninguna falta. Desde que, mirándose al espejo desnuda,  había pellizcado sus pechos para resaltarlos luego bajo la camiseta ajustada de los Red Hot Chilli Peppers. Desde que se había metido dentro de aquella faldita insuficiente que no tapaba sus rodillas y se había subido, por fin,  a aquellos altos tacones de buscona. Pobre oveja descarriada, tan joven, tan perdida. Pero para eso estaba él. Gracias a Dios.
El hombre de negro suspiró. Sabía lo que tenía que hacer. Lo llevaba haciendo mucho tiempo. Primero llamaría a la puerta y esperaría hasta que uno de los dos bajara. Siempre era el hombre. Luego se quitaría el sombrero de forma respetuosa y le daría las buenas noches. El anfitrión le preguntaría  qué quiere y qué hace aquí a estas horas de la noche y él le contestaría que no se trataba de lo que él quisiera sino de lo que podía ofrecerles. Le ofrecía la salvación. A ambos.  Si escucháis la palabra del señor aún tenéis la oportunidad de salvaros. ¡Arrepentíos! En el caso contrario padeceréis su furia.
Siempre era igual. El tipo casado le diría que se marchase, que no quería ni biblias ni mierdas de ese tipo, que si era un pirado o un loco y le amenazaría con llamar a la policía si no se largaba de una puta vez. El tipo del maletín le anunciaría que los había seguido cuando bajaron del Dodge, que entró detrás de ellos a aquel tugurio oscuro y cargado de tabaco; que los vio sentarse luego en medio de aquella bazofia humana que bebía y maldecía y se refregaban los cuerpos sudados bailando unos con otros, blancos con negros, mientras escuchaban extasiados el estertor agónico de aquel saxofón.
Sí. Siempre ocurría igual. El tipo casado le daría un empujón y luego cerraría la puerta  con violencia mascullando algo sobre los malnacidos de los curas y lo inoportuno de la visita, pero se olvidaría al minuto y subiría corriendo las escaleras no fuera a ser que aquel coñito casi infantil se enfriase, o se cerrase, como un capullo de rosa. Subiría relamiéndose, casi podía ver la erección incontenible dentro del pantalón. La polla de un potro, esa misma que ya no le apetecía a su mujer. Pobre santa. Sí, podía verlo. Al llegar arriba se abalanzaría  sobre la chica como un león a una gacela y le abriría las piernas y le preguntaría que por dónde se habían quedado antes de que llegara aquel loco hablando no sé qué de la mujer de un tal Lot. “Menudo mamarracho el tipo negro del maletín, no sabes qué cara de enfermo tenía, mi cielo”.
¡Podía escucharlo tan nítido!
Casi los oía reír desde la acera. Si cerraba los ojos podía escuchar el sonido absorbente de aquel coño hambriento y el sorbeteo luego de la lengua de él bebiendo de los jugos provocados, mientras ella, hincando las uñitas rojas en los cabellos de él le suplicaba que dejara ya a su esposa. Esa seta insulsa. “Sí, claro que la dejaré, amor, pero aún no es  el momento. Anda, ahora calla y  toma con tu manita de ángel esto que tengo que mira cómo lo has puesto tú solita mi vida, sí, así, acércalo a tu boquita ¡Oh nena, sí! ¡Cómo me gusta! ¡No pares!”
¡Ah! Cómo tenía que controlar las náuseas el hombre del maletín.
Siempre era igual, así, una casa tras otra, una calle tras otra y luego otra ciudad y otro país. Por eso no le quedaba otro remedio que abrir su maletín y levantar las palmas al cielo. ¡Oh buen Dios! Mira lo que hacen. Se ríen de ti y de mí y de ellos mismos. Maestro, muéstrales tu dedo acusador, porque no saben lo que hacen. Y entonces se abrían los cielos y rugía  el viento y los árboles se doblaban y llegaba por fin la luz resplandeciente. La luz lechosa, que no era una luz tan sólo, sino el vehículo transportador de las almas.
¡Qué cansado estaba y cómo pesaba ya aquel maletín tan lleno de almas! Almas asquerosas que hacían sitio a nuevas almas allí dentro. Apretadas, malolientes, purulentas, cancerosas, almas, que llegaban dejando aquellos cuerpos hermosos vacíos.  Aquellos  recipientes de piel y huesos que eran encontrados  al día siguiente por la asistenta de la chica, por la hermana de la chica, por la madre de la chica,  nunca por la esposa del ruin, en posiciones de lo más perturbadoras. Envases que eran luego examinados por la policía sin que estos encontrasen la causa de esa muerte compartida. Ni una huella, ni una gota de sangre, tampoco orificios de bala, ni restos de violencia. “La ventana no ha sido forzada, ni la puerta, los vecinos alegan no haber visto nada ni oído nada, señor comisario,  tan solo un perro afónico a los lejos”.  El hombre del maletín, si se esforzaba, casi podía ver la cara del comisario, un rostro ajado y anonadado ante la sorpresa.  Si cerraba los ojos podía concentrarse y escuchar sus palabras: “¿Qué ha pasado? ¿Cómo puede ser? ¡Qué hermosa es la mujer! ¡Y qué joven!”
¿Pero cómo explicarle a este esforzado investigador que él no tenía más remedio que hacer lo que venía haciendo tantos siglos? ¿Cómo explicar el asco que sentía mirando a través de las paredes? ¿A través de los cuerpos al caminar? No. No era fácil vivir como vivía el hombre del maletín. Mezclándose con la gente, rozando sus cuerpos lujuriosos, oliendo su bajeza.
Sí. Así es exactamente cómo sucedería todo, porque siempre era igual.
El hombre del maletín apuró el pitillo y lo aplastó en la farola. El perro ladró de nuevo algo más afónico que antes, la luz de la ventana se encendió por fin y el hombre se acercó despacio hasta la puerta y estirando sus largos dedos acarició dulcemente el timbre de la puerta. 

Lo sé, mi señor, lo sé



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