miércoles, 13 de diciembre de 2017

Malditos bichos

Por Paloma Celada Rodríguez.

    —¡Malditos bichos! No me podía haber tocado otro proyecto. De tres posibles trabajos me tuvo que caer el único que no me gustaba, el de los insecticidas. ¡Qué voy a contar yo sobre insecticidas si a mí no me pican los mosquitos!
De esta manera iba rezongando por la Rambla del Carmelo, Ariadna. Tan solo hacía dos meses que había terminado el grado de publicista y ya estaba trabajando en una reputada agencia de publicidad. Con su flamante título bajo el brazo se presentó a una entrevista de trabajo y, para su sorpresa, la admitieron.
Claro, que la alegría le duró más bien poco. Como era la última en recalar, y novata, más que apreciar su desbordante ingenio lo que solicitaban de ella eran trabajos de poca monta, como rellenar impresos solicitando permisos de rodaje en la calle para filmar los anuncios que la agencia gestionaba.
Sin embargo, hoy parecía que su suerte había cambiado. La habían convocado a una reunión donde se repartirían tres proyectos nuevos que habían sido concedidos a la agencia. Uno de los proyectos era una petición de la oficina de turismo de Suecia que quería promocionar las visitas a ese país, otro era una campaña sobre la violencia de género y el último era el que Ariadna automáticamente bautizó como “el de los bichos”, un anuncio para una famosa empresa de productos sanitarios entre los que se encontraban unos aerosoles repelentes de mosquitos.
Cuando Ariadna leyó los resúmenes de las tres campañas se quedó prendada de la de violencia de género. No es que fuera particularmente susceptible al problema –ella nunca había sufrido ese tipo de agresión y ni siquiera conocía a nadie que la hubiera padecido–. Además, Ariadna siempre fue una egoísta; los problemas de los demás le importaban un bledo; pero a su congénito egoísmo había que añadir otra característica de su personalidad: era una trepa. Por eso hacerse cargo de esa campaña le pareció una estupenda manera de promocionarse. En la actualidad la sociedad está muy sensible con las víctimas de maltrato y seguro que ese posible spot ideado por ella la lanzaría al estrellato en el mundo de la publicidad.
Pero más que lanzarse al estrellato lo que hizo fue estrellarse, porque le tocó hacerse cago del proyecto “de los bichos”. Tendría que ingeniárselas para cantar las excelencias de una sustancia llamada dietiltoluamida –por Dios, si hasta el nombre ya era repelente– que aplicada sobre la piel ahuyentaba a los mosquitos y sus picaduras.
“El mosquito es vector de enfermedades. Bill Gates presentó en su página personal una lista con los animales más peligrosos para el hombre y el primer puesto lo ocupaba el mosquito con una estimación de 725.000 muertes al año.” Esa era la manera que la empresa insecticida quería justificar la utilidad de su producto y en ese aspecto debería incidir Ariadna, o al menos eso es lo que su jefe quería que hiciera.
—Y a mí qué más me dan las muertes por picaduras, si a mí no me pican yo estoy a salvo –pensó Ariadna haciendo gala, una vez más, de su egoísmo más recalcitrante.
Esta peculiaridad de Ariadna con las picaduras de los mosquitos había sido motivo de bromas por parte de sus allegados. Alguno le había dejado entrever, medio en serio, medio en broma, que si los mosquitos no la picaban era porque la veían como un insecto más pero mucho más grande que ellos y con mucha peor intención.
El mal humor que se apoderó de ella tras salir de esa frustrante reunión la tenía amargada y le había levantado un fuerte dolor de cabeza o quizás había sido el memorizar el nombre de la sustancia esa. Utilizó la jaqueca como disculpa para largarse de la oficina e irse a su domicilio en el barrio del Carmelo. Quería llegar cuanto antes para tomarse un analgésico y una cerveza fresquita, a ver si así se le quitaba la cefalea y de paso la mala leche.
Su casa se encontraba en lo alto de una cuesta. Dado que su barrio estaba ubicado en la ladera de una colina lo de tener que subir empinadas calles era algo habitual y lógico. Una vez arriba las vistas eran espectaculares pero llegar hasta ahí se hacía muy pesado en algunas ocasiones, como la de hoy en la que un molesto dolor de cabeza no era el mejor compañero para hacer esfuerzos al caminar.
Mientras ascendía sintió un cosquilleo en el pie, algo estaba sobre su tobillo. Levantó la pierna y vio una pequeña arañita que se había entretenido en hacerle cosquillas cerca de la pulsera de su sandalia.
—¡Qué monada! –pensó, para acto seguido recordar que había visto en un documental de la tele que los arácnidos eran unos depredadores naturales de los mosquitos. Ese recuerdo le trajo a la memoria su contencioso con esos bichos en particular y con todos los insectos en general por lo que el mal humor volvió con toda su crudeza y se tradujo en un manotazo que lanzó a la arañita a unos veinte centímetros de su pie.
El arranque de furia trajo consigo, a su vez, una punzada de dolor más fuerte en su cráneo y Ariadna lo volvió a pagar con la araña que recibió un pisotón para quedar aplastada contra el pavimento en forma de un puntito negro.
Justo cuando espachurró a la araña creyó ver cómo una sombra negra salía del minúsculo cadáver. También, en ese momento, Ariadna percibió una especie de zumbido a su espalda.
—Bzzz, bzzz.
La publicista se giró rápidamente hacia el lugar de donde procedía el ruido pero no vio a nada ni a nadie. Y esto fue lo que le hizo sospechar, que no hubiera nadie, pues a esas horas de la tarde, aunque ya empezaba declinar el día, lo normal es que hubiera transitando por la rambla más gente y la calle se presentaba inusualmente vacía.
Decidió caminar más deprisa a pesar del dolor de cabeza y de la inclinación de la calle y en este punto advirtió otro elemento extraño: la cuesta tenía escaleras.
—¿Escaleras? –se dijo– ¿desde cuando hay escaleras en este tramo de la calle?
Miró más detenidamente a su alrededor y comprobó que se encontraba en el carrer Beat Almató, una calle alejada de su domicilio y del itinerario que utilizaba para llegar a él.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
Ariadna pensó que su monumental cabreo unido al terrible dolor de cabeza habían sido la causa de que deambulara sin ton ni son, alejándose de su casa y del analgésico que empezaba a necesitar con urgencia.
Comenzó a descender la calle pero comprobó que le costaba mucho trabajo, más pareciera que estuviera subiendo pues notaba una pesadez extraña en las piernas. Después de dar una veintena de pasos levantó la mirada y, alarmada, constató que había estado ascendiendo en lugar de bajando.
—No puede ser, he girado y me he dado la vuelta, no puedo haber estado subiendo –dijo en voz alta y ya bastante asustada. Mientras esto se decía giró sobre sí misma y en ese giro las escaleras se distorsionaron de manera que no sabía qué tramos eran para ascender y cuáles para descender.
Se sintió como si formara parte de un cuadro de Escher, ese tío que pintaba cosas muy raras, con escaleras que se interconectaban en ángulos imposibles y con una especie de gusanos que no se sabía si subían o bajaban.
Ariadna creyó que la cabeza le iba a estallar, el dolor cada vez era más fuerte y la desorientación que tenía en ese momento le añadía una sensación de vértigo. Se masajeó las sienes con los ojos cerrados y en cuanto los abrió comprobó que se encontraba en lo alto de la empinada escalera. No sabía cómo ni cuándo había llegado hasta allí, porque no era consciente de haberse movido.
Delante de ella una interminable sucesión de escalones bajaban hasta el inicio de la calle, y a su espalda… no había nada. Creyó que la cefalea le había producido una especie de ceguera selectiva, pero el caso es que tan solo el vacío se encontraba en lo alto de esa alucinante escalinata.
Por si esto no fuera suficiente motivo de confusión volvió a oír el zumbido de los minutos anteriores –o puede que hubieran transcurrido horas, ya que el atardecer se había convertido en noche cerrada–.
—Bzzz, bzzz.
Ariadna se giró otra vez y en esta ocasión le pareció ver arrastrarse algo y que se escondía entre una grieta de un escalón.
Se dispuso a bajar pero notó que no podía mover los pies. Bajó la vista para ver una sustancia pegajosa que se adhería a sus sandalias. Con mucho esfuerzo consiguió despegar uno de los pies y comprobó que esa sustancia era blanca y al tacto parecía sedosa.
—Bzzz, bzzz, bzzz.
Esta vez el zumbido era mucho más fuerte y se sentía más cercano. Al mismo tiempo la luz descendió notablemente. La sustancia pegajosa empezó a ascender por sus piernas hasta llegar a la cintura. No podía moverse.
—Bzzz, bzzz, bzzz.
Una pequeña arañita apareció por un lateral de la escalera, con una lentitud  exasperante se dirigió hacia Ariadna.
Fascinada y aterrada a partes iguales, Ariadna intentó zafarse de aquello que la impedía moverse. Quería huir, quería despertarse pues una pesadilla debía de ser lo que le estaba ocurriendo. Seguro que era eso, una pesadilla.
En su delirio recordó que a ella no le picaban los mosquitos, y puede que tampoco lo hicieran las arañas. De todas formas en Barcelona no hay arañas venenosas, o quizás sí, pero esa que se le acercaba no era demasiado grande. O puede que el tamaño no tenga que ver con la toxicidad del veneno, en cuyo caso el artrópodo, que ya estaba a escasos centímetros de sus pies, podía ser muy peligroso.
—¡Mierda! –pensó– debería haber puesto más atención cuando vi aquel documental sobre arañas. Seguro que también dijeron algo sobre los antídotos. Si tuviera a mano un espray de dietitula… duetila… ditelula… como se llame la sustancia esa, podría mandar a ese asqueroso bicho al infierno. Aunque, eso solo sirve para los mosquitos, o puede que también para las arañas…
Mientras esto balbucía, Ariadna sintió cómo la araña la había alcanzado y con la misma parsimonia empezó a reptar por sus piernas hasta llegar a su rostro. De cerca pudo comprobar que entre lo que debía de ser la cabeza salían dos apéndices que se incrustaron en su labio superior. Al instante, Ariadna sintió un picotazo.
 —¡Joder! Al final resultó que las arañas sí me pican –pensó a la vez que una extraña sensación de bienestar la invadía, incluso ya no sentía el lacerante dolor de cabeza.
Medio adormilada sintió cómo la oscuridad se cernía sobre ella y con cierta sensación de mareo, como si empezara a caer por un precipicio sin fin, aún tuvo tiempo para un último pensamiento.

—¡Malditos bichos!

-- FIN --

DATOS Y CONSIGNA.
Datos del receptor:
Nombre: Sergio Bonavida Ponce
Aficiones: Escribir y Cine
Lugar donde me gustaría que sucediese: Carmelo-La Teixonera (Barrios de Barcelona de cuestas empinadas)
(Localizaciones de interés: Parque Güell, refugio antiaéreo de la guerra civil...)
Estado Civil: Soltero (pobre y sin dineros)
Miedos: A las arañas (pero no al punto de odiarlas, me intento hacer amigo, lo juro) y Vertigo
Dos “algos”: El maravilloso viaje de Nils Holgersson de Selma Lagerloff (Novela) e Interstellar (Película)
Consigna: Relato de terror en el que aparezcan fantasmas 

No hay comentarios:

Publicar un comentario