jueves, 4 de mayo de 2017

Final por Dr. A tomar por el culo

Seudónimo: Dr. A Tomar por el culo
Autor: Sergio Bonavida Ponce


La espera en la sala médica se estaba haciendo más larga de lo habitual. Ángela odiaba cuando eso sucedía. Por suerte, llevaba un pequeño diario y un bolígrafo donde escribía notas en esos momentos muertos. En la soledad de sus pensamientos la escritora imaginaba la casa de muñecas e inmiscuía a sus conocidos del Edén: Carmen, Raúl, Roberto, Sergio y a ella misma. A lo mejor, porque el número de personajes se le estaba escapando de las manos, paró ahí, en el fatídico número cinco. Eso le recordó las palabras de Bukowski del quinto en discordia. Un exceso de figurantes empobrecía cualquier relato y pocos no pintaban el lienzo. La comparación mental entre el barroco y el gótico enfureció a Ángela. En los pequeños detalles se diseccionaba a un autor, en cada palabra, en las comas, en no escribir de más, ni de menos...
Miró en dirección a la pared. Ya llevaba cincuenta minutos de espera. «Afilad los lápices». Sí, esa -pensó- sería una buena frase para los lectores. Describió con maestría la aterradora casa de muñecas, el hilo conductor o el McGuffin innecesario, a pesar de su cuidada prosa el escrito aún no transmitía la carga emocional que quería captar en los futuros lectores, que además eran compañeros de armas. Los peores lectores que podía imaginar. ¿Añadir más sangre? No, eso ya estaba muy trillado, a pesar de ello las criaturas incompletas que pululaban en sus pesadillas vinieron a hacerle compañía. Los barrotes se tambalearon cuando la niña le dirigió una mirada torcida y escuchó el chapoteo del náufrago ahogado. ¡Monstruos! Eso eran, monstruos, todos ellos. Su pasión por los monstruos se la despertó el maestro Poe, Lovecraft y más tarde King, y junto a otros, azuzaron su vena literaria en dirección a la monstruosidad.
¿Y el motivo? Claro, su mente comenzó a rebuscar la clave de toda aquella disparatada historia. A esas alturas no importaba tanto el conflicto, sino encontrar un motivo convincente para reunir a aquellos cinco personajes en torno a la casa de juegos, la mansión, los monstruos, y narrar algo sorprendente. ¿Habían llegado por casualidad a la casa? ¡No! Claro, que no. Entonces, pensó fugazmente en aquella niña. Fue ella quien los llamó. La niña. Un problema menos. Anotó el motivo.
Y la trama, ¿cómo avanzar en la trama? Volvió a mirar el reloj del pasillo. Una hora y veinte minutos. Un bufido de exasperación escapó de su tráquea. La auxiliar escribía algo en el mostrador y no parecía que el Doctor tuviera prisa en acabar con el paciente previo. El malhumor de Ángela iba en aumento. Quizá fue ese sentimiento el que la impelió a cebarse, primero con Sergio, y después con Roberto. Cuencas vacías, ojos emergentes y la promesa de una muerte rápida. Mató a Sergio, después pasó el turno a Roberto. Necesitaba cebarse con ellos, explicar con todo lujo de detalles algún detalle macabro, para que la historia calara entre sus compañeros. Recordaba con exquisito lujo de detalles muchas de las autoimpuestas pautas secretas del Edén. «No se permiten historias pueriles», «Primero dispara, después escribe», «Sangrum cogito sum», y algunas tonterías más que había ido recopilando en su mente a lo largo de los años de camaradería.
Enseguida se le pasó el enfado. No era ella persona vengativa. Ni una escritorzuela, pasaba horas leyendo una sola línea hasta que conseguía dar con las palabras adecuadas, las justas, que le indicaran el camino. En aquel punto de inflexión, debía volver a la trama principal, centrarse en lo que realmente importaba. Se le aparecieron con total claridad los embusteros detalles psicológicos atribuibles a dos compañeros, plasmó a Sergio como un mediocre y a Roberto como un cobarde acusica que señalaba en dirección a Raúl. Sí, eso puede estar bien, pero ¿y las chicas?
¡Carmen! Apenas he hablado de ella. Esta es una historia de mujeres. El tiempo de los hombres ya había pasado hace tiempo, la inclusión de género había hecho mella en su psique a base de tanta deformidad publicitaria.
Las mujeres pueden -y deben- hacer lo mismo que los hombres. No importa que físicamente dispongan de menos fuerzas o que la biología de su musculatura sea inferior, el arma más poderosa es la mente.
