domingo, 1 de abril de 2018

Un mal despertar

Esta noche he tenido un sueño muy extraño y en algún momento debo haber sentido mucho miedo, porque me he meado en la cama. Mientras pongo a lavar la ropa manchada intento concentrarme en la pesadilla. Las imágenes llegan difusas, pero puedo rescatar alguna. Me veo de pie, desnuda,  frente al espejo. Sé que soy yo, pero la imagen del reflejo no es la mía. Sin embargo en ese momento no me importa o lo veo normal. Abro la cristalera de la ducha y me introduzco con sumo cuidado. No sé el motivo pero me siento insegura, vulnerable, como un recién nacido. Dejo correr el agua, profusa. Uno, dos, tres, cuatro. Resoplo en el sueño. Gruño. Con una voz inusual. No tengo tiempo de esperar a que salga el agua caliente. Debo preparar un pastel para llevar al trabajo. En los hospitales es costumbre que cada día alguien lleve un pastel. De higos, lo voy a llevar de higos. No sé por qué, pero me apetece mucho. Salivo.
Hincho el pecho. Las imágenes nebulosas se marchan de momento. Vierto un chorro de suavizante en el cajetín de la lavadora y decido que me apetece comer chocolate. Fuera hace frío, aunque ya han florecido los almendros. Enciendo un pitillo y veo a la vecina tender la ropa. No es fea, aunque no es mi tipo. Su marido siempre me mira cuando salgo a tomar el sol. Él sí es feo. Lo veo entrecerrar los ojos intentando agrandar mi imagen de algún modo, para degustarme más. Son acuosos. Cuando me mira así me recuerda a cierto tipo de perros. Esos que tienen las orejas muy largas y la mirada bobalicona. ¿Un pastel de higos? ¿En serio? Expulso el humo y observo a la mujer que tiende. Su cara parece triste. No, triste no, más bien parece baldía, desértica. Ella también me mira cuando salgo a tomar el sol, aunque lo hace de modo huidizo. De frente le da vergüenza, pero sé que me espía tras los visillos. Su avidez caníbal la delata, porque la siento como una quemazón en el pecho, entre los muslos, en la boca, en la nuca. Sus ojos también son acuosos.
Enciendo otro pitillo. Nunca me había meado en la cama. Ni cuando era niña. Ni siquiera aquella noche en que, cambiando de postura, caí sobre la alfombra en medio de una total oscuridad. Tenía tanto miedo a moverme que cerré muy fuerte los ojos y desaparecí.
La casa está helada, aunque sea marzo y los almendros ya hayan florecido. Observo el paquete de cigarrillos: me quedan tres. En la cajetilla aparece la imagen de un niño en brazos de su padre, que está fumando. Miro al pequeño. Tiene un corte de pelo que me recuerda a algo. Parece un pelucón. No me acuerdo. Cuando no me acuerdo de algo, la maquinaria de mi estómago se pone a funcionar y sé que desembocará en una especie de vértigo que no se irá. Soy así. Cierro los ojos. Vamos, nena, busca. Un niño pequeño que entra en una casa con un cuchillo llamando a mamá. Mamá, mamá, soy yo, tu pequeño Cage. Vengo del cementerio a joderte un poco. Sonrío, satisfecha, ahí está. No me extraña que tu padre te eche el humo en la cara. No me extraña que quiera que te mueras.
Ella, la mujer que tiende, cree que le sonrío a ella y me corresponde a su vez con una suerte de mueca temblorosa. En sus ojos tímidos, que tanto se preocupa de esconder, logro leer una amenaza o una promesa, depende de cómo se tome: «esta
noche me voy a meter en tu cama y te voy a hacer el amor con un hambre que no conoces, porque mi marido es feo, insulso y aburrido y cuando sus manos buscan mi coño parecen cocidas y flojas y no tienen ritmo ni sentido de la orientación. Su lengua no es mejor, créeme».
Te creo. Pero algo hizo que esta noche me meara de miedo y no puedo estar por ti, nena. Tal vez un día de estos me desnude en la ventana para que puedas masturbarte pensando en mí, en la lobreguez de tu cuarto rancio, mientras tu marido te sopla el cuello con sus ronquidos moribundos y su aliento agrio a estómago sucio, mientras miras la ventana buscando una senda que te lleve lejos del ser gelatinoso que duerme a tu lado, ese que no calienta tu cama, ni tu mente. Pero eso será otro día.
Gelatinoso. La cara que vi en el espejo también lo era. No me pareció importante, porque en los sueños las cosas extraordinarias son de lo más normal. Como aquella vez que soñé que mi avión volaba entre las favelas, sorteando a las putas, girando en calles de un metro de ancho, seguido por una turba de chiquillos descalzos y renegridos con destornilladores en las manos, deseosos tal vez, de desmontar las alas para venderlas como chatarra.
Aparco el sueño. Es hora de tender la colada.
Hace un día espléndido, azulado y luminoso. Ya casi es medio día y la tarde viene con olor a madreselva y a jazmines; al fondo se ve un poco el mar calmado. De pronto me gustaría tener una higuera en mitad de la terraza. Cargada de higos maduros y dulces, chorreantes de azúcar. Los higos son manojitos de flores que forman un fruto, lo dijeron ayer, en un documental. Respiro feliz cerrando los ojos. Seguro que fue una tontería lo del sueño. O que entró aire helado. Oh, ahora recuerdo que cuando apagué la luz comenzaba a llover un poco fuerte. A veces sucede que soñamos con agua y se afloja la vejiga. No es frecuente, pero puede suceder.