Ese pensamiento le gustó. Y decidió plasmar la idea centrándose en las féminas. El colofón final de la trama se centraría en una tríada: Carmen, la niña y ella misma. La prodigiosa mente de la escritora era capaz de pensar en dos conceptos distintos al mismo tiempo, ese personaje, Ángela, le recordaba en parte a ella, pero no era ella. Es curioso pensar en ese desdoblamiento del escritor y el personaje imaginado, aunque sea un pálido reflejo de la personalidad del escribiente, algo de él persiste en la figura creada.
Acerca de Carmen... Algún indicio de su origen mexicano ayudaría a situar valiosamente al personaje. Claro, una pequeña inclusión con algún nombre del panteón mesoamericano ayudaría. ¡Quetzalcóatl! Pero no debía abusar de wikipedía, ni incluir mucha información acerca del dios, ¿fue Chejov quién escribió «la brevedad es la hermana del talento»? No importaba. La mano ávida escribía en las páginas del cuaderno, las palabras surgían con más rapidez de su mente de lo que su mano era capaz de trasladar, y las líneas, repletas de palabras, fueron rellenando el blanco lienzo. Agarraba con fuerza su bolígrafo, mientras escribía en el antiguo diario, ahora reconvertido a pequeña libreta de notas, los apuntes finales de esta obra en cinco partes. «Todo empieza a encajar». Llegaba el momento del clímax, el momento de la máxima inspiración, aquel instante que todo escritor desea después de una jornada preñada de pensamientos fructíferos, el parto ansiado. Las piezas encajaban, el final épico, sorprendente, extraño y único. Demasiados adjetivos, en una revisión posterior eliminaría unos cuantos. «Cuidar los detalles». No importaba, estaba a punto de suceder. La mente de Ángela había creado, gracias al hastío más asqueroso de aquella sala de espera, la catarsis necesaria para unir todas las piezas, flanquear la debilidad imaginativa y centrarse en los puntos que conformarían un buen relato. ¡La casa de muñecas! ¡El Diario! ¡Los escritores!
—Ángela Eastwood —llamó la auxiliar desde el mostrador.
«Cojones». Maldijo por lo bajo. Después de casi dos horas de espera tenían que llamarla justo en aquel momento. Un anciano surgía lentamente de la consulta mientras aún continuaba platicando banalidades con el Doctor. Este sonreía con fingida educación, pero su mano empujaba, en una extraña suma de educación y desentendimiento, al hombre en dirección al mostrador.
—Mónica le tomará nota para la siguiente visita. Un placer. Sí, sí. Adiós, adiós. ¿Ángela Eastwood?
Ella guardó a buen recaudo su viejo diario en el bolso. Su mente aún continuaba pensando en aquel maldito coitus interruptus literario, no quería que la conversación con el Doctor se alargara, todavía tenía la mente caliente, como ella decía a aquellos momentos orgiásticos de creación literaria. ¿No podían haber tardado cinco minutos más en llamarla? Solo unos minutos más y habría plasmado las lineras necesarias para continuar, para sorprenderles. ¡Joder!
El Doctor la hizo pasar a la consulta. Un extraño cuadro impresionista colgaba a la derecha. No comprendía la manía de los doctores de mostrarse proclives a esa clase de arte. Ojos colgando, relojes de arena agrietados y un mar de arena infinito se extendía en aquel asqueroso paisaje repleto de cadáveres mutilados y esqueletos rotos. Tomó asiento y el doctor sacó su historial médico. También examinó con tiento la pantalla del ordenador. Ella seguía pensando en la niña, la casa de muñecas y el final. Lo había tenido tan cerca, aún deslumbraba ese giro épico al final del pozo negro, después de la descarga que recorrió todo el cuerpo de su otro yo. ¿Y si le pedía permiso al Doctor para acabar de escribir durante un momento? No. Detrás de su impostada educación era un hombre intransigente, estúpido, grosero. De seguro le hubiera hecho esperar fuera y atender a otro paciente. Tampoco quería alargar aquel trámite, pero por dentro estaba airada.
—Lo lamento —Interrumpió sus pensamientos el hombre de bata blanca—, pero su seguro médico no cubre la operación.
Se levantó de la incómoda silla, agarró el respaldo y la echó para atrás.
—¡Doctor —arrastró la palabra lentamente mientras tomaba aire con fiereza—, a tomar por culo!

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