Oigo descorrer la cristalera de tu casa. Eres tú, que vienes a recoger la ropa seca. Me miras. ¿Por qué te has puesto tan pálida? De pronto algo verde cae sobre mis pies desnudos. Es una sustancia densa, como un moco. Retrocedes espantada. No entiendo por qué te tapas de ese modo la boca. Como si tuvieses miedo. Me apena. Tal vez debiera acercarme a ver qué te ocurre. Miro la sustancia verde y sacudo el pie con cierto asco y me avergüenzo de mi misma, porque a estas alturas y trabajando en un hospital ya nada me debería producir repugnancia. Yo, tan acostumbrada a las heces, a las blancas cancerígenas o a las alquitranadas por sangre, al vómito verde y al rojo, al moco denso, a la pus volcánica, a la sangre fresca, a la coagulada, al olor de la putrefacción que ya llega.
El pajarillo ya se ha escondido tras los visillos. Te imagino tapando un lado del televisor. Casi puedo ver a tu acuoso marido diciéndote que apartes tu culo gordo, que no le dejas ver el partido. Me prefieres así. Para ti sola. Sin dar nada a cambio. Pues bien mujer, a lo mejor ya ha llegado la hora de insuflar un poco de vida a ese coño tuyo medio necrosado. La sustancia verdosa seguro que vendrá de arriba, tal vez se haya cagado un pájaro enfermo, dicen que las palomas están podridas por dentro. Sonrío al quitarme el vestido por la cabeza porque te imagino sin aliento, tragando saliva. Intuyo tu mano deslizándose bajo las castas bragas de color carne, acariciando el poblado cabello púbico, sin adentrarte en los labios, para alargar el placer. No puedo resistir la tentación y de forma disimulada te busco con la mirada. No eres mi tipo, pero me provoca seducirte.
¡Eh!… ¿Qué es todo ese revuelo? ¿Qué ocurre? ¿Y qué demonios hace la policía en tu casa? Tal vez se trata de una disputa doméstica que se ha transformado en paliza. Pero es raro, no he oído gritos, ni lamentos, ni insultos, tampoco sillas caer, ni jarrones estrellarse contra el cuadro de la suegra, o de la madre o del padre. ¿Te habrá pegado por espiarme tras los visillos? Está celoso, seguro.
—¡Ahí la tienen! Ya ven que no les he mentido.
¿Por qué gritas despavorida?
—Ven, Teresa —te aconseja tu marido—, y cierra la puerta, no vaya a ser que ese bicho sea peligroso, que no sabemos de dónde viene. No tienes más que ver que allí donde cayeron sus babas se ha deshecho el asfalto. Debe haber entrado volando por la noche en casa de la vecina. Pobrecilla. ¡Era tan guapa! Ese gran insecto llegado del espacio o de los mismísimos fondos de la tierra la habrá devorado.
Pero… ¿Qué demonios…? No entiendo nada.
—Señora —te sugiere el policía más alto—, tal vez podríamos entretener al monstruo si le lanzamos algo de comer. Así, mientras sorbe la vianda, nos dará opción a echarle una red que tenemos en el coche patrulla, para tal menester. Manuel, baja a por la red. Y usted señora, vaya a buscar algo a la nevera, preferiblemente dulce. No sé, un pastel, por ejemplo, que es una vianda que no puede desagradar a nadie, ni de aquí ni del mismísimo espacio exterior y ya sabe el refrán: «se matan más moscas con miel…»
Observo toda la escena, perpleja. Estoy siendo objeto de una broma, sin duda. Busco las cámaras entre las macetas, entre los enanos de escayola. Nada. Pero estoy segura que dentro de un segundo aparecerá alguien con un micrófono. Vuelves con un pastel y dices que es de membrillo, que no tienes de otro tipo, que si da igual,  y se lo tiendes al policía:
—No vaya a lanzarlo usted con el plato, señor agente, que es de bronce. Es que era de mi abuela, que en paz descanse —le ruegas al hombre.
—Pero mujer, ¿cómo lo voy a lanzar sin el plato? ¿No entiende que se deshará en el aire? —exclama el policía mirando a tu marido, que se encoje de hombros. Los torpes se entienden, ya lo ves.
El objeto redondo que contiene el dulce se estrella contra mi cabeza ocasionándome un gran dolor y haciéndome perder el equilibrio. En el suelo, me palpo para ver si el golpe ha producido algún tipo de brecha y compruebo por la humedad que sí. Si pudiera llegar a casa, allí tengo aguja e  hilo de sutura. La sangre mana imparable y encharca mis ojos. Los toco. ¿Cuándo se pusieron tan abombados?
—Mira ese líquido verdoso que le sale de la cabeza, Teresa, creo que le hemos herido de gravedad —dice tu marido señalándome con ese dedo suyo flácido. De pronto me recuerda a Donald Sutherland en cierta película de vainas.
El entorno se desvanece. Me siento muy débil. No tengo fuerzas y te busco. Te grito que me ayudes o eso creo, pero lejos de soltarte del abrazo de tu marido para socorrerme te tapas la boca para impedir el vómito. De pronto noto una humedad entre las piernas.
Creo que he vuelto a mearme.

